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Salvaguardar el amor en la pareja para afianzar la familia

publicado
DURACIÓN LECTURA: 11min.

Entrevista a la escritora Georgette Blaquière
La familia sigue siendo un valor seguro en las preferencias y preocupaciones de la gran mayoría. Sin embargo, hay gran inseguridad sobre el modelo al que debe referirse la pareja y la familia en la sociedad actual. Se perfilan nuevos mosaicos familiares y asistimos a una progresión inquietante de hogares monoparentales o de familias reconstituidas con los restos del naufragio de otras. Frente a esta perplejidad, la escritora francesa Georgette Blaquière dibuja con trazos firmes en su última obra el perfil del matrimonio a las puertas del siglo XXI.

Licenciada en Letras, madre de dos hijas y abuela de once nietos, Georgette Blaquière trabaja en el silencio de un antiguo caserón del siglo XVIII, en el centro del pequeño pueblo de Saint Pierre de Livront al sur de Francia. Allí, en un viejo despacho donde también caben los últimos avances de la tecnología, ha dado a luz libros emblemáticos sobre la mujer, la figura de María o el sacerdocio (1). Vinculada al movimiento carismático, explica con frecuencia a matrimonios una espiritualidad para la vida conyugal. Este es el origen de su última obra, Atreverse a vivir el amor, que ofrece una propuesta cristiana para vivir el amor en la pareja. ¿Cuál es el secreto de su éxito? Quizá que cada línea de lo que escribe parte de una experiencia rica, vivida y contrastada.

– La familia debe ser un lugar privilegiado donde reine el amor. Sin embargo, los hombres la convierten, a veces, en fuente de sufrimiento. En su último libro, «Atreverse a vivir el amor», afirma que la actual crisis de la pareja se encuentra en el corazón de los problemas de la familia.

– Sí, la crisis de la familia es, ante todo, la crisis de la pareja que actualmente se ve amenazada por una de las grandes reivindicaciones de la modernidad: el individualismo. Sin embargo, hay que saber mirar en la modernidad, descifrar sus actitudes. El individualismo es algo más que una simple apelación al egoísmo; detrás se esconde el grito del hombre que quiere ser reconocido y existir como persona. En el fondo, es un rechazo de la colectividad. En una colectividad somos un número dentro de un rebaño y existimos en la medida en que anulamos a los demás. Pero colectividad y comunidad se oponen. La colectividad aplasta, la comunión hace vivir, y la familia es la primera comunidad. En la comunidad las personas son reconocidas tal como son, diferentes y complementarias. No se anula la libertad personal. Por eso familia e individuo no deben oponerse; al contrario, la familia es el medio adecuado para que el individuo se desarrolle y llegue a su plenitud.

Reconocidos como personas

– Usted hace siempre referencia a que el hombre fue creado a «imagen y semejanza de Dios». ¿Qué relación se puede establecer entre esta afirmación y la aspiración del hombre a ser reconocido?

– Las verdades de fe se entrelazan, se explican mutuamente. Si volvemos al proyecto original de Dios, vemos efectivamente que el hombre fue creado a su imagen y semejanza. La imagen es a lo que estamos llamados. La semejanza es esa dinámica interna que nos tiene que llevar, en etapas sucesivas, a esa imagen futura. Cada hombre debería reflejar de una forma particular la imagen de Dios. Cuando participo en conferencias y coloquios, me gusta sorprender a mis oyentes diciéndoles que la fe no es creer que Dios existe, sino creer que yo existo para Dios, que antes de que yo existiera, Dios me llevaba en su corazón. Despierto inmediatamente el interés del público. Cada ser humano ha sido «querido», llamado a la vida y es absolutamente irremplazable, porque es único. Dios no trabaja en serie. Pienso que los cristianos tenemos que «evangelizar» ese grito del individualismo, tomar conciencia de lo que hay detrás: el deseo de ser reconocidos y amados.

– Hoy en día muchas parejas no se casan, porque no quieren ser atrapadas por una estructura que coarte su libertad. Este individualismo atroz, ¿cómo repercute en las relaciones hombre-mujer dentro de la familia?

– La familia integra un conjunto de personas. En ella, la jerarquía no se impone, sino que debe derivar de que cada uno tiene valencias distintas. En la encíclica Mulieris dignitatem, Juan Pablo II nos recuerda que la intención del Creador no fue que el hombre dominara a la mujer, ni la mujer al hombre, sino que su designio es la complementariedad en la igual dignidad: que cada uno aporte lo que es en el amor, para que el otro pueda alcanzar su desarrollo completo, su plenitud.

Quiero advertir aquí un fenómeno al que estamos asistiendo en el mundo occidental: la erotización de toda relación humana, incluso dentro de las propias familias. Toda amistad se vuelve sospechosa, toda manifestación de afecto, dudosa. Es aquí donde el psicoanálisis barato ha causado más destrozos. Hay que rehacer el tejido fraternal en la familia y en el mundo. Sólo este lenguaje es universal para expresar la relación entre hombres y mujeres: padres, hijos, hermanos, hermanas. Desde el principio somos hermanos en humanidad y caminamos hacia una fraternidad universal. Tenemos que recuperar la sencillez, la libertad en las relaciones humanas, la transparencia y la espontaneidad de la amistad, sin tapujos, ni prejuicios. El lenguaje de la genitalidad, por privilegiado que sea, no es más que uno de los múltiples lenguajes de la relación hombre-mujer, y además, sólo pertenece a «este mundo».

La mujer que consuela

– Entonces, ¿cuál sería ese papel de la mujer en la pareja y en la familia?

– Ante todo quiero recordar que en el relato de la creación Dios dijo al hombre: «Dominarás el mundo…». Pero el hombre fue dado a la mujer y la mujer al hombre, que se reciben mutuamente. ¡Cuántas consecuencias podemos sacar de esto! Consecuencias que nos llevan a respetar, a considerar, en definitiva, a amar.

En este mundo duro en que vivimos, pienso que la mujer ejerce el misterio de la consolación. Consolar significa etimológicamente «acoger al otro», marido e hijos, y ayudarlos a vivir. Toda mujer recuerda sin cesar al hombre que la plenitud de su existencia no se la darán el «tener» ni el «poder», sino el amor. Por eso, ella tiene el incomparable papel de ser guardiana de lo esencial.

– Su visión contrasta con el reproche que hacen algunas feministas a la tradición judeo-cristiana, a la que acusan de ser culpable de todos los males que afectan hoy a las relaciones entre hombre y mujer.

– En el fondo lo que están atacando son las deformaciones a las que ha sido sometida esa tradición, especialmente durante el siglo pasado. Los cristianos deberían preguntarse si no han sido ellos los que han fomentado esos clichés culturales que son ajenos a la fe auténtica. No es justo que la tradición judeo-cristiana cargue con la responsabilidad de comportamientos socioculturales, más o menos justificados y, a menudo, injustificables, que no tienen nada que ver con ella. Por ejemplo, la disociación en la sexualidad del placer y el amor, así como la referencia exclusiva a la procreación como fin del matrimonio, falsean la interpretación de la tradición judeo-cristiana. Ahí reside, precisamente, su originalidad y su irremplazable riqueza.

Sin disociar placer y amor

– Pero, esa libertad en el amor que hoy prevalece, que muchos califican de «autenticidad», ¿no está coartada por esta tradición?

– Hoy se presenta, incluso a los adolescentes, el «hacer el amor», donde sea y como sea, como un derecho elemental, como la satisfacción normal de una necesidad natural, una experiencia que no compromete a nada. Se cae así en una trivialización mortal, y no me estoy refiriendo únicamente al SIDA. Los sociólogos empiezan a percibir que los supuestos liberados sexuales acaban engendrando reprimidos espirituales, y las personalidades más frágiles son, naturalmente, las más perjudicadas.

Cuando se disocia el placer del amor, se puede llegar incluso a justificar la prostitución, a admitir que hay mujeres para el placer y mujeres para casarse y tener hijos, y esto no ocurre únicamente en los vodeviles del siglo pasado. Dentro del mismo matrimonio, el empleo considerado normal de medios anticonceptivos obedece también a esa separación del placer y del amor. Lo que asegura es un placer sin sorpresas ni riesgos, haciendo del otro el «objeto» siempre disponible para el disfrute.

A la inversa, escoger la fecundidad sin el placer podría conducirnos hasta la aceptación de mutilaciones sexuales. Hoy en día, millares de mujeres en el continente africano sufren esta aberración. ¡El derecho del hombre a que se respete su integridad corporal no se considera válido para todas las mujeres y niñas!

Frente a todo esto, en la revelación cristiana la sexualidad es una llamada a ser como Dios, que es dador de Vida. Se trata menos de continuar la especie que de asemejarse a Dios. Y esto es muy importante, porque todo lo que toca a la vida, el cuerpo, el placer, el amor, el niño… es sagrado. Por eso, la desacralización de la sexualidad, bajo pretexto de liberarse de tabúes, lleva a la muerte.

La fecundidad reprimida

– ¿Dónde se encuentran las razones profundas de la reticencia de la pareja a tener más hijos?

– La idea de que la fecundidad natural equivale a esterilizar otras posibilidades humanas es una tentación frecuente en las parejas, que se fijan en todo lo que tener hijos nos impediría hacer: la promoción en el trabajo, compromisos a los que deberíamos renunciar, sacrificios que habría que realizar… Todo esto frustra hoy a las parejas y, en ocasiones, también les basta para justificar el aborto.

La mujer es, de alguna forma, colaboradora de Dios porque lleva la vida en ella. Por no sé qué truco de prestidigitación se intenta hacerle creer que dar la vida supone una inferioridad, cuando es precisamente lo contrario. Incluso se oyen voces, y estoy hablando de Europa, que intentan culpabilizarla de sentirse feliz por ser madre… ¿De qué «liberación» de la mujer se trata?

– Pero es comprensible que, dada la dificultad de la vida actual, las parejas reduzcan el número de hijos. Se acusa a la Iglesia de ser retrógrada en este campo.

– La Iglesia no condena la regulación de la fecundidad, la desea generosa pero razonable. Al reservar el amor carnal para el matrimonio trata de proteger el amor de los esposos y al niño que va a nacer. Y cuando propone los medios naturales para regular la natalidad es porque, al respetar los ritmos femeninos, comprometen a los dos esposos a compartir la responsabilidad y a hacer depender el amor de los cuerpos del amor de los corazones. Es cierto que hay leyes que respetar, pero las leyes de Dios no son prohibiciones, sino indicadores que aseguran la protección de la naturaleza de cada ser creado. Y al intentar salvaguardar al hombre en su ser más profundo resultan, en realidad, mucho más liberadoras y constructivas que las leyes humanas.

Creo sinceramente que la Iglesia es la institución que más comprometida se muestra en la defensa de la sexualidad humana, oponiéndose a que se reduzca a un acoplamiento, aunque fuera para engendrar un niño, y menos aún, a un acoplamiento pasajero.

Un amor incondicional

– Sin embargo, las parejas rehuyen cada vez más el matrimonio religioso.

– No se valora suficientemente el sacramento del matrimonio. Creemos que es el amor el que hace durar el matrimonio y muchas veces es el matrimonio el que hace durar el amor, porque es Dios quien se compromete también con los esposos. No dudo que hay matrimonios con dificultades reales graves. Cada pareja tiene su propia historia y una manera personal de resolver sus problemas. Pero yo diría que el matrimonio es como el «laboratorio del amor», el camino privilegiado que lo introduce en el corazón de lo real, de lo cotidiano.

Para explicarlo, me gusta volver al origen de las cosas, al proyecto inicial: somos queridos con un amor divino fidelísimo, un amor que se nos ha dado para siempre y para todos. De la misma forma, el matrimonio nos adentra en un camino que no admite la vuelta atrás, porque amar es una elección donde el otro es considerado como único, preferido a todo, y por lo tanto es comprometerse con corazón, cuerpo y alma, sacrificando todo lo demás. En el matrimonio hay que mirar al otro, no con la frialdad de la lucidez, sino con los ojos del amor que nos hace ver más lo bueno que lo malo, aunque podamos pecar de ingenuidad. Esto no es fácil todos los días: la caridad evangélica es muy exigente, pero estamos hechos para amar así.

– Eso es muy duro… A muchas personas les parecerá tan ilusorio como imposible. ¿Cree usted que todos, hombres y mujeres, aspiramos a vivir ese amor?

– Es el único que puede llenar el corazón del hombre. Es el amor con el que sueñan los jóvenes, aunque sus comportamientos parezcan desmentirlo. La proposición cristiana sobre el amor en la pareja, por muy exigente que sea, salva el amor en todas sus dimensiones. Nos estamos jugando el porvenir del hombre, de la familia y de la sociedad. Tenemos que dar testimonio de este amor en un mundo que muere por no creer en él, por no saber amar.

María Isabel Miralles_________________________(1) La grâce d’être femme (1981), («La gracia de ser mujer», Ed. Palabra); L’évangile de Marie (1986), («María, peregrina de la fe», Ed. Paulinas); Prêtres pour l’amour de Jésus et de l’Évangile (1990); Pentecôte c’est aujourd’hui (1991); Oser vivre l’amour (1993).

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