Pueblos indígenas: una modernización traumática

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El pasado 1 de mayo, un grupo de aborígenes Machco-Piro se acercó a una pequeña población del sur peruano. Cuenta El País que los visitantes dieron muerte de un flechazo a un chico residente en el lugar, tomaron unas ollas de un comedor escolar y se esfumaron en la espesura de la selva.

En poco más de un siglo, 150.000 indígenas canadienses fueron apartados de sus hogares

¿Qué hacer: ir a por ellos a exigirles responsabilidad penal? ¿Quizás internar a las fuerzas de seguridad peruanas en el bosque, aprehenderlos y llevarlos a un entorno más desarrollado para acabar de una vez en la región con la dicotomía “civilización vs. barbarie”, que el argentino Sarmiento se propuso en su día superar a sangre y fuego?

La historia de la humanidad demuestra que ciertos intentos civilizadores pueden ser profundamente trágicos, en buena medida, porque el respeto a la libertad humana y la aspiración de que toda persona alcance mayores niveles de bienestar y desarrollo pueden entrar en conflicto si se actúa, respecto a la población “civilizable”, desde perspectivas bienintencionadas pero metodológicamente erradas, o desde una posición de superioridad cultural incontestable.

Quien suspira por el último iPhone puede no entender que algunas almas suspiren únicamente por una pieza de caza asándose al fuego, pero si las forzara a adoptar su acelerado modo de vida, a suplantar su cultura y a sumergirse en una dinámica tecnológica que pasa factura incluso a los “civilizados” –“que sin agua se puede vivir, pero sin móvil, no”–, la respuesta pudiera ser muy hostil y terminar ocasionando daños perdurables a individuos y comunidades, aun por generaciones.

El desarraigo forzoso de los aborígenes australianos tenía, entre otros fines, el control de su natalidad

Modernización “suicida”

En EE.UU., por ejemplo, el Bureau of Indian Affairs presume de estar invirtiendo 500 millones de dólares en escuelas, viviendas, carreteras, energías renovables, nuevos empleos, etc., para los nativos americanos y los inuits de Alaska. “Estamos comprometidos –señala su web– con su prosperidad, y los apoyamos frente a los desafíos del desarrollo económico”.

Sin embargo, el “material” no es fácilmente maleable. Se trata de comunidades humanas fuertemente tocadas por una narrativa histórica, por los desplazamientos forzosos, por la pérdida de sus raíces geográficas y por la tradicional caricaturización de sus costumbres en los medios de comunicación. No pueden “resetear” la memoria colectiva y desmontar las injusticias actuales enraizadas en un pasado de despojo. De ahí que el informe de 2014 del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IGWIA) refleje que uno de cada tres niños indígenas estadounidenses vive en la pobreza, que sus índices de graduación escolar secundaria son del 67% (frente al 86% de los estudiantes blancos) y que el suicidio es la segunda causa de muerte entre sus jóvenes de 15 a 24 años, a pesar de ser una práctica “extraña” a su cultura original, según refiere Bill Means, aborigen Lakota y miembro del Consejo sobre los Tratados Internacionales de los Indios.

Más al norte, en Canadá, el patrón se repite de modo preocupante. En las comunidades Maskwacis Cree (al centro-este del país) se han registrado 40 suicidios desde octubre pasado, mientras que en la septentrional provincia de Nunavut, ya en el Círculo Polar Ártico, los inuits (esquimales) ostentan una tasa de suicidios que es diez veces el promedio nacional. En Ontario, bien pegado a EE.UU., idéntico paisaje: el porcentaje de jóvenes aborígenes que se quitan la vida es hoy tres veces mayor que hace dos décadas.

Más allá de la frontera canadiense, en el territorio autónomo danés de Groenlandia, también hay números tristes entre la población inuit: si entre 1901 y 1930 hubo 2,4 suicidios por 100.000 personas y año, en el período 1970-2011 pasaron a ser 87,7, según un estudio del International Journal of Circumpolar Health, que resume: “El incremento coincide con la modernización (del territorio) emprendida en 1950”.

En su experimento con los niños inuits, Dinamarca involucró a la Cruz Roja y a Save the Children

Modélicos ciudadanos daneses

Parte de esa modernización fue el intento del gobierno de Dinamarca de hacer de los inuits ejemplares ciudadanos daneses, para lo que decidió educar a los niños aborígenes más inteligentes en centros escolares de Dinamarca e insertarlos en familias de ese país.

Un reporte de BBC asegura que en el “experimento”, auspiciado además por la Cruz Roja y Save the Children, participaron menores de 6 a 10 años, muchos de los cuales no volvieron a ver a sus familias jamás. De hecho, al devolverlos a Groenlandia, no fueron a dar a sus casas, sino a un internado en el que se prohibía a los empleados hablarles en groenlandés porque “estos niños necesitan ser educados para ascender en la escala social, así que solo se les hablará en danés”.

Helene Thiesen, una de las niñas inuits escogidas, tiene hoy más de 70 años: “Ninguno de nosotros –explica a Aceprensa– sabía que habíamos sido seleccionados de entre los chicos más inteligentes de Groenlandia para ser enviados a un país extraño durante un año y medio a que aprendiéramos de nuestros compañeros daneses, de modo que Dinamarca pudiera terminar con el estatus colonial de la isla”.

“Fuimos desarraigados de nuestra familia, de nuestra tierra, nuestra lengua y nuestra cultura. Bajábamos la vista, porque éramos groenlandeses que no podían usar su propia lengua, de la que nos avergonzábamos sin saber por qué Y nunca regresamos otra vez con los nuestros, lo que provocó que varios de nosotros no supieran cómo enfrentarse a la vida, o que tuvieran una existencia infeliz, o que, en el peor de los casos, murieran”.

Ella y otros de su grupo, que crecieron como la élite de Groenlandia, tratan de mantenerse en contacto: “Los llamo ‘mis hermanos de destino’, aunque ya muchos han muerto. Hablamos el mismo lenguaje y estamos unidos por un destino común”.

Según BBC, lejos de convertirse en modelos de “nuevos groenlandeses”, los chicos terminaron como un grupo marginado por su propia sociedad. Varios se volvieron alcohólicos y murieron tempranamente. Helene es tajante: la experiencia “me amarga y me amargará la vida hasta que me muera”.

En Groenlandia, el aumento de los suicidios de inuits coincidió con la modernización del territorio

Australia: la generación robada

Experimentos parecidos, si bien de mayores y más trágicas dimensiones, se llevaron a cabo en Australia y Canadá En el primer país, el desarraigo forzoso de niños aborígenes de sus hogares paternos, desde finales del siglo XIX y hasta los pasados años 80, tenía el objetivo de inculcarles valores europeos para hacerlos empleables en la transformación del país, y de paso controlar su natalidad, según el informe Bringing Them Home sobre la “generación robada”, encomendado por la Fiscalía General australiana a mediados de los años 90.

Cuantificar a los desplazados se vuelve tarea difícil. El reporte se hace eco de un sondeo nacional de 1989, en el que el 47% de la población indígena encuestada confesó haber sido alejada de sus familias, si bien se advierte que la investigación no hacía un aparte con aquellos que habían sido hospitalizados o arrestados.

La separación dejó huellas. Uno de los más de 500 encuestados asegura que, llegado el tiempo en que pudieron volver a casa, “podíamos reunirnos con nuestras familias, pero no podíamos revivir los 20, 30 o 40 años que pasamos sin su amor y su cuidado. (…) Podíamos volver a casa como aborígenes, pero ello no borraba los ataques sufridos en el alma, el cuerpo, el corazón y la mente por parte de unos cuidadores cuya misión era eliminarnos como aborígenes”. Las altísimas tasas de suicido y mortalidad infantil entre los indígenas australianos, su sobrerrepresentación entre la población penal, y su diferencia de 17 años respecto a la esperanza de vida del resto de la población, son cicatrices de esas políticas fallidas.

El pasado 1 de mayo, un grupo de aborígenes Machco-Piro se acercó a una pequeña población del sur peruano. Cuenta El País que los visitantes dieron muerte de un flechazo a un chico residente en el lugar, tomaron unas ollas de un comedor escolar y se esfumaron en la espesura de la selva.

La Iglesia canadiense, por la reconciliación

En Canadá, entretanto, la Comisión para la Verdad y Reconciliación emitió el pasado 6 de julio un informe de denuncia contra un programa de residencias escolares iniciado en 1870 y extendido hasta 1996, por el que unos 150.000 niños indígenas fueron llevados a centros educativos de régimen interno. Eentre 1940 y 1950, las autoridades utilizaron a los chicos en experimentos sobre la resistencia a la malnutrición.

La referida instancia ha pedido al gobierno canadiense “reparaciones serias e inmediatas”, y también se ha girado hacia la Iglesia católica, intentando que haya una disculpa directa del Papa Francisco.

La web de la Arquidiócesis de Ottawa reconoce que, hasta 1984, varias confesiones cristianas colaboraron con las autoridades en la conducción del 70% de los centros, y que en muchos de ellos “se prohibía a los estudiantes hablar su propia lengua y practicar su cultura”. Los abusos y la prematura separación de sus familias, según la Iglesia canadiense, dejaron secuelas psicológicas, dificultades para la inserción social y disfunciones varias que han pervivido por generaciones. “El consumo de drogas, la delincuencia, el secuestro de menores, la enfermedad y el suicidio se han vuelto prevalentes en las comunidades afectadas”.

Cumpliendo con su deber de rectificación, varias diócesis y órdenes religiosas han tenido expresiones de reconciliación desde 1991 y continúan apoyando activamente el proceso de sanación. Los afectados exigen idéntico grado de compromiso al gobierno del conservador Stephen Harper, pero este se ha colocado de perfil y ha dejado entrever que no se cree los resultados de la pesquisa.

Los lodos del presente, sin embargo, están ahí, alimentados por los molestos polvos del pasado.

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