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Los niños, primero

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Unos dicen que los niños de hoy están demasiado mimados y otros que los padres no saben atenderles como deben. Sin duda, la mayoría de los padres hacen todo lo que pueden para criar bien a sus hijos. Pero los cambios en la familia no siempre favorecen este objetivo. Cada vez más niños crecen hoy a cargo solo de la madre. A veces los hijos parecen cumplir una función terapéutica para los adultos, como sucede en la pretensión del «derecho a adoptar» o en el recurso a la procreación artificial. Pero, después de recurrir a la ciencia médica más compleja para traerlos al mundo, a menudo sucede que la organización social no permite dedicarles el tiempo que requieren.

La situación de los niños en los países desarrollados ha mejorado en muchos aspectos materiales. Sin embargo, cada vez más niños carecen de algo que antes se daba por supuesto: vivir con sus padres. En Estados Unidos, sólo el 57,5% de los menores de 18 años están en esa situación. El resto sufren las consecuencias de los divorcios, del incremento de madres solteras, de las familias recompuestas por padres divorciados. Un tercio de los niños nacen al margen del matrimonio y cerca del 40% de los matrimonios acaban rompiéndose.

En Europa, según los datos que acaba de publicar Eurostat (Oficina de Estadísticas de la Unión Europea), el núcleo familiar clásico sigue siendo la norma. En los 19 países del Espacio Económico Europeo, los hogares monoparentales, en los cuales los niños viven con un solo adulto, representan el 11,4% de las familias. En España, son de este tipo una de cada diez. Pero el informe refleja una tendencia general al aumento de las familias monoparentales con al menos un hijo menor de 15 años.

Crecer con un solo padre

Esto se puede calificar de «cambios en la familia» o de «nuevas formas familiares». Pero la repercusión que tiene en la pérdida de bienestar de los niños es cada vez más evidente, como se han encargado de comprobar diversos informes publicados en los últimos años en Estados Unidos. Si la mortalidad infantil es insólitamente alta para un país desarrollado, si a los dos años el 60% de los niños no están aún vacunados contra las enfermedades infantiles más comunes, o si la cuarta parte viven en hogares por debajo del umbral de pobreza, no parece que los «cambios familiares» hayan sido positivos para los niños.

Basándose en los datos de varios de estos informes norteamericanos, Sara McLanahan y Gary Sandefur han publicado a comienzos de este año el libro Growing Up With a Single Parent («Hacerse mayor con un solo padre», Ed. Harvard). Hasta ahora, algunos decían que el declive en la situación de los niños se debía a la pobreza más que a la ruptura familiar. Estos dos sociólogos tratan de deslindar la responsabilidad que incumbe a uno u otro factor en los problemas que afligen a los niños.

Los autores concluyen que, aunque crecer en una familia pobre es ya una dificultad, vivir en una familia a cargo de un solo padre representa por sí mismo una desventaja. «Comparados con los adolescentes de similar condición que son criados por dos padres en casa, los adolescentes que crecen separados de uno de sus padres durante parte de su infancia tienen doble probabilidad de fracaso escolar en la enseñanza secundaria, doble probabilidad de tener un hijo antes de los 20 años y es 1,5 veces más probable que se dediquen a hacer el vago -sin ir a la escuela ni tener un trabajo- en torno a los 18-20 años». Ciertamente, se trata de promedios, y también se da el caso de hijos a cargo de un solo padre que crecen sin especiales problemas. Pero la tendencia general refleja un cambio a peor.

Aunque estas situaciones sean hoy más frecuentes, no por eso dejan de ser una limitación para el niño, que queda privado de uno de los modelos paternos. De ahí que resulte extraño el intento de crearlas a propósito. Así ocurre cuando se pretende que las personas solas o las parejas homosexuales puedan adoptar niños.

Adopción: dar padres a un niño

Esta pretensión no viene a cubrir ninguna necesidad de los niños. Pues lo que escasean son los niños susceptibles de ser adoptados, no los candidatos a padres adoptivos. Así que sólo puede justificarse por el deseo de dar una patente de normalidad a los denominados tipos alternativos de familia, concediéndoles un «derecho al hijo adoptivo». El asunto se ha planteado en distintos países, y está dando lugar a decisiones contradictorias por parte de los tribunales y de los servicios sociales.

Comentando una reciente sentencia de un Tribunal de Amsterdam, el profesor René Hoksbergen, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Utrecht, escribe en NCR Handelsblad (Rotterdam, 29-VI-95): «Debemos evitar el despropósito de ver al hijo como algo a lo que se tiene derecho. Ni las parejas heterosexuales, ni las homosexuales, ni los solteros tienen derecho a un hijo».

El primer derecho que hay que respetar es el del hijo a tener un padre y una madre, pues esto es lo más conveniente para él. Hoksbergen aduce los resultados de una investigación realizada en la Universidad de Utrecht que «muestra cómo la vida del niño en una familia a cargo de un padre y una madre es mucho más preferible a crecer en un hogar monoparental. Los tests de sensación de bienestar reflejan que los niños que viven con parejas estables de marido y mujer tienen resultados mucho más positivos que los que están a cargo de un solo padre».

Aquí los datos confirman que la situación óptima del niño adoptado es la que se acerca más a la de una familia natural, con un padre y una madre. «Un niño quiere ser como sus compañeros de juego y de escuela», afirma Hoksbergen. «Deseo frustrado en parte en el caso del niño adoptivo, que se siente ya diferente por el hecho de serlo. Figurémonos si además preferiría distinguirse por otra singularidad: la de vivir con una pareja de homosexuales o con un soltero».

¿Pero no hay acaso situaciones en que un hijo debe vivir con uno solo de sus padres, como ocurre a los huérfanos, y acepta bien la situación? Sí, responde Hoksbergen, pero cuando se puede elegir, como ocurre en el caso de un hijo adoptivo, hay que proporcionarle la situación que ofrezca mejores perspectivas. Por lo tanto, una familia estable con un padre y una madre permite que el niño tenga los modelos necesarios para muchos aspectos de conducta y actitudes que el hijo debe aprender de cada sexo. De ahí que esa solución sea preferible a la de una pareja homosexual o a un solo padre adoptivo.

En Francia, un informe encargado por el anterior gobierno para simplificar los trámites de la adopción, descartaba también la perspectiva de un derecho de los padres. El autor del informe, Jean-François Mattei, afirmaba: «Es falso pretender que la adopción es un derecho. Cuando los métodos médicos fracasan, las parejas se suelen inclinar por la adopción. El peligro entonces es ignorar que la lógica es muy distinta. Ya no se trata de dar un niño a una pareja, sino de dar padres a un niño» (cfr. servicio 26/95).

Juan Domínguez


Hijos demasiado deseados

La fecundación artificial se presenta a menudo como una maravilla de la técnica que viene a curar la frustración de las parejas estériles. Sin embargo, la «producción» de niños a petición trae consigo nuevos problemas, como se ve cuando ocurren anomalías.

En Holanda, donde anualmente se realizan unos diez mil procedimientos de fecundación artificial, se ha dado recientemente un caso especialmente llamativo. Un matrimonio que recurrió a la fecundación in vitro en el Hospital Universitario de Utrecht tuvo dos gemelos. Uno es blanco y rubio, como sus padres; pero el otro es mulato. La investigación llevada a cabo posteriormente por el hospital ha revelado que el padre del segundo es un hombre originario del Caribe, cuyo semen se mezcló por error con el del marido.

La pareja, desconcertada, tuvo que recibir psicoterapia. Superado el primer golpe, ha contratado un abogado en previsión de que el padre del segundo niño lo reclame, aunque esta posibilidad parece remota a la vista de la ley holandesa. El abogado del matrimonio ha empezado a negociar con el hospital a fin de obtener una compensación para sus clientes. El niño, ha declarado, «nació a causa de un error técnico. ¿Qué perjuicios o desventajas le ocasionará esto más adelante? ¿Cómo se puede saber?». El caso ha reabierto el debate sobre las consecuencias de la reproducción artificial y los límites que se debería imponer a estas manipulaciones.

Otro caso lamentable ha salido a la luz en Estados Unidos, al descubrirse una serie de fraudes cometidos en el Centro de Salud Reproductiva dependiente de la Universidad de California, sede de Irvine. Es una institución afamada, sobre todo porque al frente de ella está el Dr. Ricardo Asch, creador de la técnica conocida como transferencia intrafalopiana de gametos, que consiste en obtener óvulos y esperma para introducirlos en el organismo de la mujer, donde puede tener lugar la fecundación. Se acusa al equipo de Asch de realizar investigaciones en pacientes que no dieron el consentimiento, de usar sin autorización gametos o embriones de unas parejas para destinarlos a otras, y de algunos abusos más.

La Universidad ha decidido cerrar el Centro y denunciar a los responsables. Además, ha tenido que abrir una línea telefónica gratuita para atender a las personas que acudieron al laboratorio de Asch y que ahora no están seguras de la ascendencia de sus hijos. Aunque no se cree que casos como este sean frecuentes, señala Newsweek (12-VI-95), las parejas que recurren a la fecundación artificial «están percatándose ahora de cuánto poder ponen en las manos de los nuevos brujos de fertilidad».

El germen de los abusos

A propósito de este suceso, la comentarista norteamericana Ellen Goodman reflexiona sobre los peligros inherentes a las técnicas reproductivas (International Herald Tribune, 13-VI-95). Las cosas se pueden hacer mejor, dice; pero el germen de los abusos está en la misma mentalidad que lleva a desear tener hijos burlando la naturaleza y en la lógica propia de la tecnología. La fecundación artificial lleva inevitablemente a tratar los gametos y embriones como «material genético» que emplear con el fin de satisfacer un deseo. A partir de ahí, resulta difícil poner límites a las posibilidades tecnológicas.

Goodman se fija sobre todo en la obtención y el almacenamiento de «material genético» de reserva, exigidos por los procedimientos de fecundación artificial. Los laboratorios acumulan grandes cantidades de esperma y embriones congelados.

En esta situación, se pregunta Goodman, «¿cómo podría un médico acostumbrado a considerar los óvulos como ‘material reproductivo’ decidir no ‘desechar’ el ‘material’ sobrante? Un médico cuyo único objetivo es producir bebés, ¿cómo no va a producirlos de cualquier manera que pueda?».

«El hecho es que la fecundación artificial es un negocio médico caracterizado por un exceso de desesperación y un déficit de cautela. Está abierto de par en par a los abusos».

La lógica de deseo impone sus condiciones: «Con la intención de aliviar la desesperación y el sufrimiento de quienes no pueden tener hijos, nos hemos metido hasta la cintura en una ciénaga moral».

Rafael Serrano


El último libro de la psicóloga británica

Penelope Leach pide dar prioridad al interés de los niños

La psicóloga británica Penelope Leach es famosa en el mundo anglosajón por sus libros y programas de televisión sobre los niños. Si tuviera que escoger una palabra para resumir su último libro (1), optaría por el término tiempo. De una forma u otra, a lo largo de todas estas páginas la autora insiste de mil maneras diferentes en que lo que los niños necesitan es el tiempo de sus padres, el tiempo para crecer, el tiempo para disfrutar de su infancia… Leach hace numerosas críticas respecto al trato que reciben los niños en la sociedad anglosajona. Sociedad que ha convertido el desarrollo y educación de los niños en una auténtica carrera, cuando este es un proceso que irremediablemente necesita tiempo.

Los temas que trata son muchos -tal vez demasiados-, pero todos ellos intentan responder a las preguntas que inicialmente se hace la autora: ¿Qué tendencias occidentales modernas son perjudiciales para los niños? ¿Cómo pueden distorsionar la teoría y la práctica los aspectos más conflictivos en la relación padres-hijos? ¿Cómo lo podemos mejorar en la práctica?

A raíz de estas tres cuestiones, Leach va realizando un minucioso análisis -los datos y los ejemplos que proporciona resultan abrumadores- de la situación anglosajona. Realidad que en muchos aspectos es equiparable al resto de los países occidentales y en otros no, lógicamente.

La autora parte de la idea de que los niños necesitan atenciones intensivas, personalizadas y duraderas. Y al hablar de niños no se refiere sólo a bebés, o a la primera infancia… sino a todo el proceso de desarrollo hasta que el niño llega a ser adulto. Es decir, de un modo u otro, cada persona necesita lazos afectivos duraderos para poder crecer emocionalmente estable. «Los niños pequeños necesitan crecer con un pequeño y reconocible número de adultos y en pequeños entornos que se puedan abarcar» (p. 316).

En el siglo XX hemos avanzado mucho técnicamente, pero humanamente dejamos todavía mucho que desear. Nuestros hijos crecen, sin duda, físicamente sanos, pero la desestabilización emocional se ha acentuado; y la relación afectiva es una necesidad para la salud y para el desarrollo apropiado. Por ello es imperiosa la necesidad de un reajuste de la función de padres.

Es preciso volver a crear auténticas familias duraderas, no familias en las que los miembros esenciales van cambiando a veces con una asombrosa facilidad. Debemos volver a convencernos de que educar a un hijo es una actividad creativa y única, en la que «los profesionales pueden ser útiles para los padres, pero no podrán nunca reemplazarlos porque, aunque saben mucho de niños en general, no saben nada acerca de este niño en particular» (p. 112). Cada padre debe tener claro el papel que le toca: «Cuanto más seguros estén un hombre y una mujer de las diferencias e identidades comunes que les convierten en padre y madre respectivamente, descubrirán un mayor espacio, que no tiene que ver con el género, en el que pueden actuar de forma indiscriminada como padres, y menos confusos y defensivos se sentirán acerca de sus límites» (p. 72).

Los niños necesitan a ambos, aunque en los primeros estadios especialmente a la madre. Este aspecto genera muchos conflictos ante el dilema que se presenta a la mujer: querer quedarse en casa e irse a la vez. Se busca la sustitución, pero hay que analizar el coste afectivo que esta supone. A la madre no puede reemplazarla cualquiera. En este punto crítico sería preciso que la economía y la propia organización familiar ayudaran con nuevos planteamientos.

Por otro lado, Leach advierte que hemos convertido la educación de los hijos en una auténtica carrera. Pero no olvidemos que el niño «no será un mejor ejemplar de su especie por el hecho de hacer estas cosas en un estadio anterior que la media, del mismo modo que la precocidad infantil no predice la perfección en la edad adulta». Este es uno de los mayores riesgos en la actualidad. No damos tiempo a los niños para madurar. Nos hemos saltado varios estadios en todos los órdenes -intelectual, afectivo, social…-, haciendo que los niños vivan experiencias mucho antes de lo que son capaces de asimilar plenamente. Ahora bien, esto ¿educa? He aquí el problema, pero no olvidemos que nada es repentino en el desarrollo humano y que los desajustes afloran antes o después.

Tal vez todo el libro esté escrito de un modo un tanto extremo, apasionado en muchos aspectos; sin embargo, muchas afirmaciones de la autora ayudan a reflexionar y a volver a poner a los niños primero. Una tarea que exige buscar, entre todos, nuevas propuestas para que los padres y las madres puedan armonizar sus aspiraciones de ser simultáneamente personas maduras, ciudadanos solventes y padres cariñosos que saben dedicar tiempo, en el sentido pleno de este término, a sus hijos.

Marta Ruiz Corbella

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(1) Penelope Leach. Los niños, primero. Todo lo que deberíamos hacer (y no hacemos) por los niños de hoy. Paidós. Barcelona (1995). 330 págs. 2.900 ptas. (T.o.: Children First, Random, Nueva York, 1994).

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