Una nueva cultura para las democracias liberales

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El libro Why Liberalism Failed, de Patrick J. Deneen, profesor de filosofía política en Notre Dame, se suma a uno de los debates más apasionantes que está teniendo lugar en Estados Unidos y otros países: ¿hasta qué punto es compatible el liberalismo con una cultura que no desea seguir los dictados de lo políticamente correcto?

El liberalismo clásico sigue siendo la doctrina política de mayor éxito en Occidente. Por diferentes que puedan parecernos hoy la izquierda y la derecha, la inmensa mayoría de los ciudadanos de las democracias liberales y sus representantes aceptan de buen grado el sistema construido sobre las aportaciones de Hobbes, Locke o Montesquieu, entre otros: derechos individuales, libertades políticas y civiles, división de poderes, Estado de derecho, elecciones libres, economía de mercado…

¿Por qué dice entonces Deneen que el liberalismo ha fracasado? Sobre todo, porque no ha traído lo que prometía traer: “La filosofía política que fue concebida para favorecer una mayor igualdad, defender un plural entramado de diferentes culturas y creencias, proteger la dignidad humana y, por supuesto, extender la libertad, en la práctica genera una desigualdad titánica, impone la uniformidad y la homogeneidad, favorece la degradación material y espiritual, y socava la libertad”.

A este juicio sumarísimo se le puede objetar, de entrada, que no todas las desgracias que ocurren dentro de las democracias liberales son imputables al liberalismo. Pero si dejamos que siga hablando Deneen escucharemos una explicación más matizada sobre el malestar que alimenta la revuelta contra las élites en Estados Unidos y Europa.

Vaya por delante que, para él, ninguna otra filosofía política ha logrado tanta libertad, riqueza y estabilidad como el liberalismo clásico. Otra advertencia: en esta obra, el término inglés “liberalism” no se refiere a las posturas de la izquierda, como es habitual en Estados Unidos; para Deneen, tanto el Partido Demócrata (“progressive liberals”) como el Republicano se mueven dentro –con acentos distintos, claro– de las coordenadas liberales.

Paradojas y dobles raseros

El consenso liberal que hasta ahora habíamos dado por supuesto, explica Deneen, está empezando a resquebrajarse por la brecha entre lo que el liberalismo promete y lo que realmente da. Son las expectativas frustradas lo que alimenta el resentimiento y lo que hace perder legitimidad al sistema. El malestar empeora cuando a quienes protestan por lo que va mal “se les toma por retrógrados” o se les acusa “de estar movidos por el odio”.

Y aquí no solo entran los perdedores económicos de la globalización, sino también los que han sufrido en sus propias carnes las consecuencias de la crisis de la familia, de las Iglesias, de los vecindarios…, en la línea de lo que llevan tiempo advirtiendo otros autores estadounidenses como Robert Putnam, Charles Murray o Bradford Wilcox.

Deneen identifica cuatro grandes áreas de descontento. En política, el liberalismo prometió defender “los derechos individuales de conciencia, de religión, de asociación, de expresión y de autogobierno”, entre otros; sin embargo, hoy están “seriamente comprometidos por la expansión del poder del Estado en cada ámbito de la vida”. Esto se puede ilustrar con varios ejemplos de intervencionismo moral producidos en EE.UU.

En economía, la libertad de empresa convive con los efectos menos beneficiosos de la globalización y la inseguridad económica. Parece que las élites solo miran a la primera parte; por eso, se sorprenden ante fenómenos como el Brexit o la victoria de Trump: no entienden “que los términos del contrato social no resulten aceptables a los clientes de Walmart”.

En educación también hay paradojas. Se suponía que la educación liberal era la forma de educar que más convenía a los ciudadanos que aspiraban a ser libres, pero hoy las democracias promueven sobre todo “la educación servil”, centrada en lo que cualifica para ganar más dinero. ¿Y qué pasa en aquellas facultades que sí enseñan humanidades y ciencias sociales? Allí los profesores insisten en que la causa por excelencia es garantizar el mismo respeto a todos, aunque los estudiantes de esas facultades apenas tendrán contacto con “aquellos que serán ridiculizados por sus recalcitrantes ideas sobre el comercio, la inmigración, la nacionalidad o las creencias religiosas”.

“Es justo reconocer los logros del liberalismo, y hay que rehusar el deseo de ‘volver’ a una época preliberal”

Finalmente, en el ámbito de la ciencia y la tecnología, Deneen observa que las mismas herramientas que fueron pensadas para darnos más control sobre la naturaleza, hoy son una fuente de ansiedad. El smartphone, por ejemplo, “nos está convirtiendo en criaturas diferentes, conformándonos a las exigencias y a la naturaleza de la tecnología”.

Una antropología fallida

Hasta ahora, el diagnóstico de Deneen no es especialmente optimista. Y todavía se pone más serio cuando identifica lo que considera la raíz de todos los males. “El liberalismo ha fracasado no porque se haya quedado corto, sino porque ha sido fiel a sí mismo”. Es decir, porque hay algo intrínseco a esta doctrina política que origina sus fallos. El problema, a su juicio, es que se ha llevado a la práctica demasiado bien la visión del hombre en que se sustenta.

El liberalismo se presenta como una doctrina que deja en paz a los individuos, pues se limita a ofrecerles oportunidades y a permitir que cada cual persiga su idea de vida buena, con el límite de no dañar a otros. En claro contraste con las otras dos grandes ideologías modernas –el comunismo y el fascismo–, el liberalismo “niega que tenga intención de moldear las almas de quienes viven bajo su imperio”.

Pero lo cierto, dice Deneen, es que también esta doctrina ha aspirado desde sus orígenes a transformar a las personas y a la sociedad, orientándolas hacia la autonomía absoluta. Primero, reemplazó la visión del hombre como criatura relacional por la de un individuo libre de vínculos. Y en el proceso, redefinió la palabra “libertad”: si para la filosofía medieval cristiana guardaba relación con el autogobierno y la virtud, con el liberalismo pasó a significar la facultad de satisfacer los propios deseos. La autonomía sin límites exigía también emanciparse de las costumbres, tradiciones y relaciones, incluidas las forjadas en las familias y las Iglesias.

Más individualistas, más dependientes del Estado

El liberalismo también decidió que la política no debía partir de la aspiración a lo más alto –lo que presuponía el ejercicio de la virtud–, sino partir “de la realidad de los comportamientos humanos observables de orgullo, egoísmo, avaricia y afán de gloria”. En este contexto de “guerra de todos contra todos” (Hobbes), es cuando más necesaria se hace la intervención del Estado. Para garantizar la paz social, desde luego. Pero también para “liberarnos unos de otros” y así alcanzar la perfecta autonomía.

Deneen lo ilustra con una famosa infografía empleada por la campaña de Obama en 2012. The Life of Julia sigue la vida ficticia de una mujer, que es apoyada por los programas del gobierno desde los 3 a los 67 años. “En el mundo de Julia solo están ella y el gobierno, con la excepción de una niña –sin padre visible– que hace una breve aparición en una diapositiva y que desaparece rápidamente a bordo de un autobús amarillo subvencionado por el gobierno”.

Una de las tesis centrales de “Why Liberalism Failed” es que el individualismo y el estatismo se refuerzan mutuamente

Para Deneen, la aspiración de la izquierda a expandir el poder del Estado encuentra un aliado en la defensa que la derecha hace del individuo autónomo. De hecho, una de las tesis centrales de Deneen es que el individualismo y el estatismo se refuerzan mutuamente, como advirtió Tocqueville. Ante el debilitamiento de los vínculos comunitarios y ante la falta de “normas, prácticas o creencias compartidas”, el Estado liberal interviene con todo su aparato de “reglamentos administrativos, políticas públicas y mandatos legales” para garantizar la pacífica cooperación.

Y esto que dice Deneen, ¿no sería aplicable solo a la derecha de inspiración libertaria? Su respuesta es que no: “Pese a que los conservadores liberales [clásicos] dicen defender no solo el libre mercado sino también los valores familiares y el federalismo, la única parte de la agenda conservadora que ha sido implantada de manera continua y exitosa durante los últimos años es el liberalismo económico, incluida la desregulación, la globalización y la protección de las enormes desigualdades económicas”.

La misma dureza reserva para la izquierda: “Mientras los progresistas liberales dicen favorecer el sentido compartido de un destino nacional y la solidaridad, que debería frenar el avance del individualismo económico y reducir la desigualdad de ingresos, la única parte de la agenda política de la izquierda que ha triunfado es la autorrealización [el individualismo expresivo] y, sobre todo, la autonomía sexual”.

Prácticas de cuidado, reverencia y respeto

¿Es Deneen un reaccionario que solo ve defectos a un sistema que, según reconoce, no tiene rival? Es cierto que es difícil estar de acuerdo con todas sus afirmaciones, pero el aprecio por su libro crece cuando comprendemos su intención última: “Es justo reconocer los logros del liberalismo, y hay que rehusar el deseo de ‘volver’ a una época preliberal. Debemos construir sobre esos logros, al tiempo que abandonamos las razones fundamentales de sus fallos. No puede haber marcha atrás, solo hacia adelante”.

Partiendo de esta premisa, Deneen aboga por “desarrollar prácticas que favorezcan nuevas formas de cultura, economías domésticas y formas de autogobierno en la polis”. Su propuesta sale al paso del creciente interés que ha detectado por crear comunidades con una cultura alternativa a la hegemónica.

Lo ve en propuestas inspiradas por creyentes, como The Benedict Option, de Rod Dreher, pero también en otras que no tienen motivaciones religiosas. Aquí cabría incluir a los movimientos a favor de estilos de vida más austeros, como los decrecentistas o las comunidades freeconomy. En unas y otras, es patente la sed de “prácticas de cuidado, paciencia, humildad, reverencia, respeto y modestia”.

Construir desde abajo

La cultura “se construye de abajo a arriba”: empieza en casa, donde la reciben los hijos, y “se desarrolla en y a través de comunidades de familias y asociaciones, especialmente a través de los ritos que rodean el nacimiento, la entrada en la edad adulta, el matrimonio y la muerte”. En ellas se transmite la memoria de una generación a la siguiente, “a través de las historias y el canto”. Es una transmisión cultural que exige “más consciencia” y “más reflexión”, para no asumir acríticamente los lugares comunes de la mentalidad dominante.

La búsqueda de una nueva cultura requiere también desarrollar ciertos “hábitos económicos” en el seno de las familias. “La facultad de fabricar cosas (…) debería apreciarse más que el consumo y el gasto”, lo mismo que “las habilidades para construir, arreglar, cocinar, plantar, preservar y abonar”. Estos hábitos no solo traen independencia respecto de las pautas económicas dominantes, sino que crean cultura. “Enseñan a cada generación las exigencias, los dones y los límites de la naturaleza”.

Unido a lo anterior está el redescubrimiento de formas locales de hacer política, que lleven a un mayor autogobierno de las comunidades. Es en el ámbito local donde personas con distintas visiones del mundo pueden aprender más fácilmente “el arte de asociarse” (Tocqueville) y trabajar codo con codo para resolver problemas comunes.

El consenso liberal está empezando a resquebrajarse por la brecha entre lo que el liberalismo promete y lo que realmente da, sostiene Deneen

Deneen confía en que “de la experiencia y de las prácticas” de estas comunidades emerja con el tiempo “una teoría mejor de la política y de la sociedad”. Una que parta no de una construcción ideológica –el estado de naturaleza imaginado por los padres del liberalismo–, sino “de la capacidad innata de relacionarse y de socializar, y de la capacidad aprendida de sacrificarse” por los demás.

Como se ve, Deneen no propone a los disconformes con la cultura actual la retirada al gueto, sino el desarrollo de estilos de vida que hagan de sus comunidades verdaderos “faros de luz y hospitales de campaña” para sus conciudadanos. Su esperanza es que de ese testimonio encarnado y vivido en la polis surja un nuevo ímpetu para renovar la cultura, la economía y la política. “No una teoría mejor, sino mejores prácticas”.

¿Tan liberales somos?

La pregunta sobre si el liberalismo es compatible con una cultura distinta a la hegemónica no es nueva. De ella se han ocupado antes destacados intelectuales como Robert Spaemann o los fallecidos Richard John Neuhaus y Michael Novak, o, más recientemente, Rod Dreher, Tomáš Halík, Ross Douthat o Adrian Vermeule.

Habrá que ver cómo reaccionan al libro Samuel Gregg, del Acton Institute, y otros intelectuales vinculados a la revista Public Discourse que no conciben una libertad –ni un liberalismo– sin raíces éticas.

Dice Deneen que, a medida que el liberalismo “llega a ser más él mismo”, más patentes son sus contradicciones, hasta el punto de “generar patologías que son a la vez falseamientos de sus postulados y, sin embargo, concreciones de la ideología liberal”.

Sin embargo, ¿se puede afirmar que una doctrina que se propone unos objetivos y logra resultados distintos ha llegado a ser ella misma? ¿Y si el problema es que, en el fondo, no somos tan liberales como creemos?

Si las democracia liberales garantizasen los derechos y las libertades fundamentales –incluidas la religiosa, la ideológica, la de expresión, la de conciencia…–, si el pluralismo y la tolerancia alcanzasen a todos, si pusieran más énfasis en la humanidad común de las personas y menos en las diferencias que fomenta la política identitaria, seguramente habría menos desencanto con el sistema, no más.

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