Los museos: ¿arte o negocio?

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Este diciembre las subastas de arte están bien surtidas de importantes obras procedentes de museos norteamericanos. El Museo de Arte Moderno (MOMA) de Nueva York se desprende de 13 cuadros, incluidos uno de Picasso y uno de Theo van Rysselberghe, el más caro de todos (1,5-2 millones de dólares). El Museo del Condado de Los Ángeles, que acaba de vender una pieza de Giacometti, ha sacado a subasta 43 obras más, entre ellas un lienzo de Modigliani, con las que puede obtener hasta 15 millones de dólares. La Biblioteca Pública de Nueva York ha puesto en venta dos retratos de George Washington muy apreciados en EE.UU. También han decidido aligerar sus fondos otras instituciones del país, como el Museo Metropolitano de Arte (Nueva York) y el Instituto de Arte (Chicago). Esta racha de ventas ha provocado polémica en EE.UU.

En el fondo, el debate, que divide a los conservadores y a los críticos e historiadores del arte, es sobre la función de los museos. Las obras que un museo vende en el mercado pasan casi siempre a manos privadas, de modo que se priva al público de disfrutar unas joyas artísticas. Eso supone, según Lee Rosenbaum, redactor de arte de la revista «America», que los museos incumplen su misión de «guardianes del arte» («International Herald Tribune», 3-11-2005). En vez de eso, dice, los directores y conservadores de museos tienden, desde hace tiempo, a mirar sus colecciones como una fuente de financiación para nuevos proyectos, remozar los edificios o adquirir obras más acordes con los gustos del momento.

Los museos, sin embargo, deben tener cuidado, apunta Seymour Slive, profesor emérito de la Universidad de Harvard. Los gustos artísticos son cambiantes y hay que seleccionar cuidadosamente lo que se va a subastar. «Hace dos generaciones, la pintura prerrafaelista no estaba de moda. Si los museos hubieran vendido sus cuadros, habrían cometido un gran error» («International Herald Tribune», 26-10-2005).

Pero las ventas, a veces, obedecen simplemente a la necesidad de dinero, como en el caso de la Biblioteca Pública de Nueva York, que ya en mayo pasado provocó indignación por vender su pieza más preciada: un cuadro de un clásico norteamericano, Asher Durand. La Biblioteca y otras instituciones culturales de EE.UU. van hoy más cortas de dinero porque han bajado las donaciones privadas. En cambio, en el mercado del arte han subido los precios, por lo que vender obras es una tentadora manera de salir de apuros.

En otras ocasiones, las ventas se justifican por razones estratégicas. La Biblioteca Pública de Nueva York alega también que desea desprenderse de las pinturas adquiridas en otros tiempos para centrarse en su verdadera misión: los libros.

El MOMA, por su parte, quiere reorganizar sus fondos con arreglo a criterios nuevos. Vende el cuadro de Van Rysselberghe porque pertenece a una parte antigua de sus fondos que ya no quiere cultivar; también vende el de Picasso porque es de la época surrealista, y ya tiene bastantes obras del mismo tipo y el mismo autor.

A juicio de Rosenbaum, si un museo decide desprenderse de una pieza, debería cederla a otra institución que esté dispuesta a exponerla, nunca sustraerla a la contemplación del público. Según él, las colecciones de los museos son de dominio público: si no, ¿en qué se diferencia un museo de un coleccionista particular? Además, «en muchos casos, el público ha pagado esas obras por medio de las ventajas fiscales de las que se benefician los donantes privados».

La Asociación Americana de Museos (AAM) no se opone a la venta de obras, siempre que el dinero que se obtenga se destine a adquirir otras nuevas, no a sufragar gastos corrientes. Y «nos gustaría -añade el presidente de la AAM, Edward Able- que las piezas que se venden fueran a otros museos, pero eso no siempre es posible» («International Herald Tribune», 26-10-2005).

Para el arquitecto Richard Gluckman, especialista en diseño de museos, los tiempos imponen alguna adaptación. Según él, los museos mantienen su función tradicional: la conservación de bienes artísticos. Pero necesitan atraer público, y hoy tienen que competir con otros lugares de ocio, lo que exige inversiones. También para Lisa Dennison, nombrada recientemente directora del Museo Guggenheim de Nueva York, es evidente que hay cierta tendencia a considerar el arte como una inversión. De hecho, es cada vez más corriente que los dirigentes de museos sean expertos en finanzas y no profesionales del arte. Los museos, pues, tienen que compaginar su función como depositarios del patrimonio cultural con las exigencias comerciales («Babelia», 22-10-2005).

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