Siempre nos quedará Lisboa

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En el fondo -e incluso en la forma- reina la satisfacción sobre el Tratado de la Unión Europea. Habrá acuerdo; se firmará en diciembre (en ambiente prenavideño) en Lisboa (bella ciudad, con bonito nombre para un Tratado) y se han salvado no sólo los muebles, sino buena parte de los contenidos de la así llamada “Constitución Europea”. Parece que no va a haber muchos referendos, sino que casi todos los países optarán por la aprobación parlamentaria, con lo que los riesgos son mínimos. Por lo tanto, hay vida después de la Constitución. El barco de la integración europea sigue a flote.

No es cuestión de repasar otra vez los puntos fundamentales del nuevo Tratado (la prensa los ha presentado ya en todos los idiomas), sino de llamar la atención sobre algunos aspectos sobre los que quizá se ha reflexionado menos.

El final de un intento

Quizá lo más llamativo es la vuelta al método intergubernamental, el tan denostado, el que, definitivamente, tenía que caer para ceder paso al método “convencional”. Este suponía una mayor presencia de la sociedad civil, una mayor cercanía al ciudadano, una mayor conciencia de que Europa (esa Europa comunitaria que tantas veces identificamos con el ser y el devenir del continente) es un empeño común.

Allá por el Tratado de Niza, hacia 2001, parece que la crisis ya se hacía patente hasta para los más optimistas. Los años de los fervores europeos han pasado -¡qué tiempos aquellos los de Delors, Kohl, Mitterrand, Felipe González!- y cada gobierno, en el debate en torno a números de representantes y peso de los votos, arrima el ascua a su sardina, olvidando (o al menos dando la impresión de que olvida) que la pesca se realiza desde un mismo bote.

Se pueden sacar muchas conclusiones malévolas en torno al intento fallido. Quizá conviene no dar tanto curso a la maldad y algo más al realismo: el proyecto europeo ha sido desde los inicios un proyecto intergubernamental, “cocinado” por unos cuantos políticos, bastante al margen de una población que estaba básicamente de acuerdo con las líneas maestras y sólo salía a la calle (véanse los agricultores) cuando sus intereses se veían afectados por “Bruselas”, ese ente mítico que no es sino el resultado de la capacidad y del interés de negociar de los gobiernos.

Es cierto que los tiempos han cambiado y que hoy es más difícil avanzar en un proyecto sin un cierto refrendo social. Pero pensar que la apertura de un foro en Internet o incluso un referéndum vaya a crear ese refrendo es un punto de partida ingenuo. Como ingenua fue la valoración del estado de ánimo en ciertos países en los que los gobiernos se lanzaron alegremente a un referéndum innecesario -la aprobación parlamentaria hubiera sido suficiente-, para perderlo. Ahora estamos donde estábamos: los gobiernos lo han hecho, la distancia de los ciudadanos sigue siendo la misma, y nos queda la sensación de que “aquello” no salió, de que los políticos fracasaron, con lo que aumenta su desprestigio y la sensación de que esto de la integración europea no hay quien lo entienda.

Estamos donde estábamos, pero con una necesidad cada vez mayor de entrar ya en un diálogo serio, a fondo, con los ciudadanos. De explicar, sin irenismos ni buenismos, las bondades y problemas de este proyecto -y de sus alternativas.

Eso sí: parece que el tándem germano-francés vuelve a funcionar. Llevábamos bastante tiempo preguntándonos quién iba a sacar esto adelante, y no se veían grandes líderes. Quizá no los haya, pero sí hay la tenacidad y la voluntad suficientes para superar atascos y contrariedades, especialidad no sólo de algunos gemelos, sino más bien una constante en la historia de la integración europea.

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Enrique Banús es director del Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra)

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