¡Tanto Shakespeare…!

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Creo que hay en estos años una sobrevaloración de la obra de Shakespeare. No me refiero a los comentarios de textos, apreciaciones, que, salvo genialidad igual o superior a la de Shakespeare, no aportan más que erudición banal, estadística boba o miméticos efluvios de vano estructuralismo, psicologismo, o de la insuficiente filosofía del lenguaje.

El genio que lee a otro genio suele tomar pie de él -o incluso de un libro vulgar- para escribir cosas que se hacen clásicas, porque hay en ellas algún valor permanente, o porque hablan del hombre en su realidad completa, es decir, en su realidad de criatura.

Cabe juzgar de modo semejante la obra musical, fruto -por así decir- de la lectura de una obra de Shakespeare; Hamlet de Tchaikovski o Romeo y Julieta de Prokofiev me parecen genialidades paralelas, quiero decir, que no deben nada a la obra dramática: son otra cosa a partir de ella. O el Coriolano. Sucede lo mismo con la pintura; pero no recuerdo ningúna obra plástica genial que parta de una obra de Shakespeare.

Más directamente que en otras artes pervive sin embargo la obra de Shakespeare en el teatro y en el cine.

La aportación -de valor universal- que Shakespeare hace a la humanidad se mueve casi sólo en el ámbito de las pasiones humanas, tomadas en sí mismas. Sus referencias al origen y destino eterno del hombre, cuando las hay, son adjetivas o formales, no afectan hondamente al tema que trata en sus argumentos ni configuran a sus personajes. Ni tampoco en su gran poesía: lo que escribe en sus sonetos de amor, tan depurado e irreferencial, es una magnífica muestra humana de cualquier amor humano por lo humano.

No sin razón, a lo largo de los siglos se han ido motejando en la línea de lo psicológico o de las pasiones humanas sus grandes tragedias: Hamlet o la duda, Otelo o los celos, Macbeth o la ambición, etc.

En el cine, ninguno de los grandes directores y actores cuyas películas conozco han dado un vuelo religioso -no han podido verlo, no lo hay- a sus puestas en escena, realizaciones o interpretaciones: el Hamlet de Laurence Olivier, las soberbias películas de Orson Welles, el Macbeth de Roman Polanski, las versiones de Franco Zeffirelli -sobre todo su académico y tímido Hamlet-, ni, menos aún, en la espantosamente inhumana figura de Ricardo III, en la reciente película de Richard Loncraine, magníficamente interpretada por Ian McKellen.

Introduciría una ligera salvedad en la nueva versión de Romeo y Julieta de Baz Luhrmann, que actualiza bien, y sobre todo recrea esta obra de Shakespeare, porque lo habitual hasta ahora ha sido mantener una rara y sospechosa tradición académica.

Cultura más que religión

Mi sospecha estriba en que se han tratado las tragedias de Shakespeare al modo de un texto inspirado, divinamente inspirado. Por tanto, más que sobrevaloración de la obra de Shakespeare, se trata de una absolutización, de hacer de esta obra el absoluto que no es.

Establecer una como liturgia representativa fija, como un canon, es hacer de eso (pretenderlo) una religión. Pretenderlo, porque es apoyar la escalera en el aire, establecer una religión de lo que no vuela, no religa. Tanto más cuanto que la obra de este dramaturgo vuela bajo respecto a la Altura.

Un ejemplo reciente y significativo de esta adoración se halla en el libro El canon occidental de Harold Bloom. Ejemplo extremo, pues Harold Bloom, al negar el Absoluto, lo sustituye por la obra de Shakespeare, la pone «en vez de», pretende llenar su vacío de toda trascendencia con estos dramas y comedias.

En la obra total de Shakespeare no hay un desarrollo completo del fenómeno humano. No puede llamarse completo por el solo hecho de que, sobre lo psicológico, afirme el valor de la conciencia y de los preceptos morales; ni tampoco porque cite verdades del credo cristiano: la existencia de Dios, la vida eterna, la Gloria, el Infierno, etc. Esas verdades religiosas no iluminan a sus personajes desde dentro, porque, si las saben o las creen, no las viven hasta transformarles, hasta hacerles pasar -diría Sören Kierkegaard- al tercer estadio, el de la vida sobrenatural.

Hace poco asistí a la proyección de una película, que, en el coloquio posterior, demostró haber despertado en los espectadores una conmoción grande de lo artístico, moral y religioso. Preguntado el director por su fe, que parecía traslucirse en su película, dijo que era ateo, y que esas referencias religiosas en su película no tenían otra explicación sino que había sido educado en una cultura cristiana, nada más.

Algo semejante, si no lo mismo -no digo que Shakespeare fuera ateo, hablo sólo de su obra-, sucede en la obra de este dramaturgo; hay referencias religiosas, citas, elementos de ella, pero… culturales, de educación, de ambiente. La materialidad de una referencia religiosa no basta para poder afirmar que Shakespeare hace «un desarrollo completo del fenómeno humano». Quienes eso afirman exigen bien poco a la recreativa riqueza de la religión -como Kenneth Branagh al comentar su Hamlet (ver entrevista)-, o desconocen el ilimitado poder de la fe viva en Dios, que hace nueva la criatura.

Sin embargo, el mismo Branagh reconoce que «quizá Shakespeare no da importancia a las relaciones de la gente con Dios». Eso es lo que me esfuerzo en mostrar. De ahí que su siguiente afirmación no deja de resultar un tanto incoherente: «Indaga más bien en los propósitos internos, en las ansiedades del hombre, y en esa búsqueda de respuestas que lleva a la gente a encontrar a Dios dentro de sí». Habría que decir más bien: que quizá lleve a la gente a encontrar a Dios; en todo caso, si eso sucediera, sería fuera de la obra de Shakespeare, no en ella.

Análisis psicológico

En Shakespeare conviven una especie de tragedia pagana -en él con ese superplus de la gran penetración psicológica- y de drama o comedia grande. Digo «especie de» porque en la tragedia griega los personajes están, al menos, traspasados por el Destino, esa siempre limitada noción de la realidad divina. Pero en Shakespeare los personajes no están en absoluto vividos por lo divino: esa noticia de Dios que brilla en sus criaturas y en sus obras, en los decretos de Dios como Señor de la historia. En Shakespeare no hay luz sobre el misterio último del hombre, sino genial análisis psicológico de sus pasiones exacerbadas, sabiduría humana, valiosas sentencias. Pero luz escasa que ilumine al hombre desde dentro.

La belleza más amable -en la que cabe todo el amor del hombre y se expande- es la máxima Belleza, o su referencia a ella, o su búsqueda, o la recreación de la criatura en este misterio. Y esto, en arte perdurable. No es extraño que esta época, tan poco capaz de lo espiritual más alto, canonice con normas representativas paradivinas a Shakespeare, ese pequeño dios del arte, casi exangüe de sangre de Belleza.

Pedro Antonio Urbina

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