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Laicidad no es laicismo

publicado
DURACIÓN LECTURA: 13min.

La autonomía política de los católicos supone que existe una separación entre los ámbitos civil y eclesiástico, pero no una desconexión con la esfera moral. No se puede confundir laicidad con laicismo. Existen aspectos que para un católico no son «negociables»: los que se derivan de la dignidad de la persona, que son además la base de la democracia. La Congregación para la Doctrina de la Fe ha subrayado estas y otras ideas en una «Nota doctrinal», publicada el pasado 16 de enero, de la que ofrecemos una síntesis.

La Nota pretende «recordar algunos principios propios de la conciencia cristiana, que inspiran el compromiso social y político de los católicos en las sociedades democráticas». Y lo hace porque «en estos últimos tiempos, a menudo por la urgencia de los acontecimientos, han aparecido orientaciones ambiguas y posiciones discutibles, que hacen oportuna la clarificación».

El texto menciona concretamente que «en el seno de algunas asociaciones u organizaciones de inspiración católica» han surgido líneas de apoyo a movimientos políticos que «han expresado posiciones contrarias a la enseñanza moral y social de la Iglesia en cuestiones éticas fundamentales». También «en ciertos países algunas revistas y periódicos católicos, con ocasión de toma de decisiones políticas, han orientado a los lectores de manera ambigua e incoherente, induciendo a error acerca del sentido de la autonomía de los católicos en política».

De ahí que el documento, que lleva como subtítulo «Sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política», quiera «iluminar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida que caracteriza al cristiano: la coherencia entre fe y vida, entre Evangelio y cultura, recogida por el Concilio Vaticano II». La Nota, que consta de diecinueve páginas, divididas en cinco apartados, está fechada el 24 de noviembre de 2002 y fue aprobada por el Papa tres días antes.

Relativismo cultural

La Iglesia «venera entre sus santos a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno», como es el caso de Tomás Moro, proclamado por Juan Pablo II santo patrón de los gobernantes y políticos (ver servicio 148/00). Después de recordar esos hechos y de recalcar el deber de los fieles laicos de promover activamente el bien común, el documento se centra en algunas características de la sociedad actual.

«Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético», para el cual no existe una norma moral arraigada en la naturaleza misma del ser humano. Como consecuencia de esa tendencia, «no es extraño hallar en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal pluralismo ético es la condición que hace posible la democracia». El documento objeta, sin embargo, que la misma historia del siglo XX «es prueba suficiente de que la razón está de la parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa esa tesis relativista».

Junto a la proclamación del relativismo ético, es corriente que se invoque «engañosamente la tolerancia» para pedir «a una buena parte de los ciudadanos -incluidos los católicos- que renuncien a contribuir a la vida social y política de sus propios países, según la concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa». Se pretende que no utilicen «los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política» para proponer esos ideales.

Elegir entre lo bueno

El primer aspecto que el documento se ocupa de aclarar es en qué consiste la libertad política de los católicos: «elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforme mejor a las exigencias del bien común». El texto precisa que «la libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor».

Por el contrario, esa libertad se fundamenta «sobre el hecho de que las actividades políticas apuntan, caso por caso, hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien determinado. La pluralidad de las orientaciones y soluciones, que deben ser en todo caso moralmente aceptables, surge precisamente de la concreción de los hechos particulares y de la diversidad de las circunstancias».

Si bien «no es tarea de la Iglesia formular soluciones concretas -y menos todavía soluciones únicas- para cuestiones temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno», al mismo tiempo la Iglesia «tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral».

Pluralidad de partidos

El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales, que se plasma en el hecho de que «generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan militar los católicos». Esta innegable constatación no se puede confundir, sin embargo, con un «indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales».

El cristiano está llamado a disentir de «una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral», una concepción que es «nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son ‘negociables’».

La Iglesia es consciente de que la vía democrática, que es la que expresa mejor la participación de los ciudadanos en las opciones políticas, «solo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona. Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir componendas».

Principios éticos para la complejidad

Una de las características de los tiempos actuales es la complejidad de las cuestiones suscitadas por el desarrollo científico, que no pueden compararse con los problemas planteados en siglos pasados, e imponen la necesidad de encontrar soluciones acordes con los principios éticos.

La nota se refiere especialmente a los proyectos legislativos que cuestionan la intangibilidad de la vida humana. Ante esta grave circunstancia, los católicos tienen el deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad de todos ante ella. Tienen la «precisa obligación de oponerse a toda ley que atente contra la vida humana» y no pueden participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, ni las pueden apoyar con su voto. En algunas circunstancias, para un parlamentario puede ser lícito ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esas leyes, en caso de que no fuera posible abrogarlas completamente.

«La conciencia cristiana no permite a nadie favorecer con el voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contenga propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral». Al mismo tiempo, «ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad».

Entender la laicidad

Tal vez el aspecto más incisivo del documento es el tratamiento que hace de los conceptos de laicidad y de laicismo, con el fin de evitar los malentendidos que subyacen frecuentemente en el debate en la opinión pública.

«La promoción en conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada que ver con la ‘confesionalidad’ o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica -nunca de la esfera moral-, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado».

El texto cita algunas palabras con las que Juan Pablo II ha puesto en guardia contra los peligros derivados de la confusión entre el ámbito religioso y el ámbito político: «Son particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables».

Así pues, los actos específicamente religiosos, como la profesión de fe, las doctrinas teológicas, el cumplimiento de actos de culto y sacramentos, etc., «quedan fuera de las competencias del Estado, el cual no puede entrometerse ni para impedirlos ni para exigirlos, salvo por razones de orden público». Del mismo modo, «el reconocimiento de los derechos civiles y políticos, y la administración de los servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos». (El documento no menciona casos concretos, pero es difícil no pensar por ejemplo en la situación de aquellos países en los que la ley musulmana se ha convertido en ley del Estado).

Intolerancia laicista

«Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona». Aquí no se trata de convertir una ley religiosa en ley civil sino de que los ciudadanos aporten una concepción de la persona y del bien común que consideran beneficiosa para todos.

En este punto el texto hace una precisión importante: «El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la ‘laicidad’ del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones».

Y es que la «laicidad» indica, en primer lugar, «la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una». En este contexto, se vuelve a insistir en que «sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia».

Después de haber aclarado el contenido de la laicidad, presenta el contraste de la actitud laicista. «En las sociedades democráticas todas las propuestas son discutidas y examinadas libremente. Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con su conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con sus convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante». El laicismo «quiere negar no solo la relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética natural».

Crear cultura

El documento no se limita a llamar la atención sobre los peligros, sino que propone también algunas líneas de acción de fondo. «La necesidad de presentar en términos culturales modernos el fruto de la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo se presenta hoy con urgencia impostergable, para evitar, además, entre otras cosas, una diáspora cultural de los católicos».

En ese sentido el texto de la Nota añade que «es insuficiente y reductivo pensar que el compromiso social de los católicos se deba limitar a una simple transformación de las estructuras, pues si en la base no hay una cultura capaz de acoger, justificar y proyectar las instancias que derivan de la fe y la moral, las transformaciones se apoyarán siempre sobre fundamentos frágiles».

Junto a la necesidad de crear cultura, se refutan las diversas formas de mesianismo político. «La fe nunca ha pretendido encerrar los contenidos socio-políticos en un esquema rígido, consciente de que la dimensión histórica en la que el hombre vive impone verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudo rápidamente mutables. Bajo este aspecto deben ser rechazadas las posiciones políticas y los comportamientos que se inspiran en una visión utópica, la cual, cambiando la tradición de la fe bíblica en una especie de profetismo sin Dios, instrumentaliza el mensaje religioso, dirigiendo la conciencia hacia una esperanza solamente terrena, que anula o redimensiona la tensión cristiana hacia la vida eterna».

La Nota concluye subrayando la importancia de que libertad y verdad vayan de la mano, pues -en palabras de Juan Pablo II- «o bien van juntas o juntas perecen miserablemente». «En una sociedad donde no se llama la atención sobre la verdad ni se la trata de alcanzar, se debilita toda forma de ejercicio auténtico de la libertad». Por esta razón, «es bueno recordar una verdad que hoy la opinión pública corriente no siempre percibe o formula con exactitud: el derecho a la libertad de conciencia, y en especial a la libertad religiosa (…) se basa en la dignidad ontológica de la persona humana, y de ningún modo en una inexistente igualdad entre las religiones y los sistemas culturales».

Algunas cuestiones irrenunciables

La Nota Doctrinal precisa sintéticamente -sin descender a argumentaciones específicas- cuáles son algunas de las «exigencias éticas fundamentales e irrenunciables» ante las que está en juego la esencia del orden moral y el bien integral de la propia persona humana:

  • Leyes civiles sobre aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima).
  • El deber de respetar y salvaguardar los derechos del embrión humano.
  • Se debe promover la tutela de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de distinto sexo y protegida en su unidad y estabilidad frente a las leyes sobre el divorcio. A la familia no se pueden equiparar otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuanto tales, reconocimiento legal.
  • La libertad de los padres en la educación de sus hijos.
  • La tutela social de los menores.
  • La liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud, como la droga y la prostitución.
  • Derecho a la libertad religiosa.
  • Desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad.
  • Promoción de la paz, que es siempre obra de la justicia y efecto de la caridad.

El documento insiste en que «no se trata en sí de ‘valores confesionales’, pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural. Estas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad de la persona y del verdadero progreso humano».

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