Una discriminación justa

publicado
DURACIÓN LECTURA: 4min.

Análisis

El rechazo de la Iglesia católica a admitir al sacerdocio a los homosexuales la singulariza una vez más frente a las tendencias que en Occidente han hecho un ritornelo de «prohibir cualquier discriminación por la orientación sexual». Tendencias que -no lo olvidemos- son ajenas a las culturas mayoritarias en África, Asia y Latinoamérica, que es donde va a haber más fieles católicos.

La Iglesia católica, como cualquier otra organización religiosa, tiene derecho a decidir cómo quiere que sean sus ministros. Es algo que pertenece al ejercicio de la libertad religiosa. Según la doctrina católica, nadie tiene derecho a ser sacerdote, cualquiera que sea su orientación sexual. El candidato ha de responder a una vocación divina, y la Iglesia certifica su idoneidad.

Todo el mundo puede pertenecer a la Iglesia, también los homosexuales que creen y quieren vivir su doctrina. Pero no cualquiera sirve para sacerdote. Y el seminario está para seleccionar -discriminar- a los candidatos al sacerdocio.

Parece indiscutible que una persona que practica la homosexualidad o sostiene la llamada «cultura gay», no pinta nada en un seminario. No está en comunión plena con la Iglesia en su doctrina moral y al afirmarse como gay en un seminario solo puede causar problemas a los demás. No se ve cómo podría proponer la doctrina católica sobre la homosexualidad quien pensara que esta condición es moralmente indiferente.

Nadie puede pretender representar a una organización cuyos principios niega con su vida. Y eso no solo es válido para las organizaciones religiosas. En 2000 se planteó en el Tribunal Supremo de EE.UU. si los Boy Scouts tenían derecho a no admitir homosexuales. La cuestión de fondo era si se puede forzar a una organización privada a admitir miembros cuya conducta es contraria a los principios definidos en sus estatutos. El Tribunal Supremo dictaminó que no había tal obligación.

Caso distinto es el de quien siente esta tendencia, sin practicar la homosexualidad. La doctrina católica distingue entre actos homosexuales, que implican una culpabilidad personal, y la tendencia homosexual, que es solo una inclinación desordenada que puede ser o no consentida. Pero esta Instrucción señala que la orientación homosexual no es algo espiritualmente neutro o sin trascendencia. No es indiferente que el candidato al sacerdocio tenga esta tendencia arraigada, aunque se comprometa a vivir el celibato. Esa tendencia objetivamente desordenada es una disfunción espiritual que debe superarse a tiempo en el caso de una persona que aspira a ser sacerdote.

Madurez afectiva

Pero, ya que la Iglesia enseña que también los homosexuales están llamados a vivir la castidad y que tienen capacidad para hacerlo, ¿por qué no admitir que un homosexual pueda vivir el celibato y ser un buen sacerdote? Este es el argumento más repetido en algunas declaraciones de «sacerdotes gays anónimos» que han proliferado estos días en la prensa americana y que llaman la atención sobre «las numerosas vocaciones que va a perder la Iglesia».

Es curioso que la misma prensa que siempre ha exagerado las dificultades para vivir el celibato sacerdotal, admita ahora sin rechistar que un cura homosexual no tendrá ningún problema. La Iglesia católica no es tan angelical. Y comprende que una persona con esas tendencias arraigadas tendrá muchas dificultades para dominarlas en un ambiente social fuertemente erotizado como el de la sociedad actual, que ha dado carta de naturaleza a la homosexualidad. Como también sabe que un círculo exclusivamente masculino como el de un seminario no es precisamente el más apropiado para que esas personas superen esas tendencias sin causar molestias a otros.

Pues el problema no es solo el celibato. También, como subraya la Instrucción, les falta la madurez afectiva necesaria para vivir la paternidad espiritual. Hay serias dudas de que quien no puede concebirse a sí mismo como marido y como padre sea capaz de ejercer como padre espiritual de los fieles que le son confiados.

Con estas normas, la Iglesia protege también a homosexuales bienintencionados, que podrían aspirar a ser sacerdotes asumiendo cargas que por su propia condición no pueden llevar. La Iglesia dice que hay que evitar «cualquier tipo de «injusta» discriminación» con los homosexuales. Pero en este caso no es una discriminación injusta, ya que se hace en su propio beneficio y en el de la Iglesia. Hay otros modos muy dignos de servir en la Iglesia.

Por otra parte, no hay que olvidar el contexto que ha motivado estas normas. Los escándalos de abusos sexuales de sacerdotes enseñan que de la mala selección y formación de los candidatos al sacerdocio pueden derivarse consecuencias muy negativas para la Iglesia. Y el informe final sobre casos de abusos sexuales de sacerdotes que conmocionó a la Iglesia de EE.UU. mostró que los abusos eran obra de una minoría, en su mayor parte contra adolescentes varones y con actos de naturaleza homosexual (ver Aceprensa 36/04). El informe hacía hincapié en la necesidad de mejorar la selección y formación de los candidatos al sacerdocio. Y la «tolerancia cero» que se propugnó en esta crisis empieza por prevenir dificultades en el tiempo de formación en el seminario.

Ignacio Aréchaga

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.