El show de Truman

TÍTULO ORIGINAL The Truman Show

PRODUCCIÓN EE.UU. - 1998

DURACIÓN 110 min.

DIRECCIÓN

PÚBLICOJóvenes

ESTRENO30/10/1998

El australiano Peter Weir (Gallipolli, El año que vivimos peligrosamente, El Club de los Poetas Muertos) no dirigía desde la fallida Sin miedo a la vida. La espera ha valido la pena, pues en El show de Truman repite la alta calidad visual y dramática de sus mejores obras.

El original guión de Andrew Niccol –que hace poco debutó brillantemente como director en Gattaca se centra en Truman Burbank (Jim Carrey), un joven ingenuo que protagoniza sin saberlo el culebrón televisivo más largo y mundialmente popular. Hace 30 años, todo el mundo asistió en directo a su nacimiento y, desde entonces, ha seguido cada segundo de su vida en la idílica Seahaven. En realidad, esta ciudad no es más que un gigantesco plató en el que miles de actores han dado forma a la vida cotidiana de Truman, espiada paso a paso por multitud de sofisticadas cámaras de televisión. Un día, Truman comienza a plantearse si no será mentira todo: su familia, sus amigos, sus vecinos… Así que decide desafiar el orden establecido. Esto le enfrenta a la poderosa trama económica que ha generado la serie, y a su propio creador, el mítico productor Christof (Ed Harris), quien se plantea eliminar a su criatura, al igual que un día le dio su existencia ficticia. Todo ello, claro, en el más riguroso directo.

Además de perfilar muy bien a todos los personajes –sobre todo a Truman– y de integrar en difícil equilibrio el drama, la comedia y la denuncia social, el guión de Niccol sale airoso del desafío de hacer creíble la historia y disimular sus trampas. Consigue así un relato muy equilibrado, hilarante, conmovedor o reflexivo cuando es necesario, pero sin subrayados poco sutiles.

Consciente de la calidad del guión, Peter Weir se ciñe a él con un gran rigor narrativo y una férrea dirección de actores. Esto impide a Jim Carrey caer en su habitual festival de muecas y le permite levantar poco a poco una soberbia caracterización, que alcanza cotas de gran dramatismo en el electrizante mano a mano final con Ed Harris. Weir sólo se permite ciertas libertades en su delirante planificación, determinada por los diversos formatos, posiciones y calidades de imagen de las cámaras de televisión que siguen a Truman. Esto, unido a una ambientación años 50 y a una curiosa partitura musical, da a la película un look muy particular, de extravagante atractivo.

El tono es más bien ligero, pero no devalúa las certeras críticas a la manipulación televisiva –que emboba las inteligencias e impide distinguir entre realidad y ficción– y, en general, a una sociedad sentimentalizada, materializada y consumista, que sólo es capaz de descubrir la dignidad humana cuando se la enfrenta cara a cara con el sufrimiento o con la muerte.

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