Latinoamérica a merced de la delincuencia

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En los últimos tiempos, las primeras páginas de los distintos periódicos hispanoamericanos coinciden en una misma denuncia: los índices de inseguridad ciudadana parecen desbordados, de modo que vivir en Buenos Aires, en Caracas, en Ciudad de México o en San Salvador supone una ruleta rusa. La protesta colectiva, por su parte, se va transformando en un factor de presión cada vez más activo para hacer reaccionar a los gobiernos frente al diario descuento de vidas humanas.

Burundanga es el nombre que la jerga delictiva da a la escopolamina, una droga que penetra el organismo con gran facilidad: basta con ponerla en contacto con la piel. Disimulada en octavillas que se reparten con aparentes fines publicitarios, o en bolígrafos que vendedores ambulantes alargan a los conductores que van llegando a las gasolineras, las víctimas de esta sustancia pierden muy pronto el control de sus acciones y permiten a los maleantes disponer de sus bienes y de sus personas sin ninguna resistencia.

Las metrópolis más peligrosas

No pocos de los delitos que se cometen en Caracas se producen al amparo del temible alcaloide, procedente de Colombia. La capital venezolana, por cierto, ha superado a Bogotá y es, según un ranking publicado en Foreign Policy, la metrópolis más peligrosa de América Latina, registrando a veces hasta 100 muertos en un fin de semana. Según datos oficiales, el índice de asesinatos es de 130 por cada 100.000 habitantes, cifras que, como señala la citada publicación, no incluyen a los muertos del sistema penitenciario -uno de los que más violan los derechos humanos a nivel mundial- ni a los que tiene el Estado, por “difíciles de clasificar”. La violencia entre bandas y el tráfico de drogas ha llevado a que aquel índice se incremente en un 67% desde 1998, fecha del primer triunfo electoral de Hugo Chávez.

El Mundo de El Salvador registra datos no menos preocupantes sobre la vecina Guatemala, con un promedio de 16 asesinatos diarios que en los últimos tiempos se ha cebado en el transporte público. Quince nicaragüenses y un holandés fueron hallados recientemente, en una solitaria carretera del oriente del país, muertos dentro de un autobús. El narcotráfico, que junto al creciente número de secuestros constituye uno de los azotes de la región, parece estar detrás del múltiple crimen.

La voz del ciudadano-víctima

Particular atención recibieron las protestas convocadas el pasado mes de agosto en más de setenta ciudades mexicanas bajo el lema “Iluminemos México” (cfr. Aceprensa, 10-09-2008). En días más próximos, sin embargo, la prensa mundial ha seguido recogiendo casos como el de las cinco personas muertas bajo los disparos de un grupo de sicarios que irrumpió en un billar de Tijuana, durante una noche que registró en total once homicidios, incluido el de una menor de edad. El terror impuesto por el narcotráfico a esta ciudad de Baja California ha obligado al presidente Felipe Calderón a confiar su control al ejército.

También la “Operación Limpieza” ha sido activada por el gobierno mexicano para descubrir las conexiones de los cárteles con funcionarios públicos. Nada menos que el jefe de Interpol en México y el delegado de la Procuraduría ante la Oficina contra la Droga de la ONU han caído, entre otros mandos policiales, acusados de colaborar con las mismas organizaciones criminales que decían combatir. Otro alto cargo de la lucha contra el narcotráfico murió en el accidente aéreo donde perdió la vida el ministro del Interior.

También Argentina ha producido cruentos titulares en número suficiente como para llevar al 84% por ciento de los lectores que respondieron a una encuesta del diario Clarín a afirmar que la inseguridad les preocupa más que la crisis económica.

En vísperas de elecciones de alcaldes y gobernadores, los estudiantes de varias universidades venezolanas han convocado asimismo una concentración para reclamar que la lucha contra la violencia constituya una prioridad en los programas políticos. Se espera que el tema actúe sobre la sensibilidad del país para continuar en la línea de manifestaciones de repudio que se produjeron en 2006 tras el secuestro durante 41 días de los hermanos Faddoul -de 12, 13, y 17 años- y de su chófer, interceptados por un falso puesto de control policial, torturados y asesinados al fin sin contemplación.

En Guatemala, el procurador de los Derechos Humanos Sergio Morales ha interpuesto un recurso de amparo en contra de la directora de la Policía Nacional Civil (PNC), Marlene Blanco. La Corte de Apelaciones del Ramo Penal ha fijado a la directora un plazo de 48 horas para que informe sobre las acciones destinadas a frenar una ola de violencia que, según cifras oficiales, ha producido este año más de 21.500 delitos entre robos, asaltos, extorsiones y asesinatos atribuidos en su mayoría a las bandas del crimen organizado, a grupos de narcotraficantes y a pandillas juveniles. Morales ha señalado que “la actitud de pasividad ante los hechos de violencia asumida por la directora de la PNC es una violación de los derechos de protección a la persona y a la familia”. Entre promesas de cambio, el presidente Álvaro Colom ha pedido “paciencia” a los guatemaltecos, responsabilizando de los alarmantes índices de violencia a los anteriores gobiernos.

Qué se puede hacer

La violencia reinante en la región se ha convertido en un obstáculo para el crecimiento económico y el desarrollo social, según indicaba un informe del Banco Mundial publicado en 2007 (cfr. Aceprensa, 6-06-2007). El índice de homicidios en el Caribe es de 30 por 100.000 habitantes al año, mayor que en cualquier otra región del mundo. Todo esto ocasiona un aumento en el gasto en medidas de seguridad, perjudica la productividad laboral y desalienta a los inversores. El principal factor que explica los ìndices tan altos de violencia es el tráfico de drogas, unido a la amplia circulación de armas de fuego.

Frente a esto, la policía se siente impotente. Según explica El Mundo salvadoreño, “la seguridad de los 13,3 millones de guatemaltecos está a cargo de sólo 7.000 agentes activos al día, ya que de los 18.000 elementos que integran las filas de la Policía Nacional Civil, 4.000 están asignados a la protección de edificios públicos y los 7.000 restantes descansan, según los turnos de rotación establecidos”. Esta circunstancia, explica el diario, hace que “el 98% de los delitos que se cometen en el país queden en la impunidad”.

En referencia al auge de las bandas criminales integradas por jóvenes, la Oficina en Washington para América Latina (WOLA) ha insistido recientemente en la necesidad de reforzar la prevención y se ha remitido a novedosas experiencias realizadas al respecto por esa organización. “Los jóvenes pandilleros no son generalmente criminales violentos. Son jóvenes que, con el apoyo de su comunidad, pueden convertirse en agentes del cambio para sus propias comunidades”, explica Lainie Reissman, representante de WOLA. Trabajando sobre tres proyectos comunitarios en Estados Unidos y tres en Centroamérica, Reissman concluye que “las respuestas efectivas a la violencia pandillera deben incluir la participación de gobiernos locales, iglesias, escuelas y proveedores de servicios sociales”.

Para el dirigente social Enrique Rubio, aspirante a alcalde por el caraqueño municipio de Libertador, en el caso venezolano concurren causas claramente diagnosticables y otras en cambio más profundas. Entre las primeras parecen evidentes la ínfima consideración que el Estado y la sociedad dan a la profesión de policía, la campante corrupción de estos cuerpos y su politización al calor de las líneas fuertemente polarizadas que siguen el gobierno y las autoridades de oposición (y que enfrentan, muchas veces, a la policía nacional con la de las administraciones descentralizadas). Por otra parte, la enorme disponibilidad de armas de fuego con que cuenta el hampa: según el ex ministro Jesse Chacón, en 2006 circulaban más de 6 millones de armas en el país, de las cuales 4,5 millones de manera ilegal.

Por debajo de todo esto hay además problemas estructurales: la descomposición de la familia, la falta de acceso a una educación de calidad, capaz de garantizar la promoción social, y la falta de políticas de empleo para la juventud, general en toda el área latinoamericana y del Caribe, donde asciende a 32 millones el número de jóvenes desocupados.

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