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Democracia: diagnóstico de una crisis

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Democracia: diagnóstico de una crisis
Fernando Astasio Avila / Shutterstock

Crisis y democracia conforman uno de esos sintagmas que jamás han desaparecido de la cultura pública. Una y otra vez, los medios y los intelectuales mencionan diversos fenómenos que ponen de manifiesto el atolladero en que se encuentra esa forma política, tan anhelada como vituperada.

Parece, sin embargo, que ni la agudización de las desigualdades ni el populismo vayan a disolver el prestigio y la importancia que atesora una acción tan simple –pero tan simbólica– como la de depositar una papeleta en una urna.

Tampoco pierden estima instituciones venerables como el parlamento o la prensa libre: entre otras cosas, porque, con independencia de las debilidades y fallas que tiene, no hay muchas alternativas a este sistema, quizá precario, pero que ha logrado acomodar razonables dosis de libertad e igualdad.

Consenso liberal

La crisis, en cualquier caso, no afecta tanto a la legitimidad de la democracia, que muy pocos cuestionan, cuanto a su realización. Dicho de otro modo: aunque seamos exigentes en nuestras reivindicaciones, no ponemos en duda que es más acorde con la dignidad del ser humano que elija a sus representantes.

La crisis no afecta tanto a la legitimidad de la democracia cuanto a su realización

Sí que ha terminado el consenso sobre los logros y beneficios de la democracia liberal que se construye tras la II Guerra Mundial. Cabe decir, pues, que la crisis de la democracia proviene de que no ha alcanzado todo lo que prometía.

El consenso liberal se reflejaba en una creencia casi indubitable, una suerte de dogma que compartían la derecha y la izquierda: que la democracia y el progreso económico iban necesariamente de la mano, de modo que si se quería mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, no había más camino que el de ahondar en sus derechos y libertades. Y, a la inversa, si estos se reconocían y protegían, los datos macroeconómicos mejorarían.

Este fue el eslogan principal de la Guerra Fría y, también, la conclusión que se expandió en ambos bloques a raíz del derrumbamiento soviético. La democracia no constituía, pues, simplemente un sistema formal de equilibrio de poderes ni un medio de seleccionar a las élites dirigentes; era la única alternativa viable si se deseaba escapar de la trampa de la pobreza.

Fue también el mantra de los teóricos políticos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, desde Seymour Lipset a Francis Fukuyama, pasando por Friedrich Hayek. Estado de derecho, democracia y capitalismo eran la troika que llevaba a las sociedades esquilmadas por la miseria al paraíso del consumismo capitalista.

El lado oscuro de la democracia capitalista

Pero en el cuento no era todo de la misma tonalidad rosa. De hecho, la crítica a la democracia parte de que hay todavía bastante que hacer en el plano social. Cierto es que, como indica Martin Wolf, redactor jefe de Economía en Financial Times y autor de La crisis del capitalismo democrático (Deusto, 2023), hay una reciprocidad entre una determinada organización económica, más o menos liberal, y las condiciones democráticas. “La idea común –explica– que subyace tanto al mercado como a la democracia es el derecho de las personas a modelar sus propias vidas allí donde sea necesario tomar decisiones individuales o colectivas”.

Por tanto, la crisis del ideal democrático proviene del retroceso económico –el estancamiento de la productividad, el desempleo o el impacto de las nuevas tecnologías–, que ha llevado a una parte numerosa de la ciudadanía, y a no pocos representantes políticos, a contradecir el vínculo entre Estado democrático de derecho y capitalismo.

Que la democracia liberal no es necesariamente la mejor alternativa en términos económicos lo muestra el caso de potencias con vetas autoritarias que no lo están haciendo mal en ese plano. Para Wolf y otros analistas, es precisamente el peor rendimiento económico del modelo liberal en los últimos años el que inclina a muchos a abrazar propuestas autocráticas, iliberales o no respetuosas de los principios del Estado de derecho.

Iliberalismo

Con Fernando Vallespín, podemos definir la ideología iliberal como aquel modelo “caracterizado por intentar despejar cualquier límite a la acción de la voluntad mayoritaria, aunque en el camino transgreda valores como el pluralismo, la libertad de expresión o la tolerancia”.

Si se estudian en conjunto los últimos diagnósticos acerca de la crisis política que atravesamos, se deduce que la fractura de la confianza democrática tiene dos dimensiones: una económica y otra de índole cultural. La primera, que estudia Wolf, sugiere que no existe equilibrio entre la democracia formal y la democracia real, esto es, que hay ocasiones en que la repercusión de los principios democráticos no se deja sentir en un incremento de la calidad de vida.

Aunque se lleva décadas hablando de la crisis de la democracia, es ahora cuando el dictamen de los expertos parece haber calado entre los políticos

La segunda indica que aires nuevos, como el identitarismo y una mayor vulnerabilidad a ideologías radicales, erosionan el sedimento axiológico que sustenta a la democracia.

Crisis y reformas reales

Aunque, como se ha indicado, se lleva hablando de la crisis de la democracia desde hace décadas, es ahora cuando el dictamen de los expertos parece haber calado entre los profesionales de la política.

Para muestra, dos ejemplos. En Francia, Macron ha propuesto la reforma de la Constitución de 1958, y con el fin de mitigar el descontento ciudadano piensa modificar el artículo 11 para fortalecer las consultas populares, previstas ahora únicamente para medidas que afecten a los poderes públicos, la política económica o la ratificación de tratados internacionales, entre otros.

Segundo ejemplo: en Alemania, la deriva woke de la izquierda posiblemente provoque la escisión de Die Linke. Sahra Wagenknecht, una de sus representantes más populares, está intentando crear otra formación para situar de nuevo en el centro del discurso progresista la igualdad económica y la lucha por mejorar el nivel de vida de los más necesitados, alejándose de la guerra cultural y del feminismo, el ecologismo o la defensa de lo trans.

Estado de derecho y democracia

Para Moisés Naím, que ha explorado el fenómeno del iliberalismo, el retroceso democrático en muchas partes del mundo nace del socavamiento paulatino del Estado de derecho. Y en un artículo aconseja, para que no se precipiten hacia el vacío las democracias, ser más escrupulosos a la hora de defender los valores y las instituciones políticas en que se asienta la convivencia.

La prioridad del Derecho, la rendición de cuentas, la separación de poderes, el respeto a la oposición, la libertad de expresión o el patriotismo constituyen la base estructural de los sistemas democráticos. Decisiones recientes en muchos países, desde Israel a España, pasando por Hungría o Polonia, muestran que la democracia contemporánea no está suficientemente inmunizada frente al virus autoritario.

Sería erróneo –y simplista– creer que el populismo autocrático está más extendido a un lado que al otro del espectro político. Hay a derecha e izquierda portavoces que, en efecto, se autoproclaman valedores de la voluntad democrática y que estiman que no es legítimo que las normas jurídicas o las propias de la etiqueta parlamentaria actúen de cortapisas. Ya se sabe: vox populi, vox dei.

La trampa identitaria

Yasha Mounk, profesor en la Universidad Johns Hopkins, estima que la repercusión del identitarismo en la política es extremadamente nociva. Tal y como sostiene en su último ensayo, The Identity Trap (Penguin Random House, 2023), el hincapié en la identidad, sea del tipo que sea, separa a los individuos, en lugar de acercarlos, y, en última instancia, mina la base popular –el demos– en que se asienta la democracia.

El particularismo identitario subraya la diferencia y resulta devastador para lo común. Y es que sin algo que integre a los ciudadanos en un mismo proyecto, no es posible ahondar en las libertades democráticas.

Martin Wolf propone un programa de ingeniería social gradual que acabe con los privilegios, de modo que se puedan constituir sociedades democráticas y prósperas

Además de cuestionar la política de la identidad, Mounk pone de manifiesto las dinámicas posmodernas que dan al traste con los fundamentos de los sistemas políticos occidentales. Así, la ideologización de la esfera pública ha hecho que reverdezca la censura, lo cual empobrece el tráfico de ideas del que depende el control democrático. Es como si la democracia estuviera renunciando a las ideas y principios que aseguran su propio mantenimiento. La culpa de todo, afirma Mounk, es del posmodernismo, que ha suscitado la confusión y ha provocado que la lucha política se haya desorientado.

Algo similar, pero ciñendo su análisis a la situación de la izquierda, opina Stéphanie Roza, que en ¿La izquierda contra la Ilustración? (Laetoli, 2023) apunta a ese proceso de desintegración de las fuerzas progresistas y su falta de compromiso con la igualdad material. Por su parte, Susan Neiman, en Left Is Not Woke (John Wiley & Sons, 2023), también atisba en la moda woke mimbres propios del fascismo.

Capitalismo rentista

Quienes tienen una visión más economicista traducen la crisis democrática en los siguientes términos: hasta el momento, el modelo democrático se ha sustentado sobre un sistema de garantías de las libertades; es hora de que pase a extremar su preocupación por la igualdad material. Para el jurista italiano Luigi Ferrajoli, debe frenarse el poder del mercado y devolver el protagonismo político a la sociedad en su conjunto. De ahí que sea imprescindible domesticar la economía.

Martin Wolf critica en su libro la conformación de un “capitalismo rentista”, en el cual “una proporción relativamente pequeña de la población ha logrado captar las rentas de la economía y utiliza recursos para controlar los sistemas políticos y jurídicos”.

Frente a esta deriva, Wolf apuesta por la reforma del capitalismo democrático. Propone un programa de ingeniería social gradual que acabe con los privilegios, de modo que se puedan constituir sociedades al servicio de todos, seguras, democráticas y prósperas.

Más política, no menos

Junto a las soluciones de índole económica, se trata de renovar y transformar de cabo a rabo la noción de ciudadanía. Wolf recuerda que la democracia se funda sobre todo en el compromiso cívico. Como este se encuentra desprestigiado, se debe incidir en la educación en valores cívicos. ¿De qué otro modo se puede restaurar la confianza social?

Ahondar en el sentido de pertenencia y ciudadanía exige, por ejemplo, instaurar un servicio nacional para que los jóvenes sean conscientes de que el país solo sale adelante con esfuerzos compartidos.

A diferencia de la tecnología, que es elitista, “la democracia fomenta una distribución del poder social más equitativa” (Daron Acemoglu y Simon Johnson)

El New Deal que aconseja Wolf incluye otros aspectos: apostar por lo público, renovar y hacer más eficientes los servicios dirigidos a todos, vigilar la libertad de expresión, descentralizar el gobierno o tomar medidas que combatan la corrupción o que aumenten la rendición de cuentas de quienes asumen responsabilidades públicas.

El impacto tecnológico

Las nuevas tecnologías tienen también sus efectos tanto en el sistema económico como en el sistema político. Pero hay muchas equivocaciones en gran parte de las narraciones que relacionan el avance tecnológico con el auge democrático. Lo dicen Daron Acemoglu y Simon Johnson en Poder y progreso (Deusto, 2023), donde analizan la historia política reciente a la luz del desarrollo tecnológico.

Para estos autores, la tecnología de por sí es antidemocrática. Por esta razón se muestran preocupados por la salud política de todas aquellas sociedades en que el sistema económico y cultural depende de la innovación. A diferencia de la tecnología, que es elitista, “la democracia fomenta una distribución del poder social más equitativa”.

Si esto es así, ¿cómo lograron las sociedades madurar democráticamente en el mundo moderno y, al mismo tiempo, lograr esa mejora del nivel de vida? Acemoglu y Johnson lo tienen claro: a lo largo del siglo XIX y gran parte del XX, la sociedad empleó la política para encauzar el progreso técnico, de modo que beneficiara a todos.

El equilibrio entre democracia y tecnología, sin embargo, está perdiendo su eje en las últimas décadas. Las fuerzas de la innovación económica –antidemocráticas– se han desatado, y ahora el poder social no está en disposición de domeñarlas. La democracia no podrá restablecerse hasta que las instituciones y el Derecho vuelvan a poner la tecnología al servicio de toda la sociedad, de los pudientes y de los no pudientes.

La radiografía del sistema económico que transmiten estos autores es bastante terrorífica. El mercado tecnológico no se asienta sobre el trabajo humano, sino que lo suplanta, y desincentiva la participación ciudadana. A ese panorama antipolítico se añade la desinformación, que dificulta la formación de la voluntad común. Lo peor de todo es que hoy no contamos con esos poderes compensatorios –los sindicatos, las asociaciones, el Derecho– que, durante la fase de industrialización, salieron en defensa de los trabajadores y ciudadanos.

¿Qué hacer, pues? Acemoglu y Johnson sostienen que más que abandonar la tecnología, conviene hacer esfuerzos para redirigirla. Y son bastante concretos a la hora de proponer remedios: por un lado, hay que desarrollar programas que nos encaminen hacia un horizonte tecnológico más humanizado; por otro, reconstruir los contrapesos. También creen que no estaría mal exigir la fragmentación de algunos emporios de innovación, proteger más acertadamente la privacidad o incluir el impuesto a los ricos, para salvar la extrema distancia entre la casta innovadora y la clase popular.

Un modelo delicado

Si uno se fija a su alrededor, posiblemente haya cosas en nuestros sistemas democráticos que tengamos que cambiar. También es cierto que la amenaza del autoritarismo es en ocasiones más aparente que real, pues en muchos casos se acusa de populistas o autoritarias propuestas políticas cuyo compromiso con la democracia no se puede poner en duda.

Con todo, hay dos cosas en común en todos estos análisis: primero, que la democracia es un modelo bastante delicado y que siempre hay que extremar las precauciones para no separarse de los principios que la sustentan, entre otros, la igualdad.

Y, segundo, que el Derecho y los límites al poder, así como las instituciones, tienen que ser respetados por todos los agentes, también los económicos, para que la democracia sea una realidad y no solo un sueño esbozado en un papel.

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