Vida, literatura y fe en Flannery O’Connor

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Hace cuarenta años fallecía en Savannah (Georgia) la escritora norteamericana Flannery O’Connor (1925-1964). Autora de dos novelas y 37 relatos agrupados en dos libros, murió a los 39 años en su sureña ciudad natal a causa de una enfermedad degenerativa. Ahora acaba de publicarse en España «El hábito de ser» (1), una cuidada selección de su epistolario, que muestra su apetito intelectual, su diálogo con sus amigos y lectores y sus ideas sobre la relación entre fe y literatura.

El 20 de julio de 1955 la escritora norteamericana Flannery O’Connor (ver servicio 96/01) respondía a una lectora que le había escrito contándole sus impresiones sobre sus relatos. Se iniciaba así una larga correspondencia que duraría años. Estas cartas y muchas otras -escritas entre 1948 y 1964- se recogen en un cuidado volumen que cuenta con una excelente traducción de Francisco Javier Molina de la Torre, especialmente meritoria porque transmite fielmente la vivacidad, llena de simpatía, desparpajo y afecto, de la autora de «El negro artificial», apresuradamente tildada por algunos como atormentada. O’Connor nunca se reconoció, sin más, como integrante de la en su momento denostada «Southern Degeneracy School».

Hay dos destinatarias que acumulan muchas cartas, especialmente interesantes. La primera es una joven lectora y también escritora (A en el epistolario, por el expreso deseo de permanecer en el anonimato). La otra es Janet McKane, otra lectora, joven maestra de primaria en Nueva York, que se hará buena amiga de Flannery, hasta el punto de acompañarla en el último tramo de la enfermedad.

20 minutos diarios de «Suma teológica»

El matrimonio Fitzgerald, Robert y Sally, amigos de la escritora que la acogieron varios años en su casa de Connecticut, fueron sus albaceas literarios. La edición original inglesa de este epistolario corre a cargo de Sally Fitzgerald y fue publicada en 1979. El título -«El hábito de ser»- elegido por la editora procede del libro «Arte y Escolástica» de Jacques Maritain, una de las lecturas predilectas de una O’Connor que, con naturalidad y mucho humor, coloca a santo Tomás de Aquino en el primer puesto de sus lecturas (lee la «Suma teológica» todas las noches, durante veinte minutos, antes de dormir) y confiesa haber afilado sus dientes estéticos con el citado ensayo de Maritain.

La escritora se duele de que el siglo XX no cuente con un genio capaz de proponer la fe como el Aquinate lo hizo en el siglo XIII. Sus lecturas (santo Tomás y Gilson, Karl Adam y Guardini, Mauriac y Bernanos, Waugh y Lewis, Peguy, Santayana y Chardin, Weil y Stein, santa Teresa y san Juan de la Cruz) salen a relucir con naturalidad en forma de comentario o recomendación. Jocosa, sensata y sencilla, no tiene reparo en escribir que está leyendo a Rahner, que le encanta, pero que casi no entiende una línea.

Según cuenta Fitzgerald en la introducción, O’Connor se caracterizó por «un verdadero amor por el cristianismo y por la Iglesia como guardián de Aquel que es ineludible en sus cartas, al igual que su impaciencia con la necedad y la torpeza de los católicos. Respecto a este tema, Flannery no es tanto parca cuanto fulminante. En sus cartas a un inteligente jesuita amigo suyo dinamita toda la prensa católica y parte de la educación católica […]. A lo largo de su vida mantuvo que la Iglesia no mermaba su libertad personal, ni en la práctica ni en su arte ni en su vida personal. Honraba gustosamente las prerrogativas que reclamaba la Iglesia, sosteniendo que lo que la Iglesia le daba era mucho mayor de lo que le pedía a cambio».

Juzgar la obra por lo que es

Sobre la recepción de su obra en algunas publicaciones católicas, Flannery se sincera con una amiga monja, en 1963: «Estaré encantada cuando los críticos católicos empiecen a contemplar lo que van a criticar por lo que es en sí mismo, por su «inscape», como diría Hopkins. Por el contrario, buscan una intención ideal y te critican por no tenerla».

Saliendo al paso de un comentario muy repetido (a O’Connor le atrae el lado oscuro, el pecado más que la gracia, los demonios más que los ángeles), escribe: «En los evangelios los demonios fueron los primeros que reconocieron a Cristo y los evangelios no censuraron esa información. Por lo visto, pensaron que eran testigos muy apropiados. A nosotros nos escandaliza ver lo mismo en ropaje actual, simplemente porque tenemos una actitud defensiva para con la fe».

Una granja en Georgia

La casa de los Fitzgerald en Ridgefield (Connecticuc) y, desde 1951, la granja «Andalusia» en Milledgeville, en su natal estado de Georgia, el profundo Sur de los Estados Unidos, serán los lugares donde vive y escribe la autora, que desde aquel año comienza a convivir con la enfermedad degenerativa que se la llevaría en 1964, sin haber cumplido los 40.

Flannery vivirá 13 años en la granja de su adolescencia que gobierna su madre, mujer fuerte, práctica y divertida, que aparece una y otra vez en las cartas. Rodeada de gallinas, vacas, pavos reales y cisnes, la escritora trabaja tres horas diarias en sus libros, el tiempo máximo que tolera su médico. A la hacienda «Andalusia» acuden amigos que son vecinos o vienen de lejos para verla. En 1958, viaja con su madre a Europa, gracias a la invitación de una pariente rica que tenía fe en que Flannery mejorase tras una visita a Lourdes. Mientras su salud lo permitió, Flannery hizo algunos viajes breves para dar conferencias sobre su obra en universidades e instituciones culturales. También acudió a la incipiente TV para ser entrevistada en un programa que describe de manera muy divertida.

Y siempre, cartas, muchas cartas, de ida y vuelta. Y paquetes con libros y pequeños regalos intercambiados con amigos y lectores. Hay misivas a editores que manifiestan el sentido práctico de una mujer con los pies -por temporadas, las muletas- en el suelo.

Una gran lectora

Resultan muy interesantes los comentarios epistolares de la autora de «Sangre sabia» sobre otros escritores. Joseph Conrad y Henry James son los que más valora y los releerá con frecuencia con la manifiesta voluntad de que se le contagien las virtudes de esos dos grandes narradores. Libros de Chéjov, Lermontov, Pasternak, Nabokov, Undset, Greene, Murdoch, Waugh, Bernanos, etc. son objeto de la correspondencia de Flannery con amigos y lectores. Entre los autores norteamericanos leídos por la escritora están, además de James, Hawthorne, Johnson, Salinger, Faulkner, Steinbeck, Updike, Bellow, Hemingway, Capote, McCullers, etc.

La escritora no es de ningún modo -queda meridianamente claro en sus cartas- una mujer recluida y misántropa. Le encanta regalar (especialmente plumas de sus pavos reales), con casi todo se ríe y hace reír, tiene gran capacidad para una autocrítica jocosa. Sus cartas revelan la aceptación de una enfermedad que limita su actividad, marcando un ritmo que le exige siete largos años para acabar la novela «The Violent Bear It Away» («Los profetas», en la edición española).

El don de la fe y su pérdida

Sus cartas fueron también camino para que algunos de sus destinatarios llegaran a acercarse a Cristo y a la Iglesia. En su trato epistolar con A, se desprende que esta joven ingresó en la Iglesia católica a resultas de su amistad con la escritora. Cuando la amiga le cuenta que ha llegado a la conclusión de que no puede permanecer en la Iglesia (se había convertido cinco años antes), Flannery reacciona de un modo leal:

«No sé nada que pudiera producirnos tanto dolor como estas noticias. Sé que lo estás haciendo porque crees que es lo correcto, y te valoro lo mismo fuera de la Iglesia que dentro de ella. Pero lo que resulta doloroso es descubrir que esto significa para ti una constricción y una disminución del ansia de vivir. La fe es un don, pero la voluntad tiene mucho que ver con ella. Su pérdida es básicamente una falta de apetito, asistida por un intelecto estéril. Algunas personas, cuando pierden su fe la sustituyen por una fe agrandada en sí mismas. Creo que tú eres lo suficientemente honrada para no hacerlo; porque, en primer lugar, nunca has tenido demasiada fe en ti misma, y porque ahora que no crees en Cristo, creerás aún menos en ti misma, lo cual es una lástima. Pero déjame decirte una cosa: la fe va y viene. Sube y baja como la marea de un océano invisible. Si es presuntuoso decir que la fe permanecerá contigo para siempre, resulta igualmente presuntuoso pensar que lo hará la increencia. Dejar la Iglesia no es la solución, pero, puesto que tú lo crees así, lo único que puedo sugerirte, como madrina tuya en una ocasión, es que si encuentras en tu interior que el deseo de la fe regresa mínimamente, retorna a la Iglesia con un corazón liviano, y sin que te agobie la conciencia de culpabilidad a la que probablemente estés sujeta. La sutileza es la maldición del hombre. No se halla en la divinidad».

A tarda en responder, pero lo hace. Flannery no pierde el humor («tu carta no llegó hasta el martes y al no saber nada de ti el lunes, como es habitual, pensé: Se ha deshecho de la Iglesia y ahora, a la vez, va a deshacerse de mí»). Tampoco pierde la esperanza. El tono irónico de Flannery es un trasunto de muchos de sus relatos sobre la estupidez humana: «Me alegro de que la Iglesia te haya concedido la capacidad de mirarte a ti misma y aceptarte como eres. Lo natural precede a lo sobrenatural y ese es quizás el primer paso hacia el redescubrimiento de la Iglesia. Luego te preguntarás por qué era necesario mirarte a ti misma o aceptarte o no aceptarte. Habrás encontrado a Cristo cuando te preocupes por los sufrimientos de los demás y no por los tuyos».

Astuta y contudente, Flannery O’Connor es una pluma sabia en un tiempo en que las cartas podían ser un género profundo.


Realismo cristiano

«Me alegra haber recibido su carta. Quizás resulta más sorprendente que yo encuentre alguien capaz de reconocer la intención de mi trabajo que usted encuentre una escritora preocupada por Dios cerca de usted. […] Escribo de la forma que escribo porque (no aunque) soy católica. Es un hecho y nada mejor que declararlo abiertamente. Sin embargo, soy una católica particularmente dotada de una conciencia moderna, esa que Jung describe como ahistórica, solitaria y culpable. Estar dotada de ella dentro de la Iglesia supone soportar una carga, una carga necesaria para un católico consciente. Se trata de sentir la situación contemporánea en sus niveles más profundos. Creo que la Iglesia es la única que puede hacer llevadero el terrible mundo al que estamos abocados; lo único que hace llevadera la Iglesia es, de algún modo, el cuerpo de Cristo y que con él nos alimentamos. Parece un hecho que usted ha sufrido tanto a causa de la Iglesia como por la Iglesia, pero si cree en la divinidad de Cristo, tiene que apreciar el mundo a la vez que se esfuerza en soportarlo. Ello puede que explique la falta de amargura en mis relatos.

«Estoy harta de leer reseñas que definen «Un hombre bueno es difícil de encontrar» como un libro brutal y sarcástico. Los relatos son duros, pero son duros porque no hay nada más cruel o menos sentimental que el realismo cristiano. Creo que hay muchas bestias que se acercan a Belén a nacer y he informado sobre el progreso de algunas, y me sorprende que estos relatos sean calificados como historias de terror, porque el autor de la reseña siempre se fija en el horror equivocado».

Distorsionar las cosas

En 1954, Flannery contesta a un profesor de literatura que le ha escrito contándole sus impresiones sobre la novela «Sangre sabia». «Sólo un católico podría escribir «Sangre sabia», aunque es un libro sobre una especie de santo protestante. Reduce el protestantismo al doble disparate definitivo de la Iglesia sin Cristo y la santa Iglesia de Cristo sin Cristo, algo que ningún protestante haría. Y, por supuesto, ningún ateo y ningún agnóstico podría haberlo escrito porque la idea central es la de redención. No hay demasiada gente dispuesta a ver esto y quizás es difícil de ver porque H. Motes [el protagonista de «Sangre sabia»] es un nihilista admirable. Sin embargo, su nihilismo le conduce de hecho a su redención, que es de lo que le hubiese gustado librarse». «Estoy interesada en distorsionar las cosas, porque estoy viendo que es la única forma de que la gente entienda», concluye en una carta sobre esta misma novela. «Todos los que han leído «Sangre sabia» creen que soy una nihilista paleta, pero pienso dar la impresión de ser una tomista paleta […]».

El dogma liberador

Su amiga A intenta abrirse camino como escritora y le pide consejo sobre la relación entre la fe y la literatura. Flannery contesta: «Yo también creo que solo existe una Realidad, y que es la definitiva, pero la expresión -realismo cristiano- me resulta necesaria, aunque sólo sea de forma académica, porque me encuentro en un mundo donde cada uno tiene su puesto, te colocan en el tuyo, te encierran y se van. Algo terrible para el escritor cristiano es que para él la realidad definitiva es la encarnación y nadie cree en ella; es decir, ninguno de tus lectores. Mis lectores son la gente que cree que Dios está muerto. Al menos ésa es la gente para la que soy consciente que escribo».

«Respecto a que Jesús es un realista, si Él no fuese Dios, no sería un realista, solo un mentiroso, y la cruxifición un acto justo».

«El dogma no puede de ninguna manera limitar a un Dios ilimitado. La persona ajena a la Iglesia le concede un significado diferente que la persona que pertenece a ella. Para mí el dogma es la puerta de la contemplación; se trata de un instrumento liberador y no restrictivo. Protege el misterio para la mente humana. Henry James decía que la joven del futuro no sabría nada sobre el misterio y los modales: No tenía que haberlo limitado a un sexo».

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(1) Flannery O’Connor. El hábito de ser. Ediciones Sígueme. Salamanca (2004). 463 págs. T.o.: The Habit of Being. Traducción: Francisco Javier Molina de la Torre.

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