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China: El Partido se dedica a los negocios

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Nicholas D. Kristof, que ha sido durante casi cinco años jefe de la corresponsalía en Pekín del New York Times, cuenta que entre los dirigentes chinos la corrupción y el deseo de riqueza están reemplazando a la ideología (International Herald Tribune, 7-IX-93).

(…) Ningún país comunista ha adoptado de modo tan pleno el mercado de valores, la televisión por satélite, las universidades privadas, las vídeos musicales y las tertulias radiofónicas como China. Todavía manda el Partido Comunista, pero sus órganos ya no gastan muchas energías en el control ideológico. Ahora, el partido se dedica a los negocios.

El Ministerio de la Seguridad del Estado tiene una panadería, El Ministerio de la Policía vende aguijadas eléctricas para el ganado, y la organización de mujeres del Partidoregentaba -hasta que se descubrió- un prostíbulo.

La avaricia y el materialismo del Partido impresionan a los visitantes, que se asoombran de los signos visibles de cuasi-capitalismo agresivo: ruidosas discotecas abiertas hasta la madrigada, los treinta Rolls-Royces vendidos en China desde principios de año, restaurantes de lujo que sirven platos espolvoreados con partículas de oro de 24 quilates porque los clientes ricos creen que eso es bueno para alargar la vida.

Sin embargo, esto es fachada, y una fachada engñosa. En el campo, donde habitan tres cuartos de la población, la viviendas se parecen más a cuevas que a discotecas, y por cada chino que come polvo de oro, hay millones que no pueden permitirse comer carne. Y, lo que no es menos importante, este afán de hacerse rico está socavando los valores. Dice un proverbio chino: yi fang, jiu luan; cuando se afloja la vigilancia, viene el caos.

«A lo largo de toda la historia china, cuando no hay un gobierno fuerte, aparecen el caos y los señores de la guerra -decía un oficial del ejército-. Si permitimos que haya demasiada democracia, volverá a reinar la división. China se desintegrará, y será peor que la Unión Soviética». Este oficial se quejaba de que el orden social estaba yedo al traste a causa del afán, casi universal, de hacerse rico. ël mismo parecía saber algo de eso. Se expresaba así en una reunión que había convocado para intentar vender información secreta, sobre la venta de misiles balísticos M-11 chinos a Pakistán.

(…) La corrupción ha alcanzado proporciones tales, que amenaza -según ha advertidoel presidente Jiang Zemin- destruir al propio Partido. Hace unos años, el problema se limitaba a pequeños sobornos de unos pocos dólares. Ahora, los funcionarios roban millones o miles de millones. En junio pasado, el Banco Agrécola de China reveló que algunos funcionarios habían emitido letras abiertas fraudulentas por valor de 10.000 millones de dólares. El fraude se descubrió sólo porque el banco quiso dejar claro que no atendería esas órdenes de crédito.

La pequeña corrupción se ha convertido en delincuencia organizada. Especialmente en las zonas costeras de China meridional, funcionarios del Partido y del ejército se han aliado con bandas criminales de Hong Kong y de Chinatowns del extranjero para hacer contrabando y otros negocios ilegales. En Pekín, algunos mandos de la policía dirigen un negocio de prostitución junto a un hotel propiedad del ejército. Los médicos piden bajo mano cientos de dólares para hacer operaciones quirúrgicas, y los periodistas piden dinero para asistir a las ruedas de prensa convocadas por empresas.

«Ahora la corrupción es mucho peor que con los nacionalistas», dice un ex funcionario octogenario. Es una afirmación fuerte, pues durante el régimen nacionalista había una corrupción galopante (…). «En 1949 yo odiaba a los nacionalistas -dice el anciano-. Cuando los comunistas entraron en Pekín, salí a darles la bienvenida y a vitorearles. (…) Ahora, daría la bienvenida a los nacionalistas si volvieran -añade amargamente-. Es más, saldría para conducirles hasta Pekín».

Incluso, se dice que muchos líderes comunistas reconocen en privado que el gran experimento al que han consagrado su vida ha sido, en muchos aspectos, un fracaso. «Ninguno de ellos cree ya realmente en el comunismo», dice el hijo de un miembro del Politburó. Y ha dicho la viuda de un dirigente: «Hacía mucho que dejó de creer en todo eso, pero ¿qué podía hacer él? Yo era la única persona ante la que podía reconocerlo».

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