Modernos álbumes ilustrados

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Tampoco leer y aprender a leer son lo que fueron
Desde hace varios siglos el número de libros y de lectores, así como el acceso a la lectura de cada vez mayores capas de población, no ha dejado de crecer. Sin embargo, al constatar los efectos devastadores de la cultura de la imagen, algunos concluyen que los lectores de hoy son peores que los de ayer, afirmación tan discutible como inoperante. Las cosas han cambiado: muchos planteamientos imaginativos han sido desbordados por el cine y la televisión, ya no sirven las viejas novelas de letra pequeña y papel asqueroso, nunca volverán las tardes de verano con la única compañía de Los siete secretos. Los modernos álbumes ilustrados son otro modo de introducirse en la lectura.

Las críticas genéricas siempre contienen algo de razón y bastante de cómoda disculpa. No hay que buscar mucho en el pasado para encontrar quejas contra las novelas, contra los folletines, contra el cómic, contra el cine… Y hoy existen defensores de la lectura que atacan la televisión. Pero ni saber leer significa lo mismo que ayer, ni aprender y enseñar a leer se puede hacer hoy como ayer.

Sin lamentos

A quienes se lamentan de lo poco que leen sus hijos y de la nefasta influencia de la televisión, se les puede contar una tira cómica de Calvin y Hobbes, el niño de seis años y su tigre de peluche creados por Bill Watterson. En las cuatro primeras viñetas se ve una violentísima pelea de un cómic de aventuras que termina con el ametrallamiento de un superhéroe que dice «sentí cómo mi columna se hacía pedazos». Las siguientes viñetas muestran a un abrumado Calvin, que deja la lectura del cómic y enciende la televisión. Llega entonces su madre que, amablemente, apaga la televisión mientras le dice: «No, que hay demasiada violencia en la tele. ¿Por qué no lees algo?».

Si después del chiste alguien se atrincherara en que los tebeos también son nefastos, habría que recordarle cómo Alicia, al echar un vistazo al libro que leía su hermana, se preguntó: «¿Para qué sirve un libro sin ilustraciones ni diálogos?». Y si el testimonio de un clérigo y matemático como Carroll no es suficiente, se podría invocar a Chesterton, que cuando regaló a un niño pequeño un libro con estampas, le puso: «Leerás las críticas y los panfletos de los pedantes: no creas nada que no se cuente bien con dibujos». Y es probable que hoy, cuando nada llega sin imágenes al niño, Chesterton radicalizaría su comentario para subrayar el papel de los libros ilustrados.

Distintos tipos de libros ilustrados

La expresión libros ilustrados engloba productos distintos entre los que hay una fuerte ósmosis: cuentos ilustrados, en los que el texto tiene total o casi total autonomía respecto a las imágenes; cómic y álbumes ilustrados, en los que texto e ilustraciones son inseparables. En el siglo XIX se pasó de las ilustraciones puramente decorativas a las que suministraban una imagen de portada y acompañaban escenas concretas de la narración. Aparecieron luego relatos con imágenes indisolublemente ligadas al texto: los cuentos ilustrados.

Un paso más fue dejar al texto una función de explicación de los dibujos: el cómic, cuyo desarrollo a lo largo del siglo XX va paralelo al del cine. Y a partir de la década de los sesenta, cuando las condiciones sociales y los avances técnicos lo posibilitan, con intenciones artísticas y educativas se da un nuevo paso: los modernos álbumes ilustrados.

Este nuevo tipo de libros ilustrados se caracteriza por emplear ilustraciones grandes que con frecuencia ocupan páginas o dobles páginas enteras. Las ilustraciones no son un complemento del texto, sino que ellas son el texto. Su conjunto quiere ser narrativo y tener el mismo formato secuencial que el libro. Pueden emplear recursos gráficos del cómic, pero no tienen tanto dinamismo ni juegan con la misma clase de verosimilitud. Pretenden ir más lejos que los tradicionales cuentos ilustrados y, aprovechando el impacto de ilustraciones grandes que se pueden mirar aisladamente, desean contener y despertar emociones, llegar a la vez a la cabeza y al corazón.

Una tarea emocional

Al principio, leer es escuchar, pero también mirar y contemplar. Si la influencia de los primeros relatos durará toda la vida, lo mismo se puede aplicar a esos primeros libros ilustrados que son como juguetes que se miran y se leen una y otra vez. Las ilustraciones pueden limitarse a completar la información que el texto lleva a la mente; pero pueden introducir nuevos elementos en la narración, o ir más lejos y favorecer una comprensión sin descripciones o enriquecer el texto hablado o escrito pulsando diversos resortes afectivos o intelectuales.

Si las imágenes siempre han sido básicas en la enseñanza de los niños, hoy son un vehículo más usado y más poderoso para llevarles no sólo conocimientos sino también numerosos estímulos sentimentales. Calvin dice a Hobbes un día: «Anoche estuve viendo una película antigua con mamá. No tenía violencia, acción explosiva o palabrotas. No había nada impactante»; Hobbes le pregunta: «¿Te gustó?»; Calvin responde: «Es difícil de decir»; y, pensativo, comenta: «Es una experiencia extraña que no manipulen mis emociones». Tener en cuenta esta realidad que a todos nos afecta, es un punto de partida para una educación donde leer no se plantea sólo como descifrar signos, sino como una tarea emocional que incluye contemplar, deteniéndose para saber integrar palabras e imágenes en contextos más amplios.

Cultivar la reflexión

La cultura de la imagen no sólo interfiere y altera las emociones sino que dificulta un pensamiento coherente y bien hilado. Sólo un aprendizaje lector bien llevado puede proporcionar a los niños las primeras armas del pensamiento, pues aprender a hablar y aprender a leer (ver, reflexionar, comprender) es aprender a pensar. A veces se acentúa la importancia de las historias juguetonas para las primeras edades, y ciertamente son fundamentales para la educación de la sensibilidad, pero son también básicos los relatos llenos de sentido.

«Si no hay preguntas pasaremos a la siguiente lección», dice la profesora, y Calvin levanta la mano: «¿Cuál es el sentido de la existencia humana?»; «Me refería a preguntas sobre la lección de hoy», aclara la profesora; y a continuación Calvin musita para sí mismo: «Francamente, me gustaría averiguarlo antes de seguir malgastando energía». No todos los niños son como Calvin, por fortuna, pero el chiste subraya que llenar las cabecitas de razones y de motivos correctos por los que hacer las cosas, es imprescindible. Los buenos álbumes ilustrados son, para todos, como despertadores de la reflexión; y para los niños, como vacunas contra el mundo rápido de las imágenes inconexas con las que son y serán bombardeados.

Leer con los hijos

Ahora bien, si es fundamental la calidad de los álbumes ilustrados que se pongan al alcance de los chicos, lo decisivo y que no cambiará nunca, es el adulto-intermediario que cuenta y lee historias al y con el pequeño, que responde a sus preguntas y estimula el apetito de leer. Por muy bueno que sea, un álbum ilustrado no representa un camino fácil para lo difícil. Al contrario, si el aprendizaje de la lectura y la lectura en sí misma siempre han costado esfuerzo, más aún cuando hay otros medios que se presentan con indudables ventajas de comodidad, y todavía más cuando la complejidad de la vida para los niños exige mayor dedicación de tiempo y esfuerzo por parte de los padres y educadores.

El niño necesita ayuda para cultivar su mundo interior: aprender a «leer de verdad» y adquirir el hábito de detenerse a contemplar, por un lado; aprender a reconocer y gobernar los propios sentimientos, por otro. Al perseguir ambos objetivos, tan importantes para los niños (y para los adultos…), los mejores álbumes tienen distintos niveles de lectura que los hacen apropiados para un público de cualquier edad.

Innovación y tradiciónTodo lo anterior se comprende con dificultad si no se han visto nunca o no se tienen delante algunos álbumes. Ordenados por fecha de aparición, indico a continuación varios, de muy distinta clase, que procuran conjugar intereses artísticos y educativos, innovación y tradición. Los hay para muy pequeños y para mayores. Conviene señalar que los álbumes, al ser libros de tapa dura, gran formato y edición cuidada, suelen ser caros. Vale la pena, pues, consultarlos en las bibliotecas y escoger bien las compras.

Frederick (1963; Lumen, Barcelona), de Leo Lionni (Amsterdam, 1910). Una familia de ratones en la que todos trabajan preparando el invierno… menos Frederick, que sólo recoge rayos del sol, y colores, y palabras… Con ilustraciones en colores planos y predominio del collage, este álbum es un modelo de cómo afrontar unas cuestiones difíciles de explicar, y no sólo a los niños: la sensibilidad distinta de algunas personas, el valor del arte para la vida… Lionni, doce años director artístico de la revista Fortune, abandonó su trabajo para dedicarse a otras actividades: pintura, escultura, diseño gráfico… y álbumes ilustrados para chicos, campo en el que es uno de los pioneros.

Cuando se quiere citar un álbum ilustrado que ya es un verdadero clásico, el primer título que se menciona es Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 1963; Alfaguara, Madrid), de Maurice Sendak (Nueva York, 1928). En él se habla del mundo imaginativo de un chico que, castigado en su habitación, se evade de ella hacia donde viven los monstruos… Es una narración que conecta con los miedos interiores del niño y que a la vez muestra cómo una educación afectuosa contribuye a despejarlos. Sendak tiene un estilo propio, rico y vistoso, que le ha hecho merecedor de numerosos premios.

La oruguita glotona (The Very Hungry Carterpillar, 1969; Elfos, Barcelona, 1995), del neoyorquino Eric Carle (1929), es todo un best seller para los más pequeños. Se conjugan: calidad en las ilustraciones, hechas con collage y pintura de ceras; claro sentido narrativo y una secuencia óptima de imágenes; poco texto pero empleado con sentido del ritmo y palabras bien escogidas; una sorpresa final; un enfoque didáctico indirecto; y la elección como protagonista de un pequeño animal poco común en esta clase de historias, un rasgo significativo del autor.

Cómo el ratón descubre el mundo al caerle una piedra en la cabeza (Comment le souris reçoit une pierre sur la tête et découvre le monde, 1971; Altea, Madrid), de Étienne Delessert (Suiza, 1941), uno de los renovadores del libro para niños, trata sobre un ratón pequeño que decide construirse una casa y, al escarbar, alcanza la superficie y empiezan los descubrimientos. Las ilustraciones, deslucidas por el formato pequeño de esta edición, son de formas redondeadas, coloristas, y destilan optimismo. En un comentario final, Jean Piaget dice que es un libro inspirado «por las ideas del niño mismo, tal como se expresan cuando se les interroga de manera sistemática».

Quien piense que los álbumes ilustrados sólo son para niños debe ver cuanto antes El viaje de Anno (Juventud, Barcelona), del japonés Mitsumasa Anno (1926). Son cuatro álbumes sin texto dedicados a Europa del Norte (1977), Italia (1978), Inglaterra (1981) y Estados Unidos (1983). Un viajero medieval a caballo, la única figura presente en todas las dobles páginas, atraviesa campos, ciudades, mercados… A su alrededor se ven toda clase de personajes y ocurren distintas escenas tomadas de cuentos clásicos, de conocidas obras literarias, de cuadros famosos, de momentos históricos. Anno trastoca las perspectivas para incluir monumentos significativos de cada lugar, y mezcla gentes de distintas épocas: soldados romanos, juglares medievales, fotógrafos ambulantes, turistas del siglo XX, niños jugando al fútbol en las plazas europeas o al baloncesto en las ciudades norteamericanas… Junto con las andanzas del viajero se narran pequeñas historias: de amor, de juegos de niños, una carrera popular… El autor manifiesta talento artístico, paciencia de miniaturista, sentido del humor y un vastísimo conocimiento de las referencias culturales occidentales, aunque a veces incurra en un cierto descontrol al querer integrar tantos motivos.

El japonés Keizaburo Tejima (1935), con técnica semejante a la del tradicional grabado en madera y usando perspectivas de las ilustraciones japonesas clásicas de paisajes, narra relatos sencillos sobre el ciclo de la vida de distintos animales ambientados en lugares donde la vida natural se desarrolla sin intrusiones humanas. Una de ellas es El lago de los búhos (Shimafukuro no mizuumi, 1982; Juventud, Barcelona). Tejima usa el espacio en torno a las ilustraciones para guiar la vista del lector, emplea también recursos narrativos del cómic, acompaña las imágenes con textos cortos que cuentan la historia en presente, como sugiriendo la perennidad de lo que se narra.

Un excepcional ilustrador es el norteamericano Chris Van Allsburg (1949), autor de Jumanji (1981; Fondo de Cultura Económica, México), una historia llevada después al cine. En minuciosas y sugerentes ilustraciones, a lápiz y carboncillo, Van Allsburg reproduce con precisión fotográfica los objetos, juega magistralmente con las luces y las sombras, y usa perspectivas insólitas: visiones subjetivas que involucran al lector en el juego de borrar los límites entre la realidad y la fantasía.

El inglés Anthony Browne (1946), admirador del pintor surrealista Magritte, suma detalles imposibles a unas ilustraciones figurativas en busca de efectos paradójicos que crean un eficaz aire mágico, y las carga de referencias cultas que añaden sabor a quien las reconoce. Es formidable toda la serie de Willy, un chimpancé, que ha sido editada por el Fondo de Cultura Económica.

De los álbumes que quieren llevar a los niños hacia el mundo del arte, uno de los mejores es Julieta y su caja de colores (1984), del mexicano Carlos Pellicer López (1948; Fondo de Cultura Económica, México). Con la caja de pinturas que le regalan, a lo largo de las páginas Julieta irá divirtiéndose cada vez más al saber ver en el papel lo que no tiene delante de los ojos… Con sencillez y maestría, el autor conduce al descubrimiento de colores, estilos y pintores.

El italiano Roberto Innocenti, responsable de versiones espectaculares de Pinocho (Altea, 1988), Cuento de Navidad, de Dickens (Lumen, 1990), El Cascanueces, de Hoffman (Lumen, 1996), tiene un álbum diferente a los habituales titulado Rosa Blanca (1985; Lóguez, Salamanca), sobre una niña en un pueblo de la Alemania nazi. Unas impactantes ilustraciones como cuadros, detallistas, con perspectivas distorsionadas, cuentan una historia triste, pero con un mensaje a favor de la piedad y el valor que pasan por encima del miedo.

El cartero simpático o unas cartas especiales (The Jolly Postman, 1986; Destino, Barcelona), del matrimonio inglés Janet y Allan Ahlberg, habla de un cartero que va dejando cartas en distintas casas: para los Tres Osos, para la Bruja de la casita de turrón, para el Gigante de la Casa Altísima, para Su Alteza Real Cenicienta en El Palacio, para el Lobo en la Cabaña de la Abuela, para Rizosdeoro… Con unas ilustraciones graciosas en colores suaves, acompañadas por textos rimados, cada página es independiente y tiene un formato distinto y un interés propio. Con igual estilo y nuevas sorpresas en el interior, El cartero simpático en Navidad (1992) y El cartero simpático de bolsillo (1995) remiten a más personajes como Caperucita, Alicia, el Mago de Oz, etc.

Elmer (1989; Altea, Madrid) y Otra broma de Elmer (Elmer Again, 1991; Fondo de Cultura Económica, México), son dos álbumes protagonizados por un elefante de colores cuya popularidad ha superado la de Babar y Dumbo. Inspirándose en el pintor suizo Paul Klee, el inglés David McKee realiza unas ilustraciones vistosas y coloristas para montar unos relatos aparentemente muy sencillos que rezuman frescura.

Las plumas del dragón (Die Drachenfedern, 1993; Anaya, Madrid), del matrimonio ruso Andrei Duguin y Olga Dúguina, con texto de Arnica Esterl basado en un cuento tradicional, es para lectores hipercultos: sus ilustraciones pictóricas a doble página, riquísimas en símbolos y detalles, son un homenaje a los artistas del Renacimiento.

El canto de las ballenas (The Whales’ Song, 1993; Kókinos, Madrid), del inglés Gary Blythe sobre un texto de la norteamericana Dyan Sheldon, es una historia ecologista que subraya el valor de los sueños y la fantasía para la vida de los niños, con unas ilustraciones que son óleos hiperrealistas, poéticos y oníricos, de gran cromatismo y mucha fuerza visual.

Luis Daniel González

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