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Paso a las nuevas potencias mundiales

publicado
DURACIÓN LECTURA: 9min.

Oliver Stuenkel, un profesor brasileño de Relaciones Internacionales en la fundación Getúlio Vargas de São Paulo, es una de las voces más autorizadas en el estudio de la naturaleza cambiante del poder en el escenario internacional. Su libro Post Western World (1), publicado en portugués e inglés, acaba de ser traducido al chino, lo que da idea del interés despertado por una obra que combina la historia, el ensayo y los datos de actualidad. Es un interesante trabajo que puede servir de apremiante toma de conciencia ante un escenario internacional cada vez más multilateralizado.

Hace pocos años, cuando la crisis financiera golpeaba con fuerza a Europa y a EEUU, algunos se atrevieron a especular sobre si el orden internacional occidental iba a ser sustituido por otro postoccidental, resultado de la aparición de nuevos centros de poder que desafían unas estructuras lideradas aún por los norteamericanos. Hoy, en cambio, existen analistas occidentales que pretenden autoconvencerse de que la presencia de los países emergentes en los asuntos mundiales, puesta de relieve en la primera década de este siglo, tiende a reducirse.

Un mundo sin bloques políticos cerrados

Esta apreciación no deja de ser un espejismo. El crecimiento económico podrá ser más lento, pero la llegada de una clase media y la configuración de grandes concentraciones urbanas son un ejemplo de la celeridad de los acontecimientos y estos no apuntan a un mundo de bloques políticos cerrados. En el futuro pueden coexistir perfectamente el mundo occidental y el postoccidental.

Las posturas de las actuales potencias emergentes no son antioccidentales sino simplemente no occidentales

También hay analistas políticos chinos que replican sin vacilar que el mundo postoccidental está en camino, y más en los tiempos en que el liderazgo de Xi Jinping no oculta su vocación de presencia global.

Pese a todo, Oliver Stuenkel se muestra más cauto en sus pronósticos. No hay un orden que vaya a ser reemplazado por otro: la civilización occidental no va a dejar paso a otra no occidental, que sería una manifestación de lo que Marx llamaba “despotismo oriental”, pues el filósofo alemán valoraba la civilización de Occidente como instrumento de eliminación de unas culturas arcaicas.

Recelo hacia las nuevas potencias

Es verdad, como recuerda Stuenkel, que hubo otras épocas anteriores a la era de los descubrimientos en que Occidente no fue hegemónico, y China e India tenían un mayor peso demográfico y económico en el conjunto del planeta. Sin embargo, estos Estados, que no siempre conocieron una unidad territorial, no quisieron o no pudieron traspasar sus propias fronteras, algo que sí hicieron los occidentales.

Stuenkel lo atribuye, en el caso de China, a las dificultades internas de la dinastía manchú, la última del imperio celeste. Algo hay de cierto, pero, a mi modo de ver, aquella civilización vivía prisionera de su propio ensimismamiento y se conformaba con tener una constelación a su alrededor de Estados súbditos asiáticos. No le interesaba establecer relaciones de comercio o de cooperación con los occidentales. Es sabido que emperador Qianlong recibió con frialdad a la embajada británica, encabezada por Lord Mac Cartney, que llegó a su país en 1793, probablemente porque aquel soberano seguía creyendo que China seguía siendo el centro del mundo.

El mundo está asumiendo una estructura multipolar, dejando atrás la unipolaridad de la inmediata posguerra fría

Stuenkel confirma en su libro que los tiempos han cambiado, pero a la vez subraya que las potencias emergentes son miradas con recelo por Occidente, mucho más por EE.UU. que por una Europa especializada en soft power, y no son menores las desconfianzas de la opinión pública occidental, aferrada a los fantasmas del peligro amarillo o de los terroristas islámicos. De ahí que esa percepción sobre los países emergentes lleve consigo el convencimiento de que su ascenso irá acompañado de un caos en la escena internacional y que el orden liberal será cuestionado con el consiguiente ocaso de la pax americana.

Tres democracias y dos regímenes autoritarios

Los BRICS, el acrónimo acuñado por Goldman Sachs en 2002, dan a algunos un poco de miedo. Las iniciativas y las reuniones de los líderes políticos de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica son contempladas incluso como un factor de desestabilización internacional y como un foro que sirve para cobijar a los autócratas enfrentados a Occidente, si bien no es menos cierto que en este club existen tres sistemas democráticos: Brasil, India y Sudáfrica.

Stuenkel ha estudiado en profundidad la cooperación entre estos tres países, que se ha desarrollado al margen de los otros dos regímenes autoritarios, pero no por ello ha llegado a la conclusión, defendida por algunos analistas norteamericanos, de que las potencias emergentes democráticas deberían alinearse con las occidentales. Lo que difícilmente sucederá porque las relaciones internacionales no responden la mayoría de las veces a un cierto idealismo kantiano, que está en los fundamentos de las organizaciones internacionales desde hace un siglo, sino a una descarnada convergencia de intereses.

Las potencias emergentes son miradas con recelo por los Estados y por la opinión pública de Occidente

De hecho, una China democrática no dejaría de rivalizar con los norteamericanos en Asia. El autor no percibe esto como una contradicción, aunque sí resalta el contraste de los principios del internacionalismo liberal con los intereses de las grandes potencias, empezando por EEUU.

Poder volátil

Recuerda Stuenkel, siguiendo a Moisés Naím, que la naturaleza del poder en el siglo XXI es más volátil que nunca. Es cierto que el mundo está asumiendo una estructura multipolar, dejando atrás la unipolaridad de la inmediata posguerra fría, aunque no se podría afirmar con seriedad que una multipolaridad encabezada por China vaya a sustituir a otra liderada por EE.UU. Ni siquiera eso va a suceder cuando China supere dentro de unos años el PIB estadounidense, pues la hegemonía militar mundial seguirá siendo ostentada por los norteamericanos y los chinos tienen por delante un largo camino para superar esos niveles.

Por otra parte, Stuenkel no está de acuerdo con esos análisis un tanto alarmistas, procedentes de fuentes norteamericanas, que conciben el mundo como un escenario de conflicto entre the West and the rest. Eso es tanto como imaginar una competición en la que China parece aspirar a destruir el mundo occidental, cuando en realidad los intereses económicos chinos apuntan a lo contrario.

No estamos ante una competición ideológica como en tiempos de la guerra fría. El modelo chino no es ideológico, ni mucho menos universalista, sino claramente mercantilista. La rivalidad con Occidente es de otro tipo: la que procede de la existencia de un club en el que los occidentales se muestran reticentes a admitir a los recién llegados. Pero esto, tal y como demuestra Stuenkel, no es nuevo: en la conferencia de paz de la Haya (1907) y en la conferencia de Versalles (1919) el mundo no occidental, que se habría librado de la colonización, no alcanzó el reconocimiento que esperaba. Por tanto, las posturas de los actuales países emergentes, en opinión de un diplomático indio, no son antioccidentales sino simplemente no occidentales.

Las aspiraciones chinas

¿Cuál ha sido la respuesta de China, el país de mayor protagonismo en el libro de Stuenkel, a la marginación? El establecimiento de instituciones, paralelas a las occidentales aunque no pretenden reemplazarlas, pero que sirven para demostrar las aspiraciones de poder e influencia chinas en su región e incluso más allá. El orden paralelo chino abarca las finanzas, el comercio, las inversiones, la seguridad, la diplomacia y las infraestructuras. El ejemplo más conocido fue la creación del Asian Infraestructure Investment Bank (AIIB) en 2013 y pese a las presiones de Washington, los vecinos del coloso chino se apresuraron a adherirse a la iniciativa.

En el futuro pueden coexistir perfectamente el mundo occidental y el postoccidental

Los hechos dan la razón a Lee Kuan Yew, el veterano primer ministro de Singapur, cuando afirmaba que no era posible pretender que China fuera un actor más en la política mundial. Por el contrario, es el mayor actor de la historia. En consecuencia, una postura realista es considerar que el mundo del siglo XXI, el de la bipolaridad asimétrica entre EE.UU. y China, se caracterizará a la vez por la cooperación y la competitividad.

El talón de Aquiles de las potencias emergentes

Para Stuenkel, esa bipolaridad no es una mala noticia porque no cree que la unipolaridad sea más benigna. De hecho, en Occidente hay quien se siente aliviado por el hecho de que el hegemón tenga un sistema democrático y que sería mucho peor que no lo tuviera. Sin embargo, Stuenkel asegura que un hegemón único no contribuye necesariamente a la estabilidad internacional. En cambio, la multipolaridad desembocaría, en opinión del autor, en una mayor cooperación entre los Estados.

Hay quien piensa que el soft power es el instrumento más importante en manos de los BRICS, pero se olvida que el poder blando también ha sido utilizado por Europa e incluso por EE.UU., aunque no viva sus mejores momentos bajo la Administración Trump. Oliver Stuenkel, un estudioso brasileño que no se ha dejado deslumbrar por el efímero brillo exterior de las últimas presidencias de su país, insiste que no puede haber soft power sin crecimiento económico; y, con todo, no es suficiente porque también cuenta la percepción de las opiniones públicas de los países sobre los que se quiere influir. Si la percepción conlleva una imagen de autoritarismo, pobreza y violencia endémica en algunos miembros del club de los BRICS, el soft power será mínimo.

Esto demuestra que el talón de Aquiles de ciertas potencias emergentes lo tienen dentro de sus fronteras y no basta con iniciativas ambiciosas de política exterior. Y no menos incisiva es otra observación de Stuenkel: la falta de libertad de prensa reduce la influencia de un país en los asuntos globales. Cabe añadir al respecto que, aunque se disfrace bajo las máscaras del soberanismo y la independencia nacional, el autoritarismo nunca funcionará como un factor de atracción.


(1) Oliver Stuenkel, Post Western World. How Emerging Powers Are Remaking Global Order, Polity Press, 2016.

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