Reconstruir la modernidad

publicado
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Un proyecto de Alain Touraine
Es molesto andar por la vida sin nombres. El rótulo de postmodernidad no gusta a muchos: no se ha impuesto en el lenguaje ordinario. Pero ¿cómo llamar a una época en la que el más famoso de los sociólogos franceses escribe una Crítica de la modernidad (1) que es nada menos que el proyecto de reconstruirla? Y sólo se intenta la reconstrucción de lo que está más o menos destrozado. ¿Qué está pasando?

Pasa que conceptos y actitudes como «Progreso», «Estado», «Ciencia» -así, con orgullosas mayúsculas-, laicismo y otros muchos están en entredicho. ¿Entre los fundamentalistas? Sin duda: éstos lanzan rayos y centellas contra todo lo que huele a racionalidad. Pero también es la gente normal, el intelectual joven (que ya no se llama intelectual), el que está harto de una retórica a la que se ha hecho durar más de dos siglos, a base de cirugía estética, eliminando grasas, estirando piel.

Alain Touraine, por su trayectoria, por su atención a los nuevos movimientos, parecía destinado a comprender la descomposición de la Modernidad. Pero al final, como muchos de los antiguos gauchistes -como Habermas, por ejemplo-, tiene miedo. Y prefiere juntar elementos para salvar in extremis la creencia de toda la vida, lo ya visto. La rebeldía se deja a un lado. El plan es: modificar para dejar en pie lo más posible. Lo que ha sido la esencia del conservadurismo.

Recombinación

Touraine no aceptaría esa crítica, pero a estas alturas no se puede andar con paños calientes. Es moderno, es decir, antiguo, tener que hacer una crítica equilibrada a puro afán. Si se pone mal a un consagrado como Touraine, no se es serio. Y es que los mandarines y su poder no han desaparecido. Han cambiado la forma de su dominio.

El libro de Touraine ha sido, para mí al menos, una gran decepción. Bien: algo positivo. Y es que una gran parte de su grueso, complejo, farragoso y a veces reiterativo libro se dedica a descartar cualquier tipo de nostalgia. Y, más en concreto, la nostalgia racionalista de la Razón. (Porque la Modernidad, desde el XVII, y especialmente en Francia, ha sido la idolatría de la Razón. No en vano se convierte en símbolo y se la personifica como Diosa en la época más confusa de la Revolución de 1789. Era la Razón la que traía la Autonomía del Hombre, todo en plan abstracto, mientras la gente moría por las esquinas. Era la Razón la que era capaz de formular los Derechos Humanos mientras los prohibía).

Pero nada más humano que la razón, se dirá. Por eso, en lugar de enterrar cualquier tipo de Modernidad, Touraine propone una especie de recombinación. Es la parte más densa del libro, también la más difícil de entender. Una fórmula muy sintética es ésta: «Esa Modernidad sólo existe combinando la razón y el sujeto».

Qué es el sujeto

No es difícil entender qué es la razón: la racionalidad humana. Nadie con dos dedos de… razón ha pretendido nunca echarla por la borda. La razón está en la base de cualquier actividad del hombre. Aunque quizá es más hermoso el nombre de «inteligencia», sobre todo si se admite la etimología de intus-legere, leer en lo interior, en el meollo. La razón clasifica, ordena. Tiene todo que ver con el método científico, pero también con los estereotipos, con las simplificaciones. Es la razón la que se pone terca y desvaría. La inteligencia sabe callar.

La inteligencia es un mirar dentro y, a la vez, alrededor, sin pasar página, por así decir. «Razón cartesiana» es una expresión clara. La expresión «inteligencia cartesiana» lo sería menos. Lo cartesiano es clarificar, pero al clarificar suprime, elimina. Como aquello que dijo Pascal del sistema de Descartes: «No puedo perdonar a Descartes; bien hubiera querido, en toda su filosofía, poder prescindir de Dios; pero no ha podido evitar el hacerle dar un papirotazo para poner el mundo en movimiento; después de esto, [a Descartes] no le queda sino hacer de Dios».

¿Se entiende? Touraine es mucho más cartesiano que pascaliano. Intenta reconstruir la modernidad. Pero haciendo entrar en liza al sujeto.

¿Y qué es el sujeto? A pesar de las casi 500 páginas, no se encontrará en el libro una idea precisa sobre esto. Parece que Touraine entiende por sujeto, en primer lugar, la subjetividad particular, que escapa siempre a las ideas generales de la razón. Ese sujeto es lo que se advierte en la proliferación de movimientos, sensibilidades, sectas, fragmentos, etcétera que caracteriza a la época que sigue al fracaso de la revolución de palabras de los años sesenta.

Todo vale

La revolución de los sesenta fracasó en la realidad que decía querer transformar, pero triunfó dando paso a la postmodernidad. Si «el cuerpo es mío y hago con él lo que quiero», si está «prohibido prohibir», pero se vive en medio de prohibiciones y de permisiones, si «mi mejor proyecto soy yo mismo», la retórica de la Modernidad cae hecha pedazos.

El sujeto al que se refiere Touraine no es, en segundo lugar, el individuo del sistema liberal; el que desea cuanto menos Estado, mejor; el que se despreocupa del otro. Al contrario, la perspectiva de Touraine es social. Por supuesto, manifiesta la actual desconfianza de muchos hacia los poderes públicos, y con cuánta razón. Pero responsabiliza al sujeto con la preocupación por el otro.

En las interpretaciones que se han dado en Francia del libro de Touraine se suele decir que es un nuevo intento de definición de la socialdemocracia, al mayor servicio de Rocard. Puede. Pero la idea es vieja como el mundo: es el sentido aristotélico de la amistad social, es la secularización de la caritas cristiana, es el sueño de todo socialismo en el sentido más amplio de la palabra, una comunidad de privados. Precisamente: de sujetos.

Unir lo separado

En entrevistas, Touraine es más claro. Así, en una concedida en España a El País, dice: «En mi opinión, la concepción clásica que asocia la idea de modernidad a la racionalización y a la secularización está agotada. La modernidad inauguró la idea de que en un mismo mundo se encuentran lo sagrado, el terreno de la conciencia, y lo racional, o el terreno de la ciencia. Estas dos partes, sin embargo, se han ido separando cada vez más, hasta el punto de que, actualmente, un número creciente de personas no encuentra relación entre lo objetivo y lo subjetivo. Ésta es, de otra parte, la condición de lo postmoderno. El mundo de la cultura y el mundo de la acción instrumental -el de la economía y de la técnica- son mundos que ya no tienen nada que ver entre sí».

¿Se ve por dónde va? El mundo de lo sagrado no tiene más realidad que la conciencia, la cultura, lo subjetivo. Touraine no modifica en nada la mayoría de las propuestas modernas de no inteligencia de la realidad profunda de lo sacro, la vinculación al otro, al absolutamente Otro.

En la citada entrevista, cuando se le pregunta por la solución, contesta: «Desde luego, no podemos regresar al mundo unificado, religioso y racional de la modernidad perdida. El mundo se ha dividido irremisiblemente, pero no debemos aceptar la disociación absoluta».

Debilidades

Parece que Touraine utiliza un enfoque simplemente sociológico, es decir, de simple comprobación de un fenómeno. Pero, si es así, ¿cómo se puede afirmar que ha habido una división «irremisible»? Y cuando se quiere no aceptar la disociación absoluta, ¿qué se quiere decir? ¿No se podría, con el mismo sistema, no querer la división irremisible?

Aunque Touraine intenta no caer en el sociologismo, no lo consigue siempre. Cuando se adentra en conceptos que, dígase lo que se diga, son filosóficos o, más propiamente todavía, metafísicos, se le nota su formación empirista y poco más. Por ello, esas páginas del libro, que son las que tienen más pretensiones, son también las más tediosas.

Una democracia mejor

Ya en su terreno, en un segundo nivel, las observaciones de Touraine resultan muy lúcidas y se nota una profesionalidad hecha a lo largo de los años. Por ejemplo: «Rechazo la idea de una democracia asimilada a la de un mercado político donde compiten dos partidos, como si se tratara de un par de marcas comerciales entre las que se escogerá libremente. Esto no es democracia. La democracia significa libre elección de los gobernantes por los gobernados, pero también limitación del poder del Estado, asunción de que los ciudadanos pertenecen a una colectividad responsable y genuina, representación de los intereses sociales».

No es normal que un antiguo socialista de viejo cuño hable tan claramente de la «limitación del poder del Estado». Cada vez son más las voces en este sentido, sin necesidad de inspirarse en una especie de versión ácrata del liberalismo. No es limitar el poder del Estado a favor del individuo -lo que en el fondo acaba siendo con frecuencia a favor de algunos individuos-, sino a favor de la comunidad social, de las instituciones sociales, de la sociedad civil. No otra cosa viene diciendo la Iglesia, desde León XIII, en pleno auge de la Modernidad, al hablar del principio de subsidiariedad.

La crítica a la confusión entre capitalismo y democracia no es cosa sólo de Touraine. Juan Pablo II lo ha advertido con frecuencia en varias de sus encíclicas, especialmente en la Centesimus annus, de 1991. Y en una entrevista aparecida en La Stampa (2-XI-93), resalta con un lenguaje eficaz esa misma idea (ver servicio 147/93).

Suplemento de alma

Bergson dijo en su día aquello, tan citado, de que el mundo moderno necesita un «suplemento de alma». Como las ideas fundamentales no son muchas, no es extraño que todo el que piense un poco llegue a la misma conclusión. El sujeto del que habla Touraine como complemento de la razón es algo así como el alma bergsoniana, pero secularizada.

Llegado a este punto, la pregunta que se impone es: ¿es posible, en profundidad y con eficacia social, una noción puramente social de lo sagrado, una religiosidad puramente civil, un sujeto que sólo sea conciencia, pero no referencia a Alguien? Si no es posible, los análisis de Touraine, útiles cuando se trata de saber qué está ocurriendo, resultan infructuosos a la hora de una verdadera solución.

Rafael Gómez Pérez

Rafael Gómez Pérez es profesor de Antropología en la Universidad Complutense (Madrid) y jefe de opinión del diario Expansión.

Religión y modernidadEn unos párrafos de Crítica de la modernidad, Alain Touraine da su opinión sobre la relación entre cristianismo y mundo moderno.

Las relaciones entre el cristianismo y la modernidad se han encerrado, sobre todo en Francia y en los países de tradición católica, en una presentación ideológica brutal. La religión era el pasado, el oscurantismo; la modernidad se definía por el triunfo de las luces de la razón sobre la irracionalidad de las creencias. (…)

Semejante cuadro se apoya en realidades indiscutibles, pero las interpreta mal: es más verdadero decir que la resistencia de las sociedades rurales -y también urbanas- a las transformaciones económicas y culturales se apoyó en creencias, lo mismo que en formas de propiedad o de organización social, que afirmar que la religión juega, por naturaleza, un papel de conservación y que, al revés, el espíritu de las Luces es siempre favorable a la extensión de la participación social. Hay que romper con ese evolucionismo simplificado que define la modernización como el paso de lo sagrado a lo racional. ¿Debo subrayar un vez más que la modernidad debe definirse como la ruptura de las correspondencias entre el sujeto y la naturaleza?

La imagen de un mundo sagrado que penetra la experiencia cotidiana es antimoderna, pero la de un orden racional del mundo, creado por el Logos o por un Gran Arquitecto racional, es menos diferente de las representaciones religiosas del universo que del pensamiento postcartesiano que se basa en el dualismo del mundo del sujeto, del hombre interior, decía Agustín, y del mundo de los objetos. Al entrar en la modernidad, la religión estalla, pero sus componentes no desaparecen. El sujeto, al cesar de ser divino o de ser definido como la Razón, se vuelve hermano, personal, se vuelve una cierta relación del individuo o del grupo consigo mismo.

_________________________(1) Alain Touraine. Crítica de la modernidad. Temas de Hoy. Madrid (1993). 502 págs. 2.950 ptas. (Critique de la modernité, Fayard, París, 1993, 462 págs.).

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