Voluntariado familiar: los chicos nos observan

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Gabriel Tourné, su esposa y sus hijos conversan con una persona sin hogar en Madrid (foto: Archivo del entrevistado)

Tania, su esposo y su hijo de ocho años viven en Melilla, y todos los sábados tienen algo edificante que hacer con la “tropa” que han ido formando con siete niños musulmanes de su barrio del Tesorillo. Toca excursión: a la playa, al museo, a pescar, a un campeonato de parkour, a comer hamburguesas halal… Sí, los muchachos –de entre 8 y 10 años– tienen padres, pero estos se pasan el día ocupados y los pequeños solían permanecer en la calle hasta tarde.

Salir a pasear con esta familia, en cambio, les ha llenado las horas de contenido, de incentivos para crecer humanamente. “Para ellos es una ilusión –nos cuenta Tania–, porque el que salga mal en los exámenes no viene; el que se porte mal, no va a la próxima”. El grupo funciona bien, y los chicos ganan nociones de urbanidad, de buena conducta social: “El pasado fin de semana la playa estaba llena de plásticos, y sin que les dijera nada, lo recogieron todo y nos bañamos después”.

De este voluntariado del afecto también toma buena nota el hijo de Tania, de ocho años: “Para él es fenomenal, pues después del confinamiento quedó muy retraído, muy callado. Ahora comparte con niños de una cultura diferente a la suya. Le he transmitido el placer que resulta de ayudar a los demás, de regalar algo. Se lo he contagiado, y estoy muy satisfecha”.

Del retraimiento, del refugio en el yo, ha pasado a la expansividad. Es el fruto de dar, de darse. En el blog del Institute for Family Studies, la psicóloga estadounidense Erica Komisar subraya el beneficio que suponen las actividades de voluntariado no solo para el que es destinatario del bien, sino para el que lo procura. “Dar [algo] a desconocidos es una experiencia fundamental para el desarrollo de la moralidad, el carácter y la empatía”, asegura.

Servir unidos “puede ser un bálsamo contra la dureza, la insensibilidad y el egoísmo del mundo”

Revierte positivamente, además, en la salud mental del que dona o se dona. La experta menciona el caso de una de sus pacientes, Tara, de 19 años y de familia bien. La joven, aquejada por una depresión desde los 15, cambió hace poco el chip, en cuanto comenzó a colaborar con una agencia de acogida infantil y halló que lo único que estimulaba su sentido del bienestar era pasar tiempo con esos niños.

En casa nadie había hecho voluntariado con ella –estaban “muy ocupados” siempre–, por lo que Tara lamenta no haber sido puesta antes en situación de hacer algo por otras personas. Como ella y los suyos estaban teóricamente “bien” en el propio círculo –bastante reducido– no había que salir del perímetro de confort a interactuar, por ejemplo, con personas necesitadas.

Komisar subraya la importancia de salirse y de “ayudar juntos”, en familia, tanto por el bien que se hace a terceros como por el que recibe quien lo hace. Servir unidos –dice a los padres- “puede ser un bálsamo contra la dureza, la insensibilidad y el egoísmo del mundo, y es también clave no solo para la salud mental de sus hijos, sino para la suya propia”.

Padres, hijos, equipo

Se sabe: los niños observan e imitan, y el ejercicio del voluntariado se presta para comprobarlo una y otra vez.

En 2003, un estudio publicado por el Center for Urban Policy and the Environment, de la Purdue University (EE.UU.), recogía las opiniones de familias que se implicaban al completo en estas actividades. “Cuando se les preguntó por qué hacían voluntariado juntos, los adultos dijeron hacerlo para presentar un buen modelo y transmitir valores [a sus hijos], además de por divertirse, por compartir tiempo de calidad, y por razones religiosas”. Los chicos también identificaron todos los motivos anteriores, excepto el de ser ellos mismos modelos de valores.

En cuanto a beneficios, los padres observaron uno crucial: que los menores comenzaron a enfocarse en las necesidades de alguien diferente de ellos. Notaron “un cambio en la actitud de sus hijos hacia los demás”, así como que se llevaban mejor con sus compañeros y se daban cuenta de que se necesitaban unos a otros para tener éxito. Además, celebraron que, a raíz del voluntariado, padres e hijos se habían convertido “más en un equipo”.

En Madrid, Gabriel Tourné “entrena” en uno de estos equipos: lo integran sus tres hijos, su esposa y él. Cuando los niños tenían 5, 9 y 10 años, empezaron a salir con ellos a la calle, armados de termos de café, magdalenas y bollos para ofrecérselos a personas sin hogar.

“Fue muy curioso. Inicialmente, les daba temor acercarse a alguien desconocido, que vive en la calle, pero a medida que íbamos avanzando y veían que sus padres hablábamos con naturalidad con estas personas, que no siempre habían vivido a la intemperie, que tenían una historia detrás (a veces de adicciones, de separación, de mala relación con sus hijos), se daban cuenta de que, por supuesto, se trataba de personas completamente normales, y llegó un momento en que se peleaban entre ellos por ser quienes se acercaban a darles la ayuda. Repetimos la experiencia en varias ocasiones, y los niños ya se acordaban de los nombres de muchos de ellos”.

Inma Cobos y sus hijos ayudan a ancianos y personas discapacitadas en Huelva (foto: Inma Cobos)

Narra Gabriel que, cuando sus hijos fueron más mayores, empezaron a apoyar en comedores sociales del sur de Madrid, donde interactuaron con personas que vivían no en la calle, sino en sus casas, pero que igualmente tenían necesidades. Ambas colaboraciones, asegura, les han hecho ganar en sensibilidad “tanto para con las personas a las que atienden, como para con nosotros”. Que se actúe en familia “hace crecer a todos; cada vez que hay una necesidad cerca, solo nos miramos. Hay una complicidad entre nosotros y ellos, y sabemos que están siempre dispuestos a ayudar”.

En el mundo del dolor

En una época en que la enfermedad y la muerte se difuminan entre la ficción de una “ya cercana” trascendencia transhumanista y un falso pudor para no lastimar ni traumatizar a nadie –“¡y menos al niño!”–, el peligro de ignorar estas realidades pasa por dejar a los más jóvenes sin herramientas para actuar ante situaciones que, más tarde o más temprano, pero siempre de modo invariable, deberán afrontar.

La ausencia de los abuelos del hogar paterno puede incidir en una desconexión de los menores respecto a situaciones de vulnerabilidad

“Cuando nos privamos a nosotros o a nuestros hijos de estar en contacto con quienes sufren necesidad y dolor, nos privamos, y también a ellos, de la rica experiencia de la conectividad humana”, dice Komisar.

En esto no ayuda particularmente el hecho de que tan pocos menores y adolescentes vivan con sus abuelos. Saenz de Jubera et al. (2019) cifra en apenas el 7,3% la fracción de familias españolas en que conviven abuelos, padres e hijos (en edad del bachillerato), mientras que, en EE.UU., una investigación de la North Dakota State University con datos de 2020, refiere que solo uno de cada 10 menores vive en un hogar con la presencia de al menos un abuelo. Se podría deducir que, al estar tantos tan poco familiarizados con la fragilidad que implica el envejecimiento, no tendrán de primera mano muchas nociones sobre cómo proceder con personas en situaciones como esta o parecidas.

Mahoma tiene que ir a la montaña: ir a donde los enfermos y llevar a los niños. Ana María García vive en la ciudad portuguesa de Ourem. Hace voluntariado con ancianos en la Universidade Senior y en el Centro de Día Río de Couros. Y va con su hijo de 9 años.

“Creo que esto lo ha vuelto una persona muy sencilla y observadora. Lo he notado por su sensibilidad ante los padecimientos y tristezas humanas. En cualquier lugar al que llega, distingue al que está padeciendo y se muestra empático”. Luego, en el colegio, echa mano de estas experiencias y las inserta en sus redacciones, o las cuenta oralmente. La relación con la madre ha salido más que reforzada: “Se siente orgulloso de mí cuando me acompaña”.

Por su parte, Inma Cobos, de Chucena, Huelva, tiene cinco hijos (de 12 a 21 años) y todos pertenecen a la Hospitalidad Diocesana de Lourdes. Las visitas a residencias de ancianos y a centros de discapacitados son frecuentes: “A mis hijos les encanta ir y compartir con ellos. Lo que nos dejan hacer, según las normas de cada centro, lo hacemos. Lo mismo participan en la preparación de la comida, que en servírsela o dársela a los que lo necesitan; los sacan a pasear, les cambian los pañales si es necesario… Están felices de hacerlo, y con toda naturalidad. Personalmente he intentado que lo vean como un servicio a Cristo. Que todo lo vean desde la fe, y como el bien que podemos hacer a los demás”. Además, cuando una vez al año el autobús de enfermos pone rumbo a Francia, al santuario de Lourdes, se van todos allá con dedicación total. “No los verás nunca quejarse. Llevan tres años yendo, y deseando repetir año tras año. Pudiéramos irnos de vacaciones a otro sitio, pero lo de Lourdes es algo que les encanta. Lo disfrutan”.

Será porque saben que la típica “solidaridad” en las redes sociales –una cara triste ante la imagen de un refugiado de guerra famélico o de alguien con una discapacidad profunda– es más expedita, pero la empatía queda atrás en cuanto se hace scroll. Ir, ver, tocar, limpiar, alimentar directamente, quizás enaltece un poco más, y es más útil, y nos acerca…

Los chicos nos están observando.

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