Leer a Newman

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Si John Henry Newman fue, para su época, un elegante revulsivo para escépticos, sus ensayos pueden servir hoy para despertar el anhelo de verdad en medio del relativismo y la indolencia nihilista. Apologia pro Vita Sua, Ensayo para contribuir a una gramática del asentimiento o La idea de la universidad no solo nos acercan a una prosa exquisita, sino también a una precisa argumentación y, sobre todo, a la implacable, pero bella, lógica del sentido común.

 

Más allá de ello, Apologia pro Vita Sua constituye un exhaustivo relato sobre el proceder de la providencia. Se descubre allí que la santidad no está libre de dudas ni de reticencias y que el camino hacia Dios puede ser abrupto desde un punto de vista existencial, aunque, finalmente, consuele la paz interior que sacia el espíritu de quien abraza, sin reservas, la verdad que se le ofrece.

Lo sobrenatural

Leer a Newman puede servir también para acomodar nuestra vida de nuevo a lo sobrenatural. Es un autor que transmite familiaridad con la trascendencia, es decir, un saludable convencimiento de que Dios existe y tiene fuerza para actuar sobre lo material. Esto es lo que convierte uno de sus libros más complejos, Ensayo para contribuir a una gramática del asentimiento, en un breviario de apologética que no ha perdido ni un ápice de interés. En él no quería proponer una suerte de gnoseología ni convencer al incrédulo, sino mostrar la naturalidad inquebrantable con que el creyente asiente a su fe.

Su apuesta por la razonabilidad de la fe le granjeó críticas, pero en la obra expone la hermosa y profunda certeza que aviva la fe de los sencillos. Esta se halla más cerca de la lucidez sobre la que reposa nuestra confianza en el mundo que de alambicados razonamientos. El libro no demuestra la irrefutabilidad de la fe –él sabía que era imposible–, pero sí quiebra el estrecho cerco que constriñe a la razón, dejando espacio a verdades luminosas y razonables.

Es edificante comprobar la escrupulosa docilidad de Newman a la verdad

Por otro lado, el cardenal inglés se ha convertido en uno de los defensores de la conciencia. Aunque conviene leer bien lo que dijo en su Carta al Duque de Norlfok para evitar errores. Como se ve en esa obra, no entendía la conciencia en sentido subjetivista. Para él, es el lugar en el que se asienta la verdad de Dios. De ahí que no hubiera, en su caso, contradicción entre seguir sus dictados, el dogma y la verdad.

Como en otros textos, en esa carta recuerda que la conciencia no solo tiene derechos, sino también deberes. Guiarse por la conciencia constituye una obligación moral, aunque sobre todo implica asegurarse de su recta formación. Por eso, nada más lejos de seguir la conciencia que esa actitud despreocupada de quien la transforma en un imperativo del deseo. “La conciencia era antes una consejera severa”, explicaba Newman, para quien, paradójicamente, “los derechos y la libertad de la conciencia no han servido más que para dispensarse de la conciencia” en su verdadero sentido.

Sabiduría y pragmatismo

Otra lectura capital para acercarse a su pensamiento es La idea de la universidad, donde salen a relucir los peligros de una educación meramente técnica y el empobrecimiento académico que conlleva la lógica utilitarista. También en este caso puede ser un revulsivo al recordar que el objetivo de la universidad –su misión– es ante todo formar la inteligencia de los estudiantes.

Eso no implica adoptar métodos de enseñanza autoritarios. Nadie creía más en el diálogo intelectual y el pluralismo que él. Fue, precisamente, quien reivindicó la universidad como una comunidad, en la que estudiantes y alumnos se encaminaban mutuamente en la búsqueda cooperativa de la verdad.

Además, señaló que no eran los títulos ni el pronóstico de una exitosa carrera profesional el principal fruto de los estudios académicos, sino lo que denominó el “hábito filosófico”, es decir, un hábito de la mente que “dura toda la vida y cuyas características son la libertad (…) y la sabiduría”.

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