Distintas tradiciones de “chicos malos”

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Sin necesidad de remontarse a la picaresca de siglos atrás, la literatura infantil y juvenil (LIJ) tiene su propia tradición de relatos protagonizados por “chicos malos”: rebeldes incorregibles que causan muchos quebraderos de cabeza a los adultos. Aunque hay precedentes, la fundación del subgénero se atribuye a Las aventuras de Tom Sawyer (1876), de Mark Twain. Ejemplos posteriores son el italiano El diario de Juanito Torbellino (1912), de Vamba, un niño divertido que puede ser insoportable y hasta cruel; el norteamericano Penrod, protagonista de Penrod y Penrod y Sam, editados en castellano con el título De la piel del diablo (1916), de Book Tarkington; o la serie que se inicia con Travesuras de Guillermo (1922), de la inglesa Richmal Crompton.

Otros relatos tienen en su centro a chicos simplemente inconscientes o traviesos. Además de las novelitas escolares que cabría recordar, dos ejemplos españoles son Celia: lo que dice (1930), el primero de varios libros de Elena Fortún, primero sobre una chica y luego sobre su hermano pequeño, Cuchifritín; y, más adelante, las novelas de Antoñita la fantástica (1948), de Borita Casas, contienen una galería de personajes del Madrid de la época. En Chile se publicó Papelucho (1947), de Marcela Paz, que inició los diarios de un ochoañero de una familia chilena acomodada. Los libros más conseguidos del género son los de El Pequeño Nicolás (1960), de René Goscinny, deudores también de unos magníficos dibujos de Jean Sempé. Dos ejemplos norteamericanos más son los de Ramona (1968), de Beverly Cleary, y Anastasia Krupnik (1979), de Lois Lowry.

Una tercera línea, con unos protagonistas amenazadores, otros simplemente inconscientes, y otros reflexivos, es la de varios famosos cómics. Los iniciadores fueron los alemanes Max y Moritz (1865), de Wilhelm Busch, y sus herederos norteamericanos los Katzenjammer Kids (1897), de Rudolph Dirks. Siguieron ese modelo los españoles Zipi y Zape (1948), de Josep Escobar, y el norteamericano Daniel el travieso (Dennis the Menace, 1951), de Hank Ketcham (el que yo conozco; pero hay otro Dennis the Menace inglés, también de 1951). Además, aquí tienen cabida varios importantes cómics sobre niños que apuntan más al público adulto, como Charlie Brown (1950), de Charles Schulz; Mafalda (1964), de Quino; y Calvin y Hobbes (1985), de Bill Watterson.

Más recientemente han triunfado libros donde se pueden rastrear influencias de cada una de las tradiciones anteriores: niños “malos”, acentos costumbristas, personalidad gráfica. Los ejemplos que conozco mejor son los del dicharachero Manolito Gafotas (1994-), creado por Elvira Lindo e ilustrado por Emilio Urberuaga; los de Pablo Diablo (Horrid Henry, 1994-), escritos por Francesca Simon e ilustrados por Tony Ross; y los de Judy Moody (2000-) y su peligroso hermanito Stink (2005-), personajes de Megan McDonald dibujados por Peter Reynolds. En los tres casos la parte gráfica de los libros es imprescindible para subrayar la gracia que ya tienen las autoras, o para que cobren vida episodios sin tanto tirón, en algunos casos groseros e incluso zafios. En la misma dirección va el Diario de Greg.

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