Clásicos escondidos de la narrativa hispanoamericana

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Sugerencias de lecturas
La fiebre que se produjo con el boom de la novela hispanoamericana ha pasado sin sacar de la penumbra algunas obras realmente valiosas que no han obtenido tanto éxito comercial. Es cierto que hay tres o cuatro autores que todo el mundo lee: García Márquez, Vargas Llosa, Borges, la más reciente Isabel Allende… Pero la literatura hispanoamericana ha sido pródiga en buenos narradores, muchos de ellos ilustres desconocidos para el gran público. Este servicio quiere ser un breve recetario de sugerencias al alcance de todos.

Ciertamente en Hispanoamérica el siglo XIX no fue pródigo en ficciones. Pero basta el nombre de Martín Fierro para justificar una literatura. Unamuno se sorprendía al leer una epopeya tan argentina y, al mismo tiempo, según él, tan española. No es extraño, en realidad: se trata de una obra universal y, tal vez, el primer clásico de Hispanoamérica. De hecho, como en tantos clásicos, el personaje ha eclipsado el nombre de su autor, José Hernández (1834-1886). Lo mismo sucedió entre Don Quijote y Cervantes. Martín Fierro sigue siendo válido y sigue transmitiendo ese peculiar sabor de nostalgia y ese aire cansino propio del ritmo popular gauchesco.

Nombres de siempre

Ya entrado el siglo XX, América comienza a conocer los primeros tanteos importantes en escritores como Ciro Alegría (1909-1967). Novelas como Los perros hambrientos o El mundo es ancho y ajeno son magníficas reconstrucciones de la vida del indio peruano, llenas de denuncia social y de interés argumental.

Ricardo Güiraldes (1886-1927) es el autor de una de las más hermosas y nostálgicas narraciones que se han escrito en América. Don Segundo Sombra refiere la historia de una amistad entre un viejo gaucho y un joven huérfano. Con el marco majestuoso de la Pampa, la pareja va recorriendo aventuras contadas en un estilo lírico y preciso al mismo tiempo.

Otro argentino, Roberto Arlt (1900-1942), prosigue con el tema de la iniciación a la vida, aunque su relato se localiza en la gran ciudad. Si Güiraldes -un acomodado estanciero rural- se demoraba en una evocación más o menos plácida de la Pampa, el hijo de inmigrantes pobres que era Arlt sólo podía hablar de la lucha por la supervivencia, más en la línea de algunas novelas de Baroja. El juguete rabioso (título voluntariamente explosivo) retrata los azares de un muchacho porteño de procedencia humilde, sus numerosos desengaños y su inquebrantable resistencia a la desesperación, pese a la tristeza de muchos episodios. Arlt deseaba que el estilo literario fuera «como un uppercut en la mandíbula del lector». Ciertamente su protagonista se lleva unos cuantos golpes, pero la metáfora boxística se ajusta sobre todo a ese modo de narrar tan personal que hace de Arlt una especie de Baroja vanguardista.

Mujeres

El nombre de la escritora chilena Isabel Allende quizá sea el único que ha igualado en popularidad a los míticos líderes del boom. La versión cinematográfica todavía reciente de su opera prima es un refrendo del enorme éxito alcanzado más allá de las fronteras de la lengua castellana. Sin embargo, hay muchos datos que nos llevan a sospechar acerca de la altura literaria de la Allende.

La huella de García Márquez es tan palpable en La casa de los espíritus, que apenas resiste una confrontación de textos. ¿Por qué ha triunfado entonces? Una hábil campaña publicitaria y ciertos intereses políticos muy transparentes tal vez sean algunas de las respuestas menos arriesgadas. Eso permite que la Allende nos regale de vez en cuando con rimas internas del tipo: «Como lo oía él, el crujido del papel al frotarse contra su piel», etc. O que repita con fruición fórmulas garciamarquescas del tipo: «Fue entonces cuando…» o «Muchos años después Fulano recordaría…». Por otro lado, la creación de mentalidades y de ambientes en sus novelas es tan pobre que no queda más remedio que dar la razón a Antonio Muñoz Molina cuando dice que Isabel Allende es una parodia de García Márquez (y Laura Esquivel, la celebrada autora de Como agua para chocolate, una parodia de Isabel Allende).

Pero Hispanoamérica ha dado muchas escritoras excelentes. La venezolana Teresa de la Parra (1890-1936) es una de ellas. Con una reducida obra literaria, su nombre quedó disminuido dentro de las letras de su país frente a otros autores masculinos que, sin embargo, no comparten con ella ni la actualidad de sus temas ni la limpieza de una prosa excepcional. Ifigenia (Diario de una señorita que se fastidia), su primera novela, causó escándalo por su feminismo en la Caracas provinciana de los años veinte. Hoy día cualquier mujer suscribiría las reivindicaciones de la protagonista.

Mayor interés, de todas formas, reviste Memorias de Mamá Blanca (1929), su segunda y última novela, escrita en España poco antes de la larga enfermedad que llevó a la tumba a la joven, hermosa y aristocrática escritora. Se trata de una deliciosa colección de cuadros de costumbres y de «memorias» de marcada intención autobiográfica. La obra se inscribe en esa literatura rememorativa de un paraíso perdido, de un «huerto cerrado» idílico y rural. Las niñas del relato juegan en medio de una naturaleza amable y seductora, ajenas por completo al mundo hostil del exterior. Cuando llega la etapa de la madurez y deban regresar a la ciudad, la óptica se vuelve triste, pero sin falsas melancolías. De hecho, el desenlace obligará a reflexionar sobre la vanidad de las nostalgias estériles y la necesidad de asumir el paso del tiempo. Iniciado el fatídico año de 1936, Teresa de la Parra escribía en Madrid poco antes de morir: «Cuando gozamos con la posesión de algo, somos iguales a los niños cuando reciben un juguete: jugamos con lo ‘mío’ creyéndonos inmortales. Todo es prestado, todo es juguete un rato».

Antes del realismo mágico

María Luisa Bombal, chilena, es otra estupenda (y brevísima) representante de la literatura femenina hispanoamericana. Dos novelas cortas, La última niebla y La amortajada, así como un puñado de cuentos componen todo su repertorio. Muy imbuidas del surrealismo, sus narraciones exploran abismos oníricos a la vez que se pueblan de símbolos sugerentes. El hilo argumental resulta siempre débil, por lo que la lectura acaba aproximándose al estatismo de la poesía: «Alrededor de nosotros la niebla presta a las cosas una inmovilidad definitiva», refiere María Luisa Bombal. Su universo se forma con unas cuantas imágenes recurrentes: la humedad, la niebla, la sombra… Es deleite y reto del lector el desentrañarlas.

Se ha editado por primera vez en España Los recuerdos del porvenir (1963) de la mexicana Elena Garro. Se trata de una novela histórica sobre la célebre revolución de los cristeros, la cual se transformó en una cruenta guerra civil a raíz de las medidas anticristianas del gobierno mexicano. El pueblo se levantó en armas y durante un par de años la represión militar fue de enorme dureza. La autora da cuenta de la violenta persecución religiosa, así como de los actos heroicos de muchos ciudadanos mexicanos que acabaron en el anonimato de las fosas comunes por defender su fe o sus convicciones éticas.

Pero Los recuerdos del porvenir no es un panfleto. Por encima de todo, consiste en una meditación sobre algunas constantes culturales de México. El tiempo no parece contar en el mundo y los personajes se mueven en medio de un verdadero laberinto de soledad. Esa es la explicación de que, por ejemplo, una mujer pueda de repente convertirse en piedra. Antes de que el «realismo mágico» se hiciera receta universal, Elena Garro cuenta con naturalidad sucesos maravillosos, sin amaneramientos ni exageraciones. Cuando en el ficticio pueblo de Ixtepec parece que va a ocurrir algo terrible, la noche oscurece todo y pasan los días sin que desaparezca el manto de oscuridad. El viajero puede ver cómo la luz del mediodía se va entenebreciendo conforme se acerca hasta allá. Y de repente irrumpe de la sombra un caballo con un hombre y una mujer abrazados. Huyen de Ixtepec felices porque huyen de la tragedia a la felicidad, de la noche al día.

Más argentinos

El argentino Leopoldo Marechal (1900-1970) comparece ante el tribunal de la historia literaria por varios motivos. En primer lugar, por haber escrito la primera novela en castellanoque asume con valentía las conquistas experimentales del polémico Ulises de Joyce. Después, por haber sido silenciado sistemáticamente en su país durante quince años a raíz de sus ideas peronistas. Sólo se le rehabilitó a partir de los años sesenta, cuando el rumbo literario de un Cortázar o un Sábato no se podía entender sin Marechal. Y tercer y último cargo: su Adán Buenosayres es la única novela explícitamente católica de calidad indudable desde que el boom hispanoamericano se hizo realidad.

Adán Buenosayres equivale a un centón donde cabe todo: divagaciones metafísicas o estéticas, sátiras políticas, retratos costumbristas, historias amorosas, chistes escatológicos, símbolos de procedencia petrarquista, innumerables referencias culturales, caricaturas literarias, letras de tango y mil cosas más. La sobreabundancia de temas no oculta, sin embargo, cuál es el interés fundamental: la búsqueda y el encuentro con Cristo en medio de la vida cotidiana. Se ha elogiado a menudo la admirable gama de registros que tiene la prosa de Marechal. Esto es absolutamente cierto, pero cabe preguntarse también si se ha considerado con la misma im-parcialidad y profundidad las implicaciones intelectuales que lleva consigo su obra maestra.

La narrativa argentina tiene otros insignes representantes no siempre suficientemente conocidos: Silvina Ocampo, José Bianco (autor de una memorable novela corta: Sombras suele vestir), Antonio di Benedetto, Marco Denevi, etc. Acaba de salir al mercado español una deliciosa novela de éste último: Rosaura a las diez. Denevi construye una pequeña joya de intriga y emoción, de lectura amena y espléndidamente elaborada. Como novela policíaca quizá sea de lo mejor que se haya escrito en castellano.

Escritores de cuentos

Augusto Monterroso, guatemalteco, es el creador del cuento más breve del mundo, según Italo Calvino: «Cuando se despertó el dinosaurio todavía estaba allí». Todo Monterroso es pura ironía. ¿Qué se puede esperar de un escritor que publica un libro bajo el título de Obras completas (y otros cuentos)?

Julio Ramón Ribeyro, buen novelista en Crónica de San Gabriel, es sobre todo un extraordinario autor de cuentos. Su compatriota Bryce Echenique lo considera el Borges o el Rulfo de los peruanos, lo que equivale a considerarlo como el mayor de los narradores de su país. No se trata de hacer competiciones absurdas con Mario Vargas Llosa, claro está, pero sí se puede pensar que el nivel literario de Ribeyro en algunos de sus mejores relatos no tiene nada que envidiar a lo que demuestra el afamado autor de La ciudad y los perros. Aunque ambos son básicamente realistas y tocan temas comunes (la infancia, la iniciación a la vida, la violencia, la hipocresía de la sociedad limeña, etc.), en realidad se trata de dos escritores muy distintos. Mientras que Vargas Llosa construye historias más o menos complicadas y recrea ambientes sórdidos para llegar a la conclusión de que todo es sórdido, Ribeyro opera a la inversa. Se concentra en acontecimientos nimios y escenarios algo contaminados para extraer, a veces de forma casi milagrosa, una nota de esperanza o, en todo caso, una reflexión sobre la dignidad humana.

Los personajes de Ribeyro son solitarios a conciencia, seres marginales como sólo pueden serlo los tímidos incurables, los artistas incomprendidos, los viudos fieles al recuerdo, los comerciantes arruinados o los escolares enamorados. Por la importancia que tiene la derrota en sus narraciones, se le podría comparar en cierta forma con Joseph Roth. Pero los personajes de Ribeyro poseen mayor fuerza de voluntad. Es verdad que, leyéndole, se revela un pesimismo de fondo, un fatalismo connatural con el «ser» peruano. Pero no es menos cierto que en muchas ocasiones los relatos pretenden mostrar el heroísmo de quien sobrevive a la desgracia (léanse, por ejemplo, Los jacarandás, Cosas de machos o Al pie del acantilado). De vez en cuando Ribeyro se ha internado también en las veredas de lo fantástico o lo simbólico. Cuando esto ha sucedido, ha logrado tal vez obras maestras como Silvio en el rosedal.

¿Más nombres? José Juan Arreola, Manuel Scorza, Virgilio Piñera, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco y un largo etcétera tienen mucho que contar. Y eso, sin mencionar a la maravillosa cantera de los poetas: Vallejo, Martí, Neruda, Mistral, Huidobro, Nicanor Parra, Villaurrutia, Juarroz… Pero la poesía es ya otra historia.

Para leer

– Ciro Alegría: Los perros hambrientos, Alianza, Madrid, 1983.

El mundo es ancho y ajeno, Alianza, Madrid, 1985.

– Roberto Arlt: El juguete rabioso, Cátedra, Madrid, 1986.

– José Bianco: Sombras suele vestir, Anagrama, Madrid, 1985.

– María Luisa Bombal: La última niebla. La amortajada, Seix Barral, Barcelona, 1988.

– Marco Denevi: Rosaura a las diez, Alianza, Madrid, 1993.

– Elena Garro: Los recuerdos del porvenir, Siruela, Madrid, 1994.

– Ricardo Güiraldes: Don Segundo Sombra, Castalia, Madrid, 1990.

– Leopoldo Marechal: Adán Buenosayres, Edhasa, Barcelona, 1981.

– Teresa de la Parra: Ifigenia, Anaya & Muchnik, Madrid, 1991.

Memorias de Mamá Blanca, Archivos, París-Madrid, 1988.

– Julio Ramón Ribeyro: Silvio en el rosedal, Tusquets, Barcelona, 1989.

Crónica de San Gabriel, Tusquets, Barcelona, 1988.

Cuentos completos, Alfaguara, Madrid, 1994.

Javier de Navascués

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