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Las FARC, mejor en el Parlamento que en la selva

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La reciente imagen del saludo entre el presidente colombiano Juan Manuel Santos y el dirigente de las FARC, Timoleón Jiménez, en La Habana, ha provocado reacciones contrapuestas. “La palabra paz queda herida”, sentencia el expresidente Álvaro Uribe. “La paz no quedó herida, sino reforzada”, le enmienda el presidente de la Conferencia Episcopal colombiana, Luis Augusto Castro.

Habrá que aclararse, pues, acerca del concepto. Para el exmandatario, la consecución de la paz debe implicar –a lo que se entiende– la imposibilidad absoluta de que el grupo guerrillero se transmute en fuerza política. Además, su idea para restaurar el equilibrio del universo pasa por que los rebeldes den cuenta de todos y cada uno de sus actos, sean de índole criminal o no, y de anularlos para siempre de la vida pública. Lo satisfaría una declaración de derrota militar, la cual, dicho sea de paso, ningún gobernante logró. Tampoco él.

Mons. Castro lo ve diferente. En una entrevista concedida al Diario del Huila, el prelado rechaza la paz si es entendida como la pax romana: la eliminación completa del enemigo, una visión que “no es la que tenemos los colombianos, en su mayoría”.

El acuerdo de diciembre de 2015 deja un vacío al no aclarar las circunstancias en las que una persona sancionada por crímenes graves puede incursionar en política

Entiende el obispo que si a los rebeldes se les impide encauzar sus ideas por la vía pacífica, el país volverá al punto inicial: “Las FARC surgieron precisamente porque no tenían la posibilidad de hacer política. (…) Hay que dejar la puerta abierta para que el movimiento pueda hacer política en un país que es democrático, donde no hay una política excluyente como la hubo en el pasado”.

Cabe sin embargo el criterio, esbozado por algunos políticos y por medios locales, de que este no es el camino, ni el mejor modo de honrar la memoria de los casi 200.000 colombianos muertos como resultado del conflicto. Pudieran tener razón. Pero lo que nadie dice es qué alternativa, que no sea una evaporación mágica de los insurgentes, le quedaba al país.

Las armas, solo para monumentos

El acuerdo de paz definitivo entre el gobierno y las FARC se firmará previsiblemente en los próximos días en territorio colombiano. Antes de llegar a él, se han ido cerrando varios acuerdos parciales sobre compensación a las víctimas, tribunales para juzgar los crímenes de guerra, desarrollo agrario, participación política, etc.

Sin embargo, el firmado en La Habana el 23 de junio es quizás la columna vertebral de todos, pues ambas partes se han comprometido a un alto el fuego definitivo. Los guerrilleros de las FARC, además, quedan obligados a concentrarse en un número de campamentos rurales, cuyos accesos serán controlados en el exterior por un equipo tripartito de monitoreo formado por el gobierno, por la propia guerrilla y por Naciones Unidas.

Asimismo, las FARC aceptan entregar todo su arsenal, un proceso que se efectuará en tres fases y que tomará no más de 150 días tras la firma del acuerdo final. Según reveló una fuente de seguridad al diario Vanguardia, entre los 80 frentes guerrilleros puede haber unas 45.000 armas, la mayoría en mal estado de conservación, cuando no inservibles. La ONU se hará cargo de ellas y, según lo convenido, las destinará a la construcción de tres monumentos.

Otras disposiciones del acuerdo incluyen la protección a los que, una vez desarmados, puedan ser blanco de represalias por parte de otras organizaciones criminales –algunas de ellas sucesoras de grupos paramilitares ya formalmente desmovilizados–, y la urgencia de perseguir a quienes intenten descarrilar lo pactado. Asimismo, se dan garantías a la guerrilla para que pueda hacer el tránsito hacia la vida política. De hecho, ya van ensayando un apelativo nuevo, sin variar las siglas de toda la vida, en el que lo de “armadas” y lo “revolucionario” quedan fuera del nombre. Serán el “Frente Amplio para la Reconstrucción de Colombia- Esperanza de Paz” (FARC-EP).

Por último, las partes, que se decantan por un referéndum popular para dar vía libre al acuerdo final, han convenido en dejar esa decisión en manos de la Corte Constitucional. En este punto, vale tomar nota de las declaraciones de algunos jefes de las FARC, quienes aseguran que, aun si triunfara el no en una eventual consulta ciudadana, el proceso de paz no tendría que revertir automáticamente. Conque un punto más de solidez a todo lo alcanzado.

¿Participación política para todos?

A lo que se ve, sin embargo, el proceso de paz no es moneda de oro que gusta a todos, y así tenemos que uno de los aspectos que más les chirrían a sus críticos es el de la participación política de los desmovilizados, algo que se acordó en diciembre, pero que, como una herida sin sutura, vuelve a sangrar en algunos círculos cada vez que se da un paso más hacia el fin del conflicto. Como ahora con el alto el fuego.

En varios medios colombianos, como El Tiempo y El Espectador, sobresalen argumentos que van desde la furia de una periodista por que un jefe negociador guerrillero camine “fresco y altivo” en La Habana, hasta la opinión de otro articulista de que es inaceptable la “elegibilidad política de responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad”, algo que opina aun antes de saber quiénes serán juzgados y condenados o absueltos.

La letra del acuerdo de diciembre de 2015, referido a las víctimas del conflicto, dice una cosa algo distinta, pues anuncia una amnistía para los rebeldes encarcelados por delito de rebelión, pero deja claro que no todos se irán de rositas: “Hay delitos que no son amnistiables ni indultables (…). No se permite amnistiar los crímenes de lesa humanidad, ni otros crímenes definidos en el Estatuto de Roma”.

El arsenal de las FARC se calcula en unas 45.000 armas, que la ONU requisará, según lo acordado

La desconfianza, sin embargo, va más allá de los diarios, y tiene algún fundamento. Ya en diciembre la propia ONG Human Right Watch advertía que el acuerdo indicaba “de manera categórica que quienes reconozcan sus crímenes no quedarán sujetos a ningún tipo de restricciones a sus derechos políticos, incluido el derecho a participar en política”.

En realidad, el número 36 del mencionado documento no reserva esa prerrogativa “a quienes reconozcan sus crímenes”, pero sí que deja un vacío cuando estipula que “la imposición de cualquier sanción (…) no inhabilitará para la participación política”.

Definitivamente, la actual redacción, que concede la razón a HRW, es muy mejorable. Es de sentido común que la participación política estará forzosamente reñida con los procesos judiciales que se sigan a aquellos que no sean amnistiados y con las penas que se les impongan. Se sabe, por ejemplo, que quienes reconozcan tardíamente su responsabilidad pasarán hasta a ocho años tras las rejas, y que quienes no la reconozcan en absoluto podrán ser privados de libertad por hasta 20 años.

No es de esperar, pues, que alguien se postule desde la cárcel –aunque sí vote, que es también participar–. Pero se debe tener en cuenta que, aunque las horripilantes acciones de algunos induzcan a tirar la llave de su celda en medio del océano Pacífico, todos tendrán que salir en algún momento. Y reintegrarse en la sociedad.

“Un mensaje polémico e impopular”

El gobierno colombiano, en este punto, lo tiene claro. El 28 de junio, en una entrevista con el diario mexicano El Universal, el negociador jefe, Humberto de la Calle, asintió cuando se le interrogó acerca de si los insurgentes que han cometido delitos graves pueden participar en política.

“Claro que sí. Voy a arriesgarme a una controversia enorme, pero es realista que se abran escenarios de participación política para los dirigentes de las FARC que deseen llegar a la vida civil con plenitud de garantías. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? Eso tendrá que ser discutido. ¿Qué pasa con las sanciones restrictivas de la libertad? ¿Cuándo debe operar esa participación en política? Puede haber muchas fórmulas. Pero el mensaje que quiero dar, repito, que sé que es muy polémico e impopular, es que los colombianos debemos reflexionar y prepararnos para que haya presencia política de las FARC”.

Mons. Castro: “Hay que dejar la puerta abierta para que el movimiento pueda hacer política en un país que es democrático, donde no hay una política excluyente, como en el pasado”

La integración de antiguos partidarios de la lucha armada en la vida política del país no será, en todo caso, un fenómeno sin precedentes. En la Sudáfrica del apartheid, un grupo creado por el ANC, el Umkhonto we Sizwe (Lanza de la Nación) tuvo bastante entretenida a la policía y al ejército del régimen desde los años 60: las bombas que colocaban en cuarteles, pero también en supermercados, restaurantes y parques, se llevaban por delante a civiles de cualquier edad, y así también las minas antitanque que plantaban cerca de las aldeas al norte del país. Volaban los blindados y, con ellos, los agricultores negros.

La curiosidad estriba en que, entre los militantes más conocidos de la Lanza, estaba el hoy presidente Jacob Zuma y su anterior vicepresidente, Kgalema Motlanthe. La lista incluye además a todo un Premio Nobel: Nelson Mandela, quien lo fundó. En 1964, en su defensa ante el tribunal que lo envió a prisión por varias décadas, explicó que no habían tomado el camino de la violencia porque lo hubieran deseado, sino “únicamente porque el gobierno no nos dio otra opción”.

En Colombia, gracias a los acuerdos de paz y al propio desarrollo democrático del país desde los años 60, ya hay opción, por lo que la metamorfosis –la de los exguerrilleros, pero también la de otros actores que pisotearon los derechos humanos– es igualmente posible. Todo está en lograr un equilibrio entre la necesidad de justicia y la de concordia. Y habrá que tragarse muchos sapos, pero al menos durante la cena no pasarán balas por sobre las cabezas de los comensales.

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