¿Hay que temer a Stephen King?

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El nuevo relato de Stephen King, Riding the Bullet, ha demostrado que un libro distribuido exclusivamente en Internet puede ser también un best seller, si cuenta con un autor famoso y la adecuada publicidad. Con más de cincuenta libros a la espalda, King tiene ya un público incondicional, dispuesto a pagar por sentir escalofríos de terror, provocados por resortes más truculentos que sutiles. Pero el multitudinario éxito de ficciones que explotan los registros más morbosos es como para echarse a temblar.

King, profesor de literatura inglesa y experto en música moderna, tiene un gran talento narrativo, notable olfato comercial y enorme pasión por su trabajo -«hago lo que hago por razones muy serias: amor, dinero y obsesión»-. Es muy consciente de sus propias cualidades -«no soy un ganador del Premio Nacional o del Pulitzer, pero soy serio, de eso no cabe duda»- y de sus limitaciones -«mi particular enfermedad es la elefantiasis literaria»-. King sabe enlazar con la vieja tradición de los relatos de terror, pero situados en un escenario actual.

Herencia literaria
En los orígenes de los clásicos de terror están los cuentos populares, tanto en sus versiones mágicas -aparecidos y fantasmas, alquimistas y brujas, hombres-lobo y toda clase de metamorfosis entre hombres y animales-, como en sus versiones realistas -raras coincidencias que alteran la normalidad de la vida cotidiana, sucesos crueles hasta lo espeluznante-. En esas fuentes bebieron las primeras novelas góticas ambientadas en castillos tenebrosos y en bosques nocturnos o paisajes desolados donde se suceden signos extraños como cánticos inesperados o rastros sangrientos.

Esas escenografías fúnebres, típicas también de las posteriores novelas victorianas y románticas sobre fantasmas y vampiros, las empleará King en sus novelas más representativas, pero colocándolas en ciudades provincianas de los Estados Unidos, como en El misterio de Salem’s Lot, un tributo de King al Drácula de Stoker. O en la sanguinolenta La mitad oscura, donde un escritor y su seudónimo se desdoblan al modo del Jekyll y Hyde de Stevenson.

Que se puede crear terror y provocar tensión hasta límites insospechados sin necesidad de recurrir a «sucesos sobrenaturales», lo probaron Poe y sus seguidores en la línea del misterio y el suspense. También King tiene novelas donde lo terrorífico nace de un comportamiento psicopático: la fanática seguidora del escritor de fama en Misery, el marido sádico de una pobre mujer en Dolores Claiborne. Pero su marca de la casa son los sucesos y poderes paranormales: un extraño cuadro en Rose Madder, la niña con poderes psíquicos de Ojos de fuego, el tipo que puede ver el futuro en La zona muerta, un comerciante diabólico en La tienda.

La ciencia-ficción no es lo suyo
Los sueños y temores futuristas que comenzó Mary Shelley con Frankenstein también están presentes en obras de King sobre máquinas que se rebelan y científicos locos que siembran el pánico. Pero si un experto como Miquel Barceló afirma que más del 90 por ciento de la ciencia-ficción que se publica es basura, y en su selección del 10 por ciento restante no incluye y ni aun alude a Stephen King, hay que concluir que la ciencia-ficción no es lo suyo. Aun así, firma novelas como Christine sobre coches que se rebelan, o el larguísimo relato Apocalipsis (también traducido como La danza de la muerte) sobre unos virus descontrolados que diezman la población.

Tampoco es lo más característico de King el miedo por presencia sugerida, como proponía Lovecraft, aunque tiene algunos relatos cortos con ese tono y, sin duda, la influencia de Lovecraft es muy grande en la kilométrica y turbia It, pero mil doscientas páginas no se pueden sostener a base de sutilezas. También ha probado King mezclas medievales-futuristas y recreaciones de cuentos con acentos de fantasía del pasado, como Los ojos del dragón, una de sus novelas más llevaderas.

Conexión popular
Los relatos de terror siempre tuvieron un público adicto, incrementado a lo largo del siglo XX por las distintas versiones cinematográficas de monstruos clásicos, la creciente difusión de cómics y novelas de segundo nivel, y revistas más literarias como Weird Tales en los Estados Unidos. Con King se produce un salto cuantitativo debido a su sobresaliente capacidad para presentar de modo atractivo la vida cotidiana, para dibujar con acierto a los personajes ordinarios que pueblan sus relatos, en especial a los niños.

Con frecuencia sus protagonistas son escritores y sus personajes están marcados por una infancia triste o por sucesos traumáticos del pasado. Crea familiaridad con el lector al situar muchos relatos en Maine, en la imaginaria ciudad de Castle Rock, y haciendo reaparecer lugares y personas en distintas historias.

Más aún: si King limpiase de basura sus libros, quedaría manifiesto su talento como escritor y, sin duda, podría conseguir relatos equivalentes, por ejemplo, a una novela optimista de vida de niños tan mágica como El vino del estío, de Ray Bradbury. Quien lo dude puede leer, por ejemplo, Baja la cabeza (en la recopilación Pesadillas y alucinaciones 2), un relato de no-ficción que King publicó en The New Yorker y que narra un campeonato de béisbol de chicos que ganó el equipo de Bangor, la ciudad de Maine donde vive King con su esposa y sus tres hijos, el menor de los cuales pertenecía entonces a ese equipo.

Stephen King
(Foto: Tabitha King)

Otra de las causas de la popularidad de King está en el éxito que tuvieron las películas que filmó Brian de Palma sobre su primera novela, Carrie, y Stanley Kubrick de la tercera, El resplandor. Desde entonces, al ritmo de más o menos una por año, se han sucedido adaptaciones cinematográficas y televisivas de sus novelas largas y de muchos relatos cortos, con intervenciones mayores o menores del mismo King en la confección de los guiones o en la producción. Todas han ido teniendo éxito de público y, algunas, han resultado excelentes películas. A las ya citadas hay que añadir quizá las mejores: Misery, Cadena perpetua y Cuenta conmigo.

Estilo directo
En cuanto al modo de contar sus historias, King es hábil para dar el tono de voz apropiado a cada una. Sus arranques están muy pulidos y atrapan al lector, maneja bien el diálogo y el registro coloquial. En algún sitio he leído que su escritura es tan imparable como un vómito, frase gráfica que podría firmar él mismo. Añade toques de actualidad, menciona personajes famosos, incluye textos de canciones populares y de rock. Y no necesita páginas para subir el voltaje sexual: sus personajes tienen ese aspecto de la vida metido entre ceja y ceja, y a él le basta sazonar la narración con pocas frases subidas y directas para sacudir al lector con potentes calambrazos eróticos.

Es específico de King la intención de sumar el tirón del terror con el del horror morboso. Al miedo, un sentimiento que nace de una amenaza sentida, real o imaginada, lo llamamos terror cuando es muy intenso. Pero hablamos de horror cuando se produce una reacción interior de aversión, que puede o no proceder del miedo, pues algo asqueroso o algo muy feo nos puede horrorizar, pero no atemorizarnos. Pues bien, King se siente atraído por lo nauseabundo y no duda en explotar el asco: describe situaciones con detallismo repulsivo y no le importa acumular vísceras y sangre.

El competitivo King mostró su preocupación cuando hace tres años un estudio de mercado señaló que muchas personas no conocían sus novelas y sí sus adaptaciones a la pantalla, y porque otros autores y autoras estaban consiguiendo más ventas entre un público femenino que prefiere más porno-romanticismo y menos sangre.

Esto coincidió con un cambio de editor y la firma de un tipo distinto de contrato en el que reducía sustancialmente el anticipo de muchos millones de dólares que habitualmente recibía, el más alto de todo el mercado, a cambio de ganar el cincuenta por ciento del precio de cada libro vendido.

King se volcó entonces en una operación de mayor promoción personal y tomó como referencia la fascinate Rebeca, de Daphne du Maurier, para cambiar un poco su estilo. Pero en los folletos promocionales que recibieron los libreros aparecía una carta de Stephen King en la que les decía que «deseaba contar una historia que gustara a mis amigos de siempre y que, a su vez, me permitiera hacer otros nuevos. Un saco de huesos es la suma de todo lo que sé sobre lujuria, misterios y muertos inquietos».

Con posterioridad a esa novela ha publicado otro libro con varios relatos cortos, ha prometido su autobiografía, y ha firmado un nuevo contrato de cincuenta millones de dólares por los tres próximos libros. Y hace unos días ha colocado en Internet un cuento inédito al que se puede acceder pagando unos dos dólares. Una experiencia nueva para ser algo más multimillonario.

Pesadillas reales
Más allá de los aspectos formales, hay que intentar ahondar en el significado y consecuencias del éxito de las novelas de King que crean un inquietante bucle entre ficciones y realidad.

La imaginación debería servirnos para salvar las dificultades que tenemos para comprender algunas realidades invisibles. Al menos para esto nacieron los monstruos clásicos de la literatura fantástica. Simplificando, podríamos decir que los fantasmas representan llamadas de la conciencia, las Cosas-sinnombre simbolizan angustias y ansiedades internas, los vampiros se refieren a la fuerza posesiva de los impulsos sexuales, los hombres-lobo y toda clase de transformaciones humanas en algo monstruoso señalan la lucha interior del hombre contra sí mismo…

Pero con el paso del tiempo, a muchos de esos seres extraños la literatura y el cine les han dado un lugar en la imaginación de la gente sin estricta necesidad de que representen nada. Hay quien acepta un relato sobre un hombre-lobo igual que un niño al pato Donald. A veces, el único interés del escritor es reproducirlos visualmente del modo más efectista posible con vistas a los geniales efectos especiales que aterrorizarán en el cine. En estas condiciones, el aforismo «lo real es solo la base, pero es la base» nos hace ver que andamos muy cerca de la estupidez.

Miedos tontos y miedos obligados
En paralelo con lo anterior, los relatos del pasado nacieron en entornos donde se difundían unas enseñanzas cristianas mejor o peor asimiladas: que existen cielo, infierno, purgatorio; que los habitan ángeles, demonios y almas en muy distintas situaciones; que somos, por tanto, observados por testigos invisibles que, además, pueden influir en nosotros; que tenemos dentro de nosotros mismos una raíz del mal que nos dificulta obrar conforme a los mandamientos; que el único mal verdadero es ofender a Dios e ir al infierno… El deseo que autores y público tenían de cumplir o de atacar tales doctrinas dio lugar a narraciones de toda clase: respetuosas y extravagantes, ortodoxas y sacrílegas. Pero en una sociedad cada vez más descristianizada, para muchos que solo conocen fragmentos inconexos de aquellas enseñanzas, las posesiones diabólicas de los Evangelios y la tradición de que los vampiros viven en los Cárpatos son cuestiones folclóricas con un peso similar.

En ese clima llegan a muchos unos relatos que, al igual que las demás ficciones, van labrando en el interior como surcos por donde fluirán, llegado el momento, sentimientos, emociones, impulsos afectivos determinados. No es fácil reconocer las huellas que dejan las ficciones que trivializan la maldad. Pero parece que cuando los sentimientos de miedo no son educados correctamente, será más difícil distinguir entre los miedos que hay que desterrar y los que hay que fomentar, entre los que son tontos y los que son un deber ético.

Agujeros en la realidad
Para intentar pensar lo anterior pueden servir dos explicaciones de la literatura de fantasía sobre la naturaleza de la magia y el poder de los magos. La primera se describe diciendo que como la piel del mundo no tiene igual grosor en todas partes, la magia estriba en conocer esos lugares donde la realidad es delgadísima para poder presionar en ellos (idea tomada de Imágenes en acción, de Terry Pratchett). La segunda se refiere a que, antes que cualquier otra cosa, un nuevo mago debe estudiar Límites para que sepa contener los efectos de los hechizos: «Si uno hace un hechizo de destrucción para alguien o algo, tiene que poner un Límite para que esa destrucción no termine en una catástrofe generalizada que barra todo a su alrededor, incluyendo la casa y los bienes del Mago» (en Vencer al dragón, de Barbara Hambly).

Pues del mismo modo se puede decir que tampoco el sentido común tiene igual grosor en todos los niños, en todos los adultos y en todos los ambientes: a veces basta presionar un poco y se produce un agujero donde lo real y lo irreal se confunden. Y del mismo modo que los magos incompetentes o malvados de algunas novelas de fantasía, hay creadores de ficciones que o no han estudiado o no quieren aplicar límites y van provocando desgarrones en las mentes de los menos equilibrados y en el tejido social.

Así sucede con prácticamente todas las novelas largas de King, que al sobrepasar con mucho cualquier barrera mínima de buen gusto y presentar lo morboso en un contexto cotidiano y con un carácter de normalidad, hacen más posible lo que antes era menos probable, crean desconfianza social y fomentan el aislamiento.

Un laberinto sin centro
Quizá, conocer la mejor literatura del pasado pondría en condiciones de juzgar cuál es el mérito y cuál es la trampa de tantos best sellers, además de aportar un necesario contrapeso. Es probable que tomar contacto real con las personas que sufren, con las que tienen o podrían tener motivos serios para estar asustadas, frenaría la tentación de frivolizar con el dolor y la maldad. Seguramente, remediar la ignorancia religiosa evitaría el comportamiento bufonesco que Chesterton describía diciendo que cuando los hombres no creen en Dios, no es que no crean en nada, sino que acaban creyendo cualquier cosa. Y sin duda, todo esto junto serviría para colocar los miedos en su sitio: «Lo que a todos nos asusta más -dice el Padre Brown en La cabeza del César– es un laberinto que no tenga centro. Por eso el ateísmo no es más que una pesadilla».

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