Intelectuales contra la exaltación acrítica del indigenismo

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Los elogios encendidos a Marcos y los zapatistas por parte de personajes del mundo cultural de Occidente, como el Nobel portugués Saramago, el lingüista del MIT Noam Chomsky, los sociólogos franceses Alain Touraine e Ivan Le Bot o el novelista español Manuel Vázquez Montalbán incomodan a representantes del poder político, pero también a no pocos intelectuales mexicanos.

El País (Madrid, 17-III-2001) recoge algunas opiniones sobre el tema. Roger Bartra, ensayista de planteamientos cercanos a la izquierda, opina que estos entusiastas foráneos «desconocen plenamente la enorme complejidad de la realidad mexicana y son absorbidos, zarandeados y manipulados por ella. Hay una actitud de aparente exaltación del salvaje no occidental, pero en realidad lo que hay es la invención de un salvaje artificial portador de nuevas luces revolucionarias, que trae las claves de una nueva izquierda, pero los intérpretes son siempre extranjeros. (…) Una parte de la progresía europea cree que puede hacer la revolución cómodamente en un weekend o en unas vacaciones en el Tercer Mundo, y encontrar cerca del mundo indígena las verdades que no halla en su país; es una postura retrógrada».

A nivel político, fuentes oficiales han reconocido su temor a que los vítores de la intelectualidad foránea consoliden el pasamontañas como metodología política. Walesa -señalaron- luchaba contra una dictadura comunista; Marcos lucha contra una democracia.

Los pobres y los indígenas

El etnólogo Juan Pedro Viquier, que ha vivido y trabajado durante más de diez años en San Cristóbal de las Casas (Chiapas), piensa que la opinión pública en Europa ha recibido acríticamente la visión política difundida por el EZLN: «La complejidad de la situación sobre el terreno ha sido olvidada en provecho de un maniqueísmo militante; siempre es reconfortante saber que en alguna parte, sobre todo si es lejana y exótica, la utopía sigue viva» (cfr. Le Monde, 12-III-2001). Viquier advierte que el movimiento zapatista ha surgido en el marco de «una peligrosa exaltación de la lucha étnica, que, como en todos los sitios donde se desarrolla, es un estimulante del fundamentalismo».

El historiador y escritor mexicano Enrique Krauze, en un reciente artículo titulado Nueve inexactitudes sobre la cuestión indígena (publicado en España por El País, 8-III-2001) precisa que «no todos los pobres de México son indígenas, ni siquiera la mayoría. La deuda es con todos ellos, indígenas y no indígenas. El predominio del enfoque étnico distorsiona la realidad». Krauze discrepa de que la cuestión indígena sea la prioridad nacional: «Es una de las prioridades -señala-, pero no la prioridad».

«Antes del 1 de diciembre de 2000 y a lo largo de la campaña para la presidencia, la cuestión de Chiapas no ocupaba un lugar prominente en la agenda nacional. Las encuestas eran claras: seguridad, ante todo, pobreza, migración, insalubridad… De pronto, el presidente Fox la elevó de escala poniendo en riesgo, según ha dicho, su propia investidura, lo que no es cualquier cosa: nada menos que la primera presidencia plenamente legítima y democrática de México en casi un siglo. (…) Si los neozapatistas no leen su actitud en esos términos, si no advierten la diferencia entre Fox y los presidentes del PRI, si subrayan el ímpetu revolucionario sobre la reivindicación ética, si insisten en buscar la utópica redención y desdeñan un arreglo político, entonces no sólo ellos sino Fox perderá también, y con esa doble derrota perderemos todos. (…) Pienso también que las verdaderas prioridades no tienen mucho que ver con la reivindicación étnica, sino con la urgente mejoría económica y social y el establecimiento de un pleno y moderno Estado de derecho».

Krauze puntualiza que no todo México es Chiapas, porque «mientras el resto del país, sobre todo en su Altiplano, siguió la pauta de la convergencia étnica y cultural llamada mestizaje, la antigua zona maya vivió una pauta de apartheid en los hechos. No es casual que esa zona haya sido el escenario de sucesivas guerras de castas desde el siglo XVI. (…) El milagro de México fue el mestizaje, que si bien no estuvo exento de aspectos coercitivos, constituyó un tránsito de la cultura indígena hacia la occidental (que, al mismo tiempo, se enriqueció con elementos indígenas). Extrapolar el caso chiapaneco a México ha sido el expediente ideológico-mediático de Marcos, para enmascarar la orfandad ideológica de la izquierda (y cancelar el proceso de autocrítica que tanto le exigió Octavio Paz), pero no se sostiene demasiado como argumento histórico. Otra cosa es la pobreza: en el Distrito Federal viven dos millones de indígenas en condición de aguda marginalidad, muchos de ellos (o sus esposas e hijos) mendigando en las calles: ¿reclaman autonomía étnica y redención histórica, o una oferta económica inmediata y pertinente (como la que Fox, en una agencia especial, ha propuesto) que alivie su dramática situación?».

Democracia en las comunidades indígenas

«¿Conviene volver a esa situación de excepcionalidad?», se pregunta Krauze en relación con la viabilidad de comunidades indígenas autónomas dentro de la federación mexicana. «Sí y no. Es justo y necesario asegurar sus derechos autonómicos en lo que respecta a la conservación de sus lenguas, a la preservación de sus costumbres y sus culturas, a su libertad política interna (siempre y cuando no atropelle los derechos individuales de sus propias minorías). Pero también es necesario propiciar su apertura al mundo exterior. La clave está en la democracia: que la permanencia (o no) en la comunidad sea libre, igual que el derecho a expresarse y disentir».

Sobre la compatibilidad de las prácticas indígenas tradicionales con la democracia, las libertades y las garantías individuales, Krauze escribe que «Marcos mismo ha aceptado en público que muchos de los usos y costumbres atentan directamente contra los derechos individuales elementales de las minorías internas en las comunidades indígenas, y a veces hasta de las mayorías (por ejemplo, las mujeres). Si las comunidades reclaman de las mayorías mexicanas un respeto irrestricto a su libertad de expresión, manifestación, tránsito y residencia, las comunidades indígenas -en buena lógica- deben asumir lo mismo para su régimen interno: no segregar ni expulsar al disidente, al diferente (como hacen a menudo), sino asegurarle un espacio de expresión o una salida digna».

Por último, Krauze pone en tela de juicio que el EZLN sea el único interlocutor de las comunidades indígenas con el Gobierno. «Al margen -escribe- de su indudable popularidad entre cientos de miles de personas, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional no puede arrogarse la representatividad de 10 millones de indígenas (mucho menos de 40 millones de pobres). El atractivo mesiánico y el genio mediático de su líder no es argumento suficiente. Tampoco el recurso a la violencia (real o latente) o la deuda histórica con los indígenas. En una democracia (y México venturosamente lo es, desde el 2 de julio pasado), la representatividad no se gana con balas, procesiones mesiánicas o discursos intergalácticos: se gana con votos».

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