¿Un Estado judío o un Estado israelí?

publicado
DURACIÓN LECTURA: 12min.

Cincuenta años de Israel
El 14 de mayo de 1948 nacía el Estado de Israel, que ha vivido en la preocupación constante de buscar una seguridad basada en la fuerza de las armas. Con el nacimiento de aquel Estado, sus fundadores pretendían poner fin a diecinueve siglos de diáspora. Surgía así un Estado de los judíos, mas no un Estado confesional, pues ni el nuevo Israel había sido planificado por partidarios de una teocracia ni sus pobladores eran necesariamente judíos practicantes. De ahí que la sociedad israelí esté surcada por las tensiones entre laicismo y religión, lo que representa una amenaza para la cohesión interna del país.

Cuando Theodor Herzl, aquel periodista y abogado vienés, padre del sionismo, afirmó en Basilea en 1897 que al cabo de cincuenta años el mundo tendría que contar con el Estado de Israel, acertó plenamente en sus vaticinios, expuestos detalladamente un año antes en su libro El Estado de los judíos. Aquella obra había surgido oportunamente al hilo de la aparición, en Francia o en el Imperio austro-húngaro, de ideologías antisemitas, sin olvidar las esporádicas y no por ello menos violentas persecuciones desencadenadas en el Imperio zarista.

Sión, un Estado refugio

El Estado de los judíos habría de ser un lugar de refugio frente a las tormentas antisemitas. Este parecía ser el objetivo primario, el modo de solucionar lo que entonces se conocía como la «cuestión judía», y no tanto la restauración del antiguo Israel en tierras de Palestina. De ahí que entre los posibles puntos de destino del pueblo judío, Herzl llegara a considerar lugares tan dispares como Argentina o Uganda.

Herzl no podía desconocer, sin embargo, que el sueño de generaciones enteras de judíos se había resumido en esta frase que solía pronunciarse anualmente tras la celebración de la Pascua: «El año que viene en Jerusalén». De ahí que finalmente él abogara también por el retorno a Sión. Nació así el sionismo, un nacionalismo secular judío que tenía en común con otros nacionalismos de la época una concepción mítica de la colonización, plagada de idealismos civilizadores.

Sin embargo, un clamoroso defecto de esta concepción fue la percepción de que la tierra que iban a ocupar los colonos judíos era poco menos que una res nullius. No es de extrañar, por tanto, que en las páginas del citado libro de Herzl no haya la más mínima referencia a los anteriores habitantes de Palestina. Incluso el autor llega a considerar que el Estado de Israel representaría un elemento del muro que separa Europa de Asia y «un puesto avanzado de la civilización contra la barbarie». Estos planteamientos, escritos en 1896, permiten comprender parte de lo que iba a suceder en tierras de Oriente Próximo antes y después de 1948.

La vía de la asimilación

Desde sus orígenes, el sionismo se propuso marcar distancias con la religión judía. El Estado planificado por Herzl era lo más opuesto a una teocracia, tal y como se desprende de una de sus frases lapidarias: «Si la fe mantiene nuestra unidad, la ciencia nos libera». Para el ideólogo del sionismo, los jefes religiosos debían quedar confinados en los templos del mismo modo que los militares en sus cuarteles. De ahí el estupor que experimentaría Herzl si viera que los partidos religiosos en el Israel de nuestros días llegan a tener la llave de la gobernabilidad y que los judíos ultraortodoxos intentan imponer las prescripciones rabínicas a la sociedad entera. Porque si en algo coinciden Herzl y los intelectuales laicos de origen judío del presente, es en sentirse herederos de la Haskalá, la Ilustración judía que se extendió por Europa desde finales del siglo XVIII para acabar asentando también raíces en los Estados Unidos, donde hoy viven más de seis millones de judíos.

La Haskalá señaló al pueblo judío el camino de la asimilación con los pueblos de los países en que vivía. Era una invitación a salir del gueto en el que habían estado recluidos tantos siglos, pero al mismo tiempo suponía una visión crítica hacia la religión judía y las costumbres a ella vinculadas, consideradas en buena parte culpables de las desdichas de todo un pueblo. Así pues, abierta la vía hacia la asimilación, la espera de un Mesías liberador perdió todo su sentido, y el Mesías quedó reducido en el mejor de los casos a una alegoría del pueblo judío capaz de forjar por sí mismo su propio destino. Sin embargo, cuando el sionismo brindó una patria a los judíos, se vio precisado a contar con el hecho religioso como factor aglutinante de la identidad nacional.

Israel contra Judá

Haciendo una analogía con los tiempos bíblicos, se podría decir que en la sociedad israelí actual hay un reino de Israel y un reino de Judá, resultado de la profunda fractura, acentuada con el paso de los años, entre laicos y religiosos. Se trata de dos grupos encerrados en sus respectivas trincheras que en más de una ocasión han pasado de las palabras a las pedradas y los puñetazos para decidir, por ejemplo, si la céntrica calle Bar-Ilan, en Jerusalén, debe permanecer abierta durante la celebración del sábado. Unos visten por entero a la occidental y otros se dejan ver siempre con sus largos gabanes negros y característicos tirabuzones. Los israelíes laicos ven en la religión una atadura para la libertad, mientras que los judíos ultraortodoxos califican a los laicos de gentiles que hablan hebreo.

El escritor Abraham B. Yehoshuá ha analizado muy bien la contradicción que surge al hacer de una religión el signo de la identidad nacional. Y es que toda religión monoteísta que aspire a encerrarse tras las fronteras de un Estado, tarde o temprano acaba convirtiéndose en instrumento de intereses políticos. Pero tampoco, como bien señala Yehoshuá, la pertenencia a una nación puede estar condicionada a una fe religiosa, sea la que sea. De hecho, israelí y judío no son términos equivalentes porque gran parte de los israelíes hebreos no cumple con ninguno de los preceptos de las leyes rabínicas, sin olvidar tampoco que uno de cada cinco israelíes es árabe y musulmán o cristiano o druso.

Algunos historiadores israelíes, como Ilan Pappe, profesor de ciencias políticas en la Universidad de Haifa, consideran que Israel vive ya en la era del postsionismo. Para Pappe, el sueño nacionalista del sionismo está muerto, entre otras cosas, por haber degenerado en una controvertida empresa colonialista, que nació precisamente en unos momentos en los empezaba a sonar en el mundo la era de la descolonización. Tampoco ha llegado a existir el «judío nuevo», modelado por la mística socialista del kibbutz. En el Israel de hoy campa a sus anchas el neoliberalismo económico, y la sociedad existente es multiétnica. Así pues, la convivencia sólo puede asegurarse con un Estado laico y democrático.

De hecho, la doctrina del Tribunal Supremo de Israel habla con frecuencia de un «Estado judío y democrático» y, por lo demás, la imagen que ha querido dar Israel ante la opinión pública mundial ha sido la de un Estado democrático, constantemente amenazado por regímenes árabes totalitarios. Sin embargo, convendría recordar, en este punto, lo que dijera, allá por los años treinta, aquel gran jurista francés que fuera Joseph Barthélemy: «La democracia se reconoce en el modo de tratar al hombre». De ahí que si no se encuentran los instrumentos adecuados para la convivencia entre los grupos políticos y sociales, los sistemas democráticos no conocen la estabilidad interna.

Pappe sólo ve dos desenlaces posibles en el futuro de Israel: «El triunfo del sionismo religioso, por medio de un Estado teocrático, fundamentalista [pero no totalitario, precisa, sino con «espacios de libertad privados»], o el paso al ‘postsionismo’, la normalización en un Estado de ciudadanos, democrático y laico» (Le Figaro, 30-IV-98).

Unas fronteras definitivas

Por otro lado, Israel necesita más que nunca poner paz en sus fronteras, es decir, reconocer que el Estado palestino será tarde o temprano una realidad. Ante una declaración unilateral de independencia de los territorios autónomos que controla hoy la Autoridad Nacional Palestina, Israel difícilmente podrá apelar a la fuerza de las armas sin un altísimo coste material y moral. Y habrá que contar también con la oposición de ese nacionalismo religioso, defensor acérrimo de los asentamientos judíos en Cisjordania.

Pese a todo, la existencia de un Estado palestino puede ser beneficiosa, al cerrar una larga página de la historia de Israel, pues la sociedad israelí se habrá trazado unas fronteras definitivas y podrá replantearse su propia identidad. Esas fronteras no encerrarán -como tampoco encierran ahora- una sociedad monolítica sino pluralista, en la que tienen que convivir los israelíes laicos y los religiosos. Laicos y religiosos están de acuerdo, sin duda, en la consolidación del Estado de Israel, por lo que el sectarismo deberá dar paso necesariamente a un diálogo para sentar los límites de las esferas religiosa y secular.

¿Quién puede ser israelí?

Todo judío, en cualquier parte del mundo, tiene derecho a ser ciudadano de Israel, el Estado creado para los judíos. En cambio, un árabe emigrado de Palestina no tiene derecho automático a entrar en Israel, y mucho menos a la nacionalidad israelí, aunque su familia haya vivido allí durante siglos. Por eso tiene tanta importancia la cuestión de quién es judío, como han subrayado diversos comentarios publicados por israelíes en la prensa internacional ante la proximidad del cincuentenario de Israel.

Según la ley vigente, es judío todo nacido de madre judía o converso al judaísmo mediante un rito realizado ante la autoridad religiosa reconocida. Por tanto, la base del derecho a la ciudadanía implica una referencia, directa o indirecta, a la religión. Esto es motivo de conflictos, ya que dos tercios de los judíos actuales se declaran no practicantes o ni siquiera creyentes, y los religiosos están divididos en tres ramas (ortodoxa, conservadora y reformada).

Los laicos recelan de que la definición de quién es judío esté en manos de los religiosos. En Israel, el rabinato ortodoxo tiene el monopolio de las conversiones al judaísmo. Los conversos de las otras ramas no tienen derecho a la ciudadanía, y ni siquiera a casarse (no existe el matrimonio civil en Israel). Los ortodoxos o haredim, que representan un 10% de la población, quieren mantener este poder para asegurar la autenticidad del judaísmo en el país, a sus ojos en peligro por la alta proporción de nativos no creyentes y la gran afluencia de judíos de Rusia -llegarán a ser cerca de un millón en el 2000-, que por lo general han perdido las tradiciones religiosas.

En enero, representantes de los tres rabinatos llegaron a un principio de acuerdo para que el Estado reconozca también las conversiones efectuadas por conservadores o reformados. El arreglo tenía que ser aprobado por el Parlamento, pero no llegó a los diputados, porque en marzo el rabinato ortodoxo rechazó el acuerdo provisional.

Pacto roto

Para los laicos, es preciso separar de la religión la cuestión de la nacionalidad. Según la definición oficial, Israel es un «Estado judío y democrático». Pero -se pregunta Uri Avnery, dirigente del Bloque por la Paz israelí- «¿cómo puede un Estado, en el que uno de cada cinco ciudadanos no es judío, ser judío y democrático a la vez?» (International Herald Tribune, 7-IV-98). Hoy, añade, es un hecho que existe «una enorme diferencia entre ser judío y ser israelí».

Antes, la división estaba amortiguada en virtud de un acuerdo tácito, dice David Hartman, director del Instituto Shalom Hartman, de Jerusalén. «Los israelíes laicos sostenían que la construcción del Estado judío era suficiente para proporcionar a todos una identidad judía. (…) Durante decenios, este pacto -los nacionalistas laicos dirigían el país y los ultraortodoxos, la religión- mantuvo firme el judaísmo en Israel. Pero este pacto se ha roto. Los ultraortodoxos fueron ganando poder y empezaron a reclamar más intervención en las decisiones políticas» (New York Times, 15-II-98).

Sin embargo, no es fácil definir la identidad israelí sin referencia alguna a la religión, como reconocía Menashe Kadisham, otro laico prominente. Con ocasión de haber recibido el Premio Israel 1995, Kadisham concedió una entrevista al International Herald Tribune (4-XII-95), en que respondía así a la pregunta ¿puede ser Israel un Estado aconfesional?: «Esa es la ironía. Todo lo que hacemos aquí tiene que ver con el judaísmo. No celebramos la Navidad ni la Semana Santa. Celebramos el Hannukah y la Pascua. Los no creyentes se preocupan tanto por la Biblia como los religiosos. Todo el mundo cita la Biblia para apoyar su punto de vista».

Pero ¿cómo se consideran los propios israelíes de hoy? En una reciente encuesta, que cita Avnery, el 34% se definió «judío»; el 35%, «israelí», y el 30%, «judío e israelí». Para Avnery, «lo más importante que une a los israelíes con los judíos de todo el mundo es la memoria del Holocausto y de las anteriores persecuciones». La religión, en cambio, ya no es una seña común de identidad. «De hecho -añade Avnery-, el gran pensador ortodoxo Yeshayahu Leibowitz sostenía que la religión judía murió hace doscientos años, y que el Holocausto es como un sucedáneo de religión, lo único que los judíos de todo el mundo tienen en común».

Este permanente recuerdo del exterminio, anota Avnery, es normal para los judíos: olvidar sería como hacer traición a la memoria de las víctimas. Pero, prosigue, es peligroso para los israelíes: trae consigo la conciencia de estar siempre amenazados, con la conclusión lógica de que los israelíes no pueden hacer las paces con sus vecinos, sino que deben mantenerse en alerta constante.

Antonio R. Rubio

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.