Inflación bajo control y corrupción desatada

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El resurgir de Argentina
Buenos Aires.- Una de las expresiones más repetidas por la sociedad argentina es que «la crisis que sufre el país no es económica, sino moral». Así lo aseveran intelectuales y profanos; personas de peso y ciudadanos a los que no les alcanza el sueldo para las necesidades más elementales. Esta frase la escuchan los chicos en las escuelas y se difunde a los cuatro vientos por los medios de comunicación. Argentina, un país que hasta hace medio siglo gozaba un cómodo bienestar, ha descendido hasta lugares que humillan a sus habitantes. Pero el reconocimiento de que la crisis tiene también raíces éticas, es ya un primer paso para erradicar la corrupción que campea en todos los estratos sociales.

La corrupción en Argentina ha alcanzado grandes proporciones. El pasado 4 de abril, el diario La Nación calificaba de «arrolladora» la ola de denuncias que existían sobre el tema e instaba a reaccionar para restablecer la confianza pública en los poderes del Estado.

En todas las capas sociales

Las comisiones ilícitas reciben en Argentina el nombre de coima. Coima es el hecho y coimear, el verbo (que se conjuga, desgraciadamente, en todos sus tiempos, por activa y por pasiva). La corrupción, en efecto, ha impregnado todas las capas sociales y se practica hasta en las instancias más corrientes de la vida ciudadana. Si en otros países la percepción de comisiones ilícitas se circunscribe a determinados niveles y a operaciones de importante volumen económico, en Argentina la coima es una plaga para toda la sociedad.

Trámites, reclamos, pedidos, descargos, servicios… todo aquello que comporte cumplir con una obligación o reclamar un derecho -en especial si la otra parte es el Estado-, está complicado con tantas trabas que, en la práctica, todo el mundo trata de librarse de ellas por los medios que considera más eficaces. Medios que, a menudo, implican recurrir a la coima, que aparece bajo las modalidades más curiosas y con la que el argentino se ha acostumbrado a vivir.

Este hábito generalizado ha llegado a engendrar en la sociedad una verdadera «estructura de pecado», como dice la encíclica Centesimus annus. El tejido social se ha enmarañado. Se ha debilitado la confianza mutua en las relaciones profesionales. Y están en horas bajas virtudes como la solidaridad, la justicia, la honradez, la laboriosidad, que tanto necesita el país especialmente ante el esfuerzo del ajuste económico.

Crisis de credibilidad

El problema de la corrupción, por otra parte, no es exclusivo de Argentina y está presente, con mayor o menor intensidad, en el resto del continente latinoamericano. No es extraño, pues, que el CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) hiciera un severo diagnóstico el pasado mes de abril en su asamblea ordinaria celebrada en Caracas. América Latina -denuncia el CELAM- afronta una situación muy dura debido a «una alarmante crisis de credibilidad en los dirigentes y en las instituciones políticas», consecuencia del «grave deterioro de los valores éticos y morales», una de cuyas manifestaciones más palpables es el alto índice de corrupción pública y privada.

En el mismo documento los obispos señalan que se está dando un «aumento generalizado de la extrema pobreza», situación que contrasta con los muchos recursos que existen en la región. Este hecho destaca aún con mayor fuerza la mala gestión pública por parte de los dirigentes.

Un voto a la estabilidad monetaria

El cambio de rumbo en la política económica argentina lo están sufriendo con mayor intensidad quienes tienen menos medios de subsistencia, especialmente las clases pasivas. Si a esto se une la falta de confianza pública en las instituciones, acentuada en los últimos tiempos por una creciente conciencia de la corrupción generalizada, su peso se hace más penoso si cabe.

La reestructuración y el ajuste, por otra parte, tienen algunos inconvenientes que a corto plazo se están sintiendo con mucha fuerza. Medida en porcentaje del PIB, la presión tributaria ha sido en 1992 la mayor que ha conocido el país desde su retorno a la democracia. De un 18%en 1983, se pasó al 22% en 1991 y al 27% en 1992.

Es cierto que la presión en países desarrollados, como por ejemplo los de la Comunidad Europea, se sitúa en torno al 40% del PIB. Sin embargo, en esos países los impuestos sobre la renta y el patrimonio constituyen la mayor parte de la recaudación. En cambio, en Argentina no llegan al 9%, mientras que los impuestos indirectos suponen el 49%.

En el actual ajuste económico ha tenido prioridad la urgencia por recaudar y equilibrar las cuentas. Esto ha hecho que se acuda a la vía más directa, que no es siempre tributariamentela más equitativa. De ahí que el tipo de impuestos utilizado, con un IVA elevado, haya penalizado los hogares de menos ingresos.

La reacción de la población, sin embargo, no ha sido mala. Después de años de inflación crónica (en los últimos 23 años la moneda se depreció hasta tener que eliminar 13 ceros de la antigua moneda), se ansía la estabilidad, y los ciudadanos han dado un voto implícito al sacrificio que lleva consigo. Pero esta buena disposición de la sociedad no se compadece con la corrupción ni con el descuido de la cosa pública por parte del funcionario.

Restablecer la confianza pública

La solidaridad es uno de los pilares que más necesita el actual programa económico. Sin embargo, será difícil que la sociedad incorpore este valor, si desde los poderes -públicos y privados- no se dan señales de limpieza, claridad y transparencia.

Este descuido de la cosa pública ha sido patente. Según ha señalado el propio ministro de Economía, Domingo Cavallo, el país sufrió durante décadas la desinversión y la corrupción, mientras privaban los intereses personales de los sindicalistas y funcionarios. Por este motivo las mejoras en sectores vitales para la población, como son el gas, la electricidad o las obras sanitarias, han de esperar aún bastante tiempo hasta que puedan hacerse las inversiones necesarias.

¿Cómo distribuye las culpas el ciudadano frente a esta crisis de sus dirigentes? Según una encuesta Gallup de diciembre del 92, los argentinos otorgaban el siguiente grado de confianza a las instituciones: Iglesia, 45; prensa, 39; Fuerzas Armadas, 29; policía, 26; grandes empresas, 24; Justicia, 16; Congreso, 13; partidos políticos, 11; funcionarios públicos, 9; sindicatos, 8. (El número indica el porcentaje de respuestas positivas en cada caso).

El descrédito que sufre la Justicia es preocupante debido a que, en muchas ocasiones, deja sin defensas a la población. «Restablecer la confianza pública en el poder judicial es uno de los grandes desafíos que el país tiene por delante. Y es, además, el único camino para desterrar la corrupción y asegurar una completa transparencia en el manejo de las cuestiones públicas» (diario La Nación, 4-II-93).

Si a esto se une que las instituciones políticas tienen un bajo índice de aceptación, es fácil comprender que la credibilidad de los poderes públicos se encuentre en entredicho. Una renovación profunda del marco en el que se mueven las instituciones políticas daría más transparencia al sistema y permitiría que el ciudadano tuviera un mayor control sobre los hombres que elige.

Con este motivo se han sugerido ya medidas para controlar minuciosamente la financiación de los partidos políticos, a fin de evitar presiones y corruptelas.

El Ministerio del Interior -sin duda, el que goza de mejor fama de sobriedad y honradez- está estudiando también normas que modifiquen, de modo sustancial, el sistema electoral. De promulgarse estas normas, los ciudadanos dejarían de verse obligados a votar a una «sábana de nombres», larga lista de desconocidos impuestos en bloque por los partidos. Por el contrario, se podrían tachar cuantos nombres se deseara.

Estas y otras normas similares son parte de los cambios que se esperan en el país. Hasta ahora, los primeros síntomas de esperanza se basan en la incipiente estabilidad conseguida en estos últimos meses. Esto, sin embargo, no basta. Temas como la educación y todo lo que limite al máximo la posibilidad de corruptelas en el poder, esperan su turno.

José Luis AtienzaLa «patria contratista»

La proliferación de leyes y reglamentos ha generado en Argentina una casuística enmarañada, cuya interpretación quedaba a menudo al arbitrio de los funcionarios, lo que abría la puerta a la corrupción.

A lo largo de este último medio siglo, ha sido casi una constante que los precios de los bienes y servicios estuvieran regulados. Por lo general, el precio no dependía de la calidad, ni el valor de mercado estaba necesariamente ligado a criterios objetivos. Por el contrario, la decisión final estaba en manos del funcionario de turno. De él dependía en muchos casos la fortuna o la decadencia empresarial. Por eso no se necesitaba ser empresario, sino «lobbysta».

«El mayor trabajo de un empresario -se ha dicho- no estaba dirigido a la investigación, la estrategia empresarial o a la búsqueda de la excelencia de sus factores de producción. Era más bien cuestión de paciencia, de largas esperas en un pasillo hasta ser recibido por un funcionario, de un lobby permanente. Un permiso de importación o la autorización de una subida de precios podía significar el éxito de un empresario o su caída. En una economía cerrada y con estos supuestos, el éxito bien valía cualquier prebenda». Fue así como surgió la generación empresarial a la que, irónicamente, se calificó como la «patria contratista» por su fuerte dependencia de los contratos del Estado.

Por otra parte, el sector público manejaba directamente el 60% de la economía. Esta injerencia resultó calamitosa para el desarrollo del país. Las empresas públicas, que hoy se están privatizando masivamente, se fueron a pique. Es difícil saber hasta qué punto influyó en ello la mala administración o la corrupción pura y simple. Pero ambas causas se reparten las culpas. Y, en medio, grandes sumas de dinero se han evaporado.

La empresa pública de ferrocarriles ha desembocado en uno de los finales más tristes. Llegó a tener 40.000 Km de vías, pero llegó a perder de 2 a 3 millones de dólares diarios. Hoy, salvo a tres o cuatro provincias, al resto se le ha suspendido el servicio de viajeros.

El servicio de teléfonos, que dio muchos quebraderos de cabeza a los argentinos en las últimas décadas por su deterioro e ineficacia, ya está totalmente privatizado. De este modo han salido a la luz otros abusos que sufrían los usuarios, efecto de un sistema corrompido que hacía agua por todas partes.

La ciudad de Buenos Aires, con un crecimiento urbanístico acelerado en diversos barrios, no ha logrado hacer frente al mantenimiento y expansión de su sistema de alcantarillado. Los organismos responsables de prever su crecimiento, ya privatizados o en camino de serlo, fueron fuente de empleo de todo tipo, de sueldos más o menos justificados, y de cobros discriminados en los consumos.

José Luis AtienzaTras la reforma económica, la lucha contra la pobreza

Tras el estancamiento de los años ochenta, las economías latinoamericanas han vuelto a crecer y están recuperando la confianza de los inversores. Pero ahora es preciso completar las reformas económicas con la lucha contra la pobreza, que aumentó durante la «década perdida» de los 80. En este diagnóstico coinciden los informes que diversos organismos económicos han dedicado últimamente a Latinoamérica.

En la asamblea general del Banco Interamericano de Desarrollo, celebrada en Hamburgo a finales de marzo, su presidente, Enrique Iglesias, destacaba los índices positivos: crecimiento económico cercano al 3% en la región; baja de la tasa de inflación, reducida en muchos casos a menos del 30%; entrada de capitales extranjeros y repatriación de los nacionales, aumento de las exportaciones… Sin embargo, dijo, «ahora es preciso completar la reforma económica con una reforma social. La pobreza en América Latina es un anacronismo cada vez menos tolerable».

Los organismos internacionales ofrecen distintos cálculos sobre la población latinoamericana afectada por la pobreza. En lo que coinciden es que ha aumentado durante los años 80. Según los criterios del Banco Mundial (que considera «pobre» al que vive con menos de 60 dólares al mes), la proporción de pobres representa la cuarta parte de la población. Un cálculo bajo a juicio de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), que cifra en 196 millones los habitantes que viven bajo el nivel de pobreza, lo que representa casi el 46% del total. Si al principio la pobreza era sobre todo rural, luego se ha convertido en un fenómeno predominantemente urbano, con la emigración de los campesinos a la ciudad.

Otro estudio, realizado por el departamento para América Latina del Banco Mundial (Poverty and Income Distribution in Latin America: the Story of the 1980’s), muestra que la pobreza y las desigualdades se acentuaron durante los años 80. El número de pobres pasó de 91,4 millones a 132,7 millones, es decir, del 26,5% al 31,5% de la población total en el curso de la década.

La pobreza no aumentó en un puñado de países: Uruguay, Costa Rica, Paraguay y Colombia. En cambio, creció mucho en Brasil (donde el 19% de la población vivía en extrema pobreza en 1989), en Perú, en México y en Venezuela. Guatemala y Honduras tenían el récord de población pobre.

Paralelamente, la desigualdad social se agravó también durante los años 80, salvo en esos países donde se redujo la pobreza. Según el estudio, esa evolución va estrechamente ligada a la recesión que sufrieron la mayoría de los países latinoamericanos durante esa década, en la que afrontaron la crisis de la deuda, el aumento del paro y una baja de los salarios reales. Como los periodos de expansión económica tienden a reducir la pobreza y las desigualdades, es de esperar que la vuelta al crecimiento en la década de los 90 favorecerá la lucha contra la pobreza.

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