El meridiano de Greenwich literario

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La geografía del prestigio en la República mundial de las Letras
El acceso al prestigio literario no depende solo de la calidad de una obra. No da las mismas oportunidades escribir en inglés o en albanés. Ni es indiferente publicar en Londres o en Bombay. Al igual que sucede en otros campos de la cultura, también en el literario existe una soterrada lucha entre aquellos espacios que gozan de un indiscutible prestigio literario y aquellos otros, excéntricos, que buscan desde los extremos hacerse un hueco en la historia de la literatura. En La República mundial de las Letras (1), la francesa Pascale Casanova, doctora en letras y crítica literaria, explica cómo se ha establecido un meridiano de Greenwich literario «en relación al cual puede dibujarse el mapa estético del mundo y evaluar el lugar de cada uno por la distancia temporal que ocupa con respecto al centro».

Las ideas que contiene La República mundial de las Letras pretenden favorecer una crítica internacional, que ponga fin a la inutilidad de los nacionalismos literarios, y que pueda «convertirse en una especie de arma crítica al servicio de todos los excéntricos literarios». Y es que la República mundial de las Letras no es una metafórica manera de hablar. Esta República es «el universo en que se engendra lo que se considera literario». La imagen romántica de que el escritor es un ser puro, sin ataduras temporales y sin historia no resiste los comentarios de Casanova. Hay una realidad paralela que impone la geografía del prestigio literario.

Esta realidad desigual exige otra manera de interpretar los textos literarios. Aquí habría que situar la literatura de los escritores más revolucionarios de este siglo -Joyce, Beckett, Kafka, entre otros- y la de otros que han tenido que vencer los criterios de este meridiano de Greenwich literario para hacer oír su voz: Henri Michaux, Henrik Ibsen, Naipaul, Danilo Kis, Arno Schmidt, William Faulkner… A su manera, todos ellos han sido escritores excéntricos, que han contribuido «a conmocionar profundamente todas las prácticas literarias, a cambiar la propia medida del tiempo y de la modernidad literaria».

La invención de la lengua

El meridiano de Greenwich literario se ha establecido como consecuencia de las rivalidades internacionales, de las luchas literarias que han tenido lugar a lo largo de los siglos y que han terminado asociando el valor literario a determinadas lenguas y áreas culturales. Esto obliga a los autores de los confines del mundo a hacer todo lo posible para ser consagrados en estos centros si quieren tener alguna oportunidad de sobrevivir como escritores. Para conseguir este fin, estos autores, asegura Casanova, «son los más abiertos a las últimas invenciones estéticas de la literatura internacional. (…) La lucidez y la rebelión contra el orden literario son un principio básico de su creación».

La cuestión de la aceptación del valor literario está muy ligada con la de la lengua, pues no es lo mismo escribir en uno u otro idioma para hacerse oír en el universo literario. De ahí el papel fundamental que desempeñan los traductores como intermediarios, creadores a su vez del valor literario y agentes centrales de todo este proceso.

Ampliación del planeta literario

En relación con la lengua, Casanova señala tres etapas en la génesis del espacio literario mundial, del que todavía somos herederos, a pesar de los importantes cambios de los últimos años. Para la autora (conviene no olvidar que es francesa y que en todo el libro hay una exagerada tendencia al galocentrismo), la primera etapa estaría marcada por la publicación en 1549 del manifiesto La Deffence et Illustration de la langue françoyse, de Du Bellay, que propició la posterior aparición de la Pléyade, grupo de escritores que fueron partidarios de sustituir el uso monopolístico del latín entre las personas cultas por el empleo intelectual de las lenguas vulgares. El fenómeno es igual de intenso en otros países europeos, tan o más importantes que Francia en este periodo histórico.

La segunda etapa la denomina Revolución lexicográfica o filológica. Se desarrolla desde finales del siglo XVIII y principios del XIX, y coincide con la aparición de nuevos nacionalismos en Europa. Siguiendo las ideas de Herder, estos movimientos reinventan y potencian las denominadas lenguas nacionales, que dan pie a la aparición de una literatura popular al servicio de la incipiente idea nacional. El francés es el idioma de la cultura por antonomasia, pero el surgimiento de estos nacionalismos merma, de alguna manera, su avasallador prestigio internacional. La tercera etapa tiene que ver con el proceso de descolonización llevado a cabo durante el siglo XX, y que amplía considerablemente el universo literario con la presencia de escritores excluidos hasta entonces de la idea misma de literatura.

La consagración de París

En todo este proceso destaca cómo la lengua francesa fue imponiéndose en muchos países como lengua urbana, culta y refinada. Y aunque a finales del siglo XVIII Inglaterra empieza a rivalizar con ella, el poderío de la cultura francesa, y en especial la atracción centrípeta de París, sigue siendo destacado. Curiosamente, además, en París es donde los escritores, también los franceses, se desnacionalizan y se hacen más universales.

Así, desde que Francia y París se convierten en el centro de la literatura, todo lo que no pase por ella estará condenado al anacronismo o al provincianismo. También se impone la idea de que hace falta mucha historia para producir un poco de literatura. Las biografías de algunos escritores (Beckett, Ibsen) certifican cómo el éxito literario pasa de manera irreversible por París, en un doloroso viaje de ida y vuelta. La consagración en París es una condición para luego poder triunfar de otra manera en el universo literario y en el propio país de origen. Un ejemplo: los escritores del boom latinoamericano empezaron a existir en el espacio literario internacional a partir de su traducción y su reconocimiento crítico en francés, a pesar de que muchos de ellos habían alcanzado una merecida fama en otra importante capital de la geografía literaria, Barcelona.

El contrapunto de Londres

Poco a poco, Inglaterra, y su capital, Londres, hacen sombra a París, aunque de otra manera. En especial, han aprovechado la potencia de escritores salidos de la inmigración, del exilio o de la poscolonización para remozar su historia literaria. A diferencia de París, que nunca llegó a interesarse por los escritores surgidos de sus territorios coloniales («más bien los despreció y los maltrató durante largo tiempo como a una especie de provincianos agraviados»), Londres supo poner bajo el estandarte británico la literatura de muchos escritores que procedían de sus antiguas colonias. Sin embargo, como opina Casanova, «Londres se impone raras veces fuera de su jurisdicción lingüística y de su (ex) territorio nacional. Una encuesta reciente muestra que los editores londinenses publican muy pocas traducciones literarias y que las estructuras de consagración sólo se ocupan de textos escritos en inglés».

Pero no lo han tenido fácil estos escritores. A menudo, sus libros han sido tachados de exóticos -valor positivo o negativo, según se mire- y de marginales. Mientras que la obra de un escritor occidental, por el hecho de serlo, «está automáticamente investida de universalidad», la de estos escritores excéntricos debe luchar por conquistarla. Y para ello tienen que acatar las normas «decretadas universales por quienes ostentan el monopolio de lo universal».

La autoridad de París y Londres está ahora en entredicho. Después del ya mítico Mayo del 68, el prestigio de lo francés ha ido perdiendo terreno en beneficio de lo inglés, aunque los ingleses nunca han tenido una vocación universalista y a lo que se han dedicado es a imponer sus modelos, sin apenas conocer con detalle otro tipo de culturas, europeas o no. Pero los cambios que en los últimos años se están dando en la industria del ocio y de la edición están consolidando una nueva alternativa: Estados Unidos. Si bien antes era una mera correa de transmisión de la cultura británica, ahora mismo impone sus estrategias, sobre todo comerciales, en el ámbito de la literatura.

El atractivo de las pequeñas literaturas

Los escritores que representan las pequeñas literaturas han tenido que vencer la tendencia que durante años les ha arrinconado dentro del mundo literario. Pero uno de los elementos más innovadores del panorama literario actual quizá sea el auge de lo pequeño.

Casanova señala dos estrategias de estos escritores para ingresar en el mundo literario oficial. En algunos casos, la asimilación, o sea, «la integración, mediante una disolución o eliminación de toda diferencia original, en un espacio dominante». Sería el caso, por ejemplo, del último Nobel de literatura, el anglo-indio V.S. Naipaul (ver servicio 138/01). En otros, ha dado frutos la estrategia de la diferenciación, «la afirmación de una diferencia a partir, sobre todo, de una reivindicación nacional».

Los escritores más diferenciados se han convertido en portavoces de las ideas nacionales o de las ideas políticas, y a menudo, especialmente en las dictaduras, o han sido perseguidos o han sido prestigiados por el uso político-nacional de su literatura. Al contrario, «el grado de autonomía de las regiones más literarias se mide, en especial, por la despolitización de los objetivos literarios, es decir, por la desaparición casi general del tema popular o nacional y por la aparición de textos denominados puros, sin función social ni política, liberados de la necesidad de participar en la elaboración de una identidad o un particularismo nacionales». En los espacios literarios poco autónomos, el escritor adquiere con frecuencia el papel de profeta, de mensajero colectivo, de vate nacional.

Los representantes de estas pequeñas literaturas han conseguido la necesaria autonomía en una segunda fase, cuando ya les ha sido posible cuestionar el realismo vigente «y apoyarse en los modelos y las grandes revoluciones estéticas reconocidas en el meridiano de Greenwich». Muchos de estos escritores, excéntricos por su origen y manera de escribir, son los mayores revolucionarios que ha tenido la literatura en el siglo XX. Son aquellos (y aquí podría citarse al checo Milan Kundera; a Ismaíl Kadaré, escritor albanés exiliado durante años en París; y al Premio Nobel de 2000, el chino Gao Xingjian, también residente en París), que «innovan y trastocan las formas, los estilos, los códigos literarios más admitidos en el meridiano de Greenwich, y de este modo contribuyen a cambiar profundamente, a renovar y hasta desbaratar los criterios de la modernidad y, por ende, las prácticas de toda la literatura mundial».

El Premio Nobel: la consagración universalDesde sus inicios, el Premio Nobel ha sido un importante referente para el escalafón del universo literario. Sus criterios reflejan el peso del meridiano de Greenwich literario y las dificultades que tienen los escritores excéntricos para obtener este universal galardón. Pascale Casanova ve así la evolución de los criterios de la Academia sueca.

Europa, dice la autora, se dota al principio del siglo XX de los Premios Nobel, una institución que va a conquistar poco a poco el reconocimiento mundial, hasta alcanzar hoy día la consagración más alta del universo literario. Desde hace casi cien años, el Nobel actúa como un árbitro casi indiscutible de la excelencia literaria, sin que nadie, salvo críticas aisladas, se atreva a dudar de la fama y validez mundial que confiere a los ganadores. «La empresa cuya responsabilidad asumió la Academia Sueca, al aceptar encargarse de la ejecución de las voluntades testamentarias de Alfred Nobel, habría podido fracasar o quedar confinada en un provincianismo escandinavo desdeñado por todos». Sin embargo, desde 1901, el éxito del premio ha sido extraordinario. «Los jurados suecos han conseguido no sólo imponerse como árbitros de la legitimidad literaria, sino también conservar el monopolio de la consagración literaria mundial». Una de las consecuencias de este éxito es que la Academia haya tenido que establecer a lo largo de su historia los criterios de la excelencia literaria.

Sus primeros criterios, sin embargo, fueron sobre todo políticos, ya que antes de la Primera Guerra Mundial sólo reconoció como arte literario legítimo aquel basado en la neutralidad, con la intención de hacer de «contrapeso a los excesos del nacionalismo en la literatura de ese tiempo y, sobre todo, para respetar el imperialismo -político- de prudencia diplomática». Esta buscada neutralidad es una muestra de la falta de autonomía del jurado, y no es la única. En su testamento, Alfred Nobel destacó la necesaria presencia de otro criterio artístico, el idealismo, «una especie de academicismo estético que dé prioridad al equilibrio, la armonía y las ideas puras y nobles en el arte narrativo».

Panteón de la vanguardia

A partir de los años 20, con la intención de apartarse de los criterios políticos, el Premio Nobel intentará privilegiar otra clase de neutralidad. Las obras que aspiren al Premio deberán contar con un carácter nacional que no sea demasiado notorio. Unos años después, el tercer criterio invocado insistirá en la masiva recepción de la obra. La universalidad se convierte en unanimidad y la obra digna del Nobel debe ser accesible al público más amplio. Paul Valéry será así excluido en 1930 porque el Comité había juzgado imposible «recomendar, para una recompensa que posee el carácter universal del Premio Nobel, una obra tan esotérica y difícil». A todos estos criterios concurrentes hubo que añadir «la universalidad como internacionalidad». El jurado del Nobel abandonó su visión demasiado eurocéntrica de la literatura, abriéndose a nuevos protagonistas.

Pero a pesar de estas intenciones, y de las discusiones que ya desde 1920 tienen lugar, el Premio Nobel sigue colocando a Europa en una posición central. Hasta estos últimos años, las incursiones extraoccidentales han sido raras y han seguido exactamente la historia de la ampliación del planeta literario.

La última definición de lo universal se impone a partir de 1945, cuando la Academia quiere que en su censo de premiados figuren «los pioneros del arte literario». De este modo se invierte el criterio de la mayoría para instaurar criterios más selectivos y literarios, intentando crear una especie de panteón de la vanguardia o de los «clásicos del futuro». Para Casanova, es entonces cuando comienza la magistral actividad crítica de los jurados del Nobel, en consonancia con el reconocido magisterio de París. Testimonio de esto es la gran presencia de escritores franceses en el censo de premiados: Francia, con doce premios en su haber, sigue siendo la nación más condecorada.

Adolfo Torrecilla_________________________(1) Pascale Casanova. La República mundial de las Letras. Anagrama (2001). 471 págs. 21,04 €. T.o.: La République mondiale des Lettres. Traducción: Jaime Zulaika.

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