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¿Uniones de hecho? Matrimonio informal

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En un artículo publicado en Nuestro Tiempo (Pamplona, nº 491, V-95), el catedrático de Derecho Civil Luis Arechederra opina que sólo hay dos versiones culturalmente vigentes del matrimonio: el matrimonio sacramento y el matrimonio informal.

En 1563, tras una ardua discusión, se aprobó en el Concilio de Trento una disposición conciliar por la cual la forma, la celebración del matrimonio según unos ritos, pasaba a ser condición de validez. Hasta esa fecha coexistió, junto al matrimonio celebrado con mayor o menor pompa, el llamado matrimonio clandestino. ¿Cómo es posible que tardase tanto la Iglesia en erradicar una práctica cargada, en su propia calificación, de connotaciones peyorativas?

La razón es tan consistente como actual: la enorme consideración que, tanto en el mundo eclesiástico como en el civil, había adquirido la voluntad constitutiva de las personas implicadas en aquello que acordaban. Es decir, la clandestinidad contaba con un formidable aliado, de manera que la autoridad se sentía desautorizada para desautorizar «lo clandestino». (…)

Cuando el movimiento secularizador alcanzó al matrimonio, el Estado recibió una institución consolidada y decantada a lo largo del tiempo. Bastaba traducir lo canónico en civil, poniendo una inequívoca seña de identidad civil: la disolubilidad de lo indisoluble. (…)

Si la ausencia de affectio maritalis disuelve el matrimonio, quiere decir que dicha affectio maritalis es la que sustenta el matrimonio. A esto es a lo que me refería al decir que el matrimonio se entiende desde el divorcio. Evolucionando a lo largo del tiempo hemos llegado a un punto verdaderamente originario: el matrimonio como situación de hecho. Ciertamente el comienzo no es fáctico sino ceremonial: conservamos secularizada, y por razones de orden, la forma que se afirmó como condición de validez en el siglo XVI.

Si posiblemente esto es así, ¿por qué dar vueltas y vueltas al problema ya cansino de las uniones de hecho (de forma más cursi, «parejas de hecho») y de sus posibles efectos, admitiendo unos, excluyendo otros, haciendo filigranas en el aire? Esas uniones de hecho son matrimonios. Obviamente, cuando se dan las condiciones necesarias para el matrimonio: edad, discernimiento, libertad nupcial, ausencia de impedimentos. Pero ¿cómo van a ser matrimonios si no están casados? Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho.

Cierto canonista explica que el decreto de Trento acabó con el prejuicio consensualista. A lo que conviene añadir que a Trento debemos el prejuicio formalista, ciertamente desconectado hoy del sacramento, como forma de un matrimonio civil. Desde Trento no somos capaces de disociar matrimonio de celebración matrimonial. Pero esto no supone que las vidas unidas informalmente no sean matrimonios.

Discernir qué es y qué no es matrimonio es algo que pertenece a la naturaleza de las cosas. No al legislador, ni tampoco a los que se unen informalmente. Cuando uno y una deciden vivir juntos de forma estable, tendencialmente perpetua o, al menos, indefinidamente, y de forma notoria, ese y esa están matrimonialmente unidos. Las cosas son lo que son y no lo que las partes pretenden que sean. (…)

A los humanos nos ha sido dado el constituirnos al margen de la legislación, pero no al margen del Derecho. Lo primero es posible y, desde Caín, frecuente. Lo segundo es sencillamente imposible. Pretender que entre dos personas que conviven, además de una corriente afectiva no se da una comunicación jurídica es una memez. (…)

Desde el momento en el que se dan todas las exigencias necesarias y toda la riqueza humana que permitan calificar, desde una óptica natural, tal situación como matrimonial, no hay tal unión de hecho sino un auténtico matrimonio. De tal manera que no hay autoridad humana -sean las personas implicadas, sea el legislador- que pueda descalificar lo que Dios como creador dispuso y la naturaleza brinda. Para una mentalidad neopagana, el encuentro heterosexual estable es matrimonio. Y de eso estamos hablando. (…)

Ciertamente, hay un obstáculo de mayor entidad. La sociedad no tiene por qué desdecirse de lo que ha logrado, de sus conquistas culturales. Entre ellas, aunque por la senda de la Iglesia, figura la del matrimonio como una relación que tiene una acto constitutivo del que todos tienen noticia, entre otras cosas porque los propios implicados lo desean y resulta conveniente para la organización social. Además parece razonable la reserva de ley que sobre el matrimonio establece el art. 32.2 de la Constitución.

Se plantea así el problema de la relación naturaleza y cultura. ¿Puede esta última imponerse? De hecho, lo hace inevitablemente: la cultura presenta lo natural de acuerdo con unos parámetros que fluctúan en el tiempo. Cosa distinta es que la naturaleza cambie.

De ahí que cuando se habla de que crece el número de uniones de hecho, de rechazo del matrimonio, lo que se nos indica es cómo presenta hoy la cultura la naturaleza. Y, al menos para mí, una cosa es clara: dicha presentación no es contra natura, aunque sí contra ley.

El problema no es qué hacemos con las uniones de hecho; el problema es, crecientemente, qué hacemos con el matrimonio legal en el que no creen las folclóricas. El matrimonio-sacramento y el matrimonio informal son las dos versiones culturalmente vigentes de matrimonio: lo demás son «papeles». Muy respetables, por cierto, pero que tienen un público un tanto singular. Si para el creyente no hay otra unión matrimonial que la que se contrae ante Dios, para la mentalidad neopagana -culturalmente hegemónica- el matrimonio es una realidad natural que ni se enfrenta a nada ni pretende marginarse respecto de algo.

Hay una tercera opción entre lo sagrado y lo natural: la actitud agnósticamente cívica. He aquí una clientela del matrimonio civil formal. En mi opinión, una actitud con escaso futuro.

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