Una revuelta contra lo efímero

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Roma. Asombro, emoción o fastidio. El espectáculo que ha ofrecido Roma durante los días de la XV Jornada Mundial de la Juventud (15-20 de agosto) no ha dejado a nadie indiferente. La televisión no necesitó de «efectos especiales» para mostrar los cientos de miles de personas que acudieron a la cita con el Papa: gente joven que acogió con atención el mensaje de Juan Pablo II y que aplaudió su presencia con una expresión de ternura que no se dedica a los mitos de la música o el cine, sino a un padre afectuoso (o, si se quiere, a un abuelo).

Lo de los efectos especiales lo observó Indro Montanelli. El veterano periodista italiano se refería a las ceremonias de bienvenida del 15 de agosto, en las que estuvieron presentes solo setecientas mil personas. Teniendo en cuenta la superficie de terreno ocupada por los fieles en el campus universitario de Tor Vergata, las autoridades civiles calcularon que los asistentes a la misa de clausura, el domingo 20 de agosto, alcanzaron los dos millones cien mil personas. Como subrayó el diario ABC, eso suponía que había un joven por cada quinientos católicos del mundo.

La intuición de Montanelli
«No querría hacerme el experto de cosas más grandes que yo y que todos», añadía Montanelli en un artículo publicado en la primera página del Corriere della Sera. «Pero me pregunto si este encuentro, que se desarrolla en orden y tranquilidad, no será en realidad una revuelta, o al menos una protesta, contra un modo de vida dominado por esa ansia de lo nuevo que por la tarde ya ha convertido en decrépito lo que había inventado por la mañana».

Con la intuición del profesional de raza, y con la honradez de quien está acostumbrado a no acomodar la realidad a los propios gustos, Montanelli observa una paradoja: quien recibe a los jóvenes es un anciano que habla con cierta fatiga y la palabra más moderna que tiene es de hace dos mil años. «Pero es esto, creo yo, lo que los jóvenes buscan inconscientemente en un mundo de lo efímero como en el que les hemos hecho nacer».

El encuentro del Papa con los jóvenes ocupó gran espacio en la prensa italiana y francesa. Los periódicos españoles de difusión nacional no concedieron tanta importancia al evento, a pesar de que, según los datos publicados, fueron cien mil los jóvenes españoles que se trasladaron a Roma. Los grandes diarios de Estados Unidos y Alemania ofrecieron una cobertura discreta. Mientras que en Gran Bretaña reinó el silencio casi absoluto. En general, se puede observar una diferencia entre las crónicas que relatan los hechos, en las que el periodista se rinde a la evidencia, y los comentarios y artículos que intentan ver el significado de un acontecimiento que algunos consideran como la mayor concentración juvenil que ha tenido lugar en Occidente (la mayor de Oriente fue el encuentro del Papa con los jóvenes en Manila, en enero de 1995).

La confesión, en primera página
Uno de los aspectos que más ha sorprendido a cuantos han tenido la oportunidad de observar de cerca estas jornadas romanas, ha sido la naturalidad con que los participantes han vivido unas manifestaciones de fe que tal vez en otras épocas y circunstancias les habrían hecho enrojecer. Es algo más fácil de captar que de explicar: bastaba acompañar la impresionante fila que conducía hacia la puerta santa de San Pedro, puerta que -caso único en la historia- se convirtió en tres, para dar cauce a la alfombra humana que avanzaba, bajo un sol implacable, por la Via della Conciliazione; o haber asistido al Via Crucis dirigido por el cardenal vicario de Roma por las calles de la Ciudad Eterna.

Esta Jornada se recordará probablemente por la notoriedad pública alcanzada por el sacramento de la confesión, que ha recibido -por primera vez en muchos años- los honores de las primeras páginas y una presencia no despreciable en telediarios y reportajes. No estábamos acostumbrados a relatos en los que los propios interesados han manifestado su alegría por haberse reconciliado con Dios, un gozo que en ocasiones han exteriorizado incluso abrazando al amigo que les había ayudado a dar ese paso.

«Ganas de cambiar»
Hasta quienes han visto con cierta desconfianza esta «manifestación oceánica» de la Jornada de la Juventud, advirtiendo que podría quedarse en un superficial y peligroso «culto a la personalidad», subrayan este aspecto positivo. Es el caso, por ejemplo, del escritor Vittorio Messori: «Pese a todo -confía en una entrevista a Il Giornale-, ver 360 confesonarios y los jóvenes en fila me ha impresionado positivamente. Si solo uno de ellos fuera misteriosamente abrazado por la gracia, todo el evento habría valido la pena. Y es que Cristo no quiere salvar a la ‘humanidad’, sino a personas concretas, llamándolas por su nombre». En Le Monde, uno de los coordinadores calculaba que, teniendo en cuenta los 1.400 sacerdotes que se turnaban durante el día, y la duración media de las confesiones, hasta el viernes 18 se habrían confesado al menos 25.000 jóvenes.

El cardenal Roger Etchegaray, presidente del comité vaticano para el Gran Jubileo, declaró a La Repubblica que «la gran participación en las confesiones ha sido uno de los aspectos más sorprendentes e inesperados del encuentro: ver una masa tan grande de jóvenes que espera durante horas y horas es una señal enorme. La señal de una Iglesia viva que quizás no conocíamos bien». «También para mí ha sido una sorpresa», le hizo eco el cardenal de Milán, Carlo Maria Martini. «En las Jornadas anteriores quizás no ha habido tanta oferta, o al menos tan visible, de la posibilidad de recibir la confesión auricular: esta vez ha habido esta valentía, y los jóvenes han respondido bien. También esto es una buena enseñanza: hablamos tanto de la crisis de la confesión, pero quizás es que no ofrecemos suficientes oportunidades».

Naturalmente, no todo podía ser perfecto en la cobertura informativa de algo tan insólito. Algunos informadores han intentado, con cierta dosis de morbosidad, descubrir cuáles son «los pecados de esta juventud». Era un modo de preguntar sobre el sexo, sin parecer demasiado groseros. Pero a veces obtuvieron respuestas tan crudas como esta, publicada por Il Messaggero: «He ido a la cama con varias chicas -afirma un muchacho de 24 años-, pero nunca he alcanzado la intimidad que tengo con mi novia actual, con la que vivo la pureza. Cambié hace año y medio: no ha sido fácil, pero me ayudaron los ejercicios espirituales».

Il Manifesto, comunista, tampoco se quiso perder el espectáculo. Uno de sus periodistas relata el ambiente que se respiraba alrededor de los confesonarios instalados en el Circo Máximo: «Uno de los sacerdotes escapa para almorzar. Está contento: ‘Esta no es una confesión de masas, nos explica, pues el rito mantiene su dimensión individual. Tanto para nosotros como para los jóvenes, es una confesión particular. No se dicen los típicos pecadillos… Muchos no se confesaban desde hacía años y son conscientes de las cosas que van mal. Pero tienen mucho entusiasmo y ganas de cambiar'».

¿Humo de paja?
Esta Jornada de la Juventud ha puesto de manifiesto la persistencia de algunos «tics» a la hora de juzgar este evento, y por extensión a la Iglesia católica. Un detalle anecdótico, pero significativo, es la insistencia en querer reducir el encuentro a un «Woodstock católico», denominación que algunos empezaron a usar con ocasión de la Jornada de Santiago de Compostela y que posiblemente lo único que muestre es la edad de quien escribe, que se identifica como miembro de otra generación, para quien el mega-concierto libertario de Woodstock es un símbolo. Lo difícil es ver algún parecido con las Jornadas de la Juventud: si es la presencia de jóvenes, entonces también se podrían comparar con las reuniones de la juventud comunista soviética.

Es sintomático también el repentino y profundo «interés pastoral» mostrado por personas de las que no cabría esperar tales preocupaciones. «¿Quedará algo de estos momentos de reflexión y oración?», se preguntaba un articulista de Il Manifesto. Algunos dan un paso más: «Mi augurio es que la Iglesia se dé cuenta de que puede contar solo con el diez por ciento de esos dos millones», amonesta el comentarista y ex embajador Sergio Romano entrevistado por Il Giornale, como queriendo vacunar a los eclesiásticos contra falsas ilusiones. «Que la Iglesia no cante demasiado victoria», titula Gian Enrico Rusconi su artículo en Il Messaggero, ya que -añade en el texto- «los contenidos propiamente dogmáticos del mensaje religioso han sido mínimos» y, por tanto, la adhesión menos problemática. Lo que se pretende dejar claro, como algunos hacen explícitamente, es que todo ha sido un espejismo, que las iglesias siguen vacías y las vocaciones disminuyen. Se oyeron los mismos comentarios tras las citas de París, Denver o Santiago de Compostela.

Mostrar la fe
En realidad, las iglesias pueden estar vacías, pero en el peor de los casos cualquier domingo del año va más gente a misa que al cine, al fútbol y al resto de las manifestaciones deportivas juntas. Sobre las vocaciones, la situación es un poco diferente: si bien en Europa se mantienen prácticamente estables y en América del Norte han bajado, no hay que olvidar que el número de seminaristas mayores en el mundo (de los que salen los futuros sacerdotes) ha pasado de 80.302 en 1984 (año de la primera Jornada de la Juventud en Roma) a 109.171 en 1998. Si desciende el número global de sacerdotes, es porque se están viviendo los efectos de la crisis de los años sesenta y setenta, cuando la mayoría de los presentes en Tor Vergata aún no había nacido.

Junto a comentarios sinceros de legítima perplejidad hacia ese tipo de manifestaciones multitudinarias, expresados desde una perspectiva de fe, no ha faltado una especie de «purismo» de quienes afirman taxativamente, como el propio Romano: «Me maravilla esta exaltación de los números: la fe es interioridad». No le falta, en parte, razón, pero tampoco sería demasiado equivocado aventurar que, en estos casos, lo que produce cierto fastidio es más bien la exteriorización de la fe: hoy es esta «manifestación oceánica», mañana será el empeño por lograr la libertad de enseñanza o la defensa del derecho a la vida. Mejor quedarse en casa. Es más, Lietta Tornabuoni se pregunta en La Stampa de Turín «si es lícito bloquear una metrópoli durante toda una semana. ¿Es oportuno dar en concesión, como si fuera la Meca, la capital de un país?». Es sintomático que una frase de ese tipo no haya salido de la pluma de ningún comentarista de Roma, ni tan siquiera de los más críticos: en realidad, la ciudad -que ha visto de todo- ha vibrado como nunca antes lo había hecho. En el mismo diario La Stampa lo decía Alain Elkan: «Vienen ganas de decir ‘gracias’ o ‘viva Juan Pablo II’, porque ha devuelto a Roma el ser caput mundi». Y, además, según declaró a Le Figaro el alcalde Francesco Rutelli, «no han arrancado ni una flor de los jardines públicos».

A decir verdad, contra la celebración de la Jornada en Roma se había expresado desde la misma capital Alberto Ronchey, pronosticando una catástrofe. Pero como es un conocido «profeta de desventuras» -casi todos sus artículos tratan de la «explosión demográfica», con el tono apocalíptico que estaba de moda hace quince años-, se le hizo poco caso. Al final, ante la evidencia de que Roma seguía en pie, solo le quedó repetir desde la primera página del Corriere della Sera que «traer semejantes multitudes a Roma ha sido una apuesta temeraria».

Estereotipos
Los comentarios, en todo caso, reflejan de rebote la idea de la Iglesia que tiene quien los escribe. Una sorpresa es que observadores e intelectuales de cierto peso muestren (¿quizás como táctica?) una imagen del católico medio que es fruto de un estereotipo, a veces infantil, pero que resulta incompatible con la capacidad de observación que se supone en personas presuntamente abiertas al mundo. Resulta, en definitiva, que se sorprenden ahora de que los católicos no vayan por ahí calzando sandalias con calcetines. Se diría que les molesta, además, que no sean integristas.

Algo así manifestaba en La Repubblica Miriam Mafai en un artículo del inevitable título «Ahora también los católicos tienen su Woodstock». A pesar de su radicalismo, la autora habla con simpatía de estos jóvenes que «no tienen la insolencia de los cruzados ni la arrogancia de los penitentes». Su admiración aumenta en la medida en que puede suponer, y desear, que muchos de estos jóvenes se alejen de la moral predicada por el Papa. Otra militante histórica de la izquierda italiana, Rossana Rossanda, escribe en Il Manifesto: «No son monaguillos, no van mirando al suelo… no son una tribu devota y amaestrada, y esto, digamos la verdad, a nosotros laicos nos produce cierta preocupación y fastidio».

Divide y vencerás
Pero no hay motivos para preocuparse tanto, pues, según Paolo Flores d’Arcais, intelectual que nunca falta cuando se trata de decir algo contra la Iglesia, el catolicismo «no es un fenómeno homogéneo». Y como si se tratara de uno de los confesores del Circo Máximo, declara a La Stampa que «la moral de los chicos del Jubileo es muy distinta de la de la Iglesia».

La estrategia del «divide y vencerás» también la usa Eugenio Scalfari, fundador de La Repubblica, en un artículo en que alaba la grandeza del Papa pero le reprocha que nunca ha cedido a la «Iglesia de los laicos», «a la Iglesia del Concilio», y concentra todo el poder… Alaba a los chicos que han participado, pero les advierte contra el cardenal Ruini, el Opus Dei, Comunión y Liberación… En realidad, bastaba leer el título para comprender la longitud de onda: «Los hijos de las flores, treinta años después».

Es objetivamente muy difícil hacer un balance de la Jornada, entre otras cosas porque lo que se ha visto es solo la punta de un iceberg. Como han señalado algunos comentaristas, es ilusorio hablar tajantemente de un antes y un después, como si en la vida las cosas cambiaran de golpe y como si todo lo que se ha visto en Roma fuera fruto de la improvisación. En el plano global, la Jornada de la Juventud es preciso verla en perspectiva con las Jornadas anteriores y con todo el pontificado. El desafío, como en otras ocasiones, es conseguir traducir la emoción, la impresión, en compromiso personal. Ante quienes piensan que todo ha sido folclore es interesante la observación que hace Joseph Vandrisse en Le Figaro: lo más impresionante han sido no los aplausos, sino los silencios. Concretamente, el silencio durante la consagración de la misa del domingo. La gente, con su cansancio y horas de sol encima, sabía dónde estaba y a qué había ido.

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