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Los motivos de los cruzados

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Con ocasión del IX centenario de la primera Cruzada (convocada por el Papa Urbano II el 27-XI-1095), Jonathan Riley-Smith revisa en The Economist (23-XII-95) las interpretaciones modernas de este hecho. El autor, profesor de historia eclesiástica en la Universidad de Cambridge, ha escrito varios libros sobre las Cruzadas.

El historiador británico recuerda las distintas interpretaciones que se han dado de las Cruzadas. «Las Cruzadas se atribuyeron primero a motivos religiosos; más tarde, se describieron como una manifestación temprana del imperialismo europeo; después se convirtieron en una empresa monstruosa, motivada por la codicia. Ahora, el péndulo vuelve a estar del lado de la interpretación religiosa. (…)

«Los denigradores de las Cruzadas subrayan su brutalidad y salvajismo, cosa que no se puede negar; pero no ofrecen otra explicación que la estupidez, la barbarie y la intolerancia de los cruzados, a los que ha se ha convenido en echar casi toda la culpa. Sin embargo, la justificación original de las Cruzadas fue la agresión musulmana; y en cuanto a atrocidades, ambos lados están más o menos igual».

Riley-Smith advierte que «las Cruzadas fueron en parte una reacción a las enormes pérdidas de territorios cristianos en Oriente», a manos de turcos que hacían la guerra santa en Asia Menor.

La interpretación materialista se basa en las opiniones de historiadores de finales del siglo XIX, que «veían en las Cruzadas un ejemplo temprano del expansionismo europeo y creían que quienes se alistaban lo hacían por motivos económicos, no religiosos».

«Ciertamente, reconoce Riley-Smith, la Primera Cruzada inició el proceso de conquista y colonización europeas en el Mediterráneo oriental; pero no era eso lo que al principio se pretendía. Los caballeros cristianos creían que iban a sumarse a un ejército mayor que haría retroceder a los musulmanes turcos que recientemente habían invadido Asia Menor y restituiría Jerusalén al imperio bizantino, que la había perdido 350 años antes. Sólo después de un año de campaña, al no hallar apenas apoyo de los griegos bizantinos, decidieron hacer la guerra por su cuenta.

«La decisión subsiguiente de colonizar el Oriente Próximo parece haber venido de un deseo no de tierras o de lucro, sino de defender los Santos Lugares que los cruzados habían recobrado y de mantener la presencia cristiana en Tierra Santa. Si el reino de Jerusalén establecido por los cruzados era una colonia, lo era de un tipo especial, basado más en la ideología que en la economía. Otro caso parecido es el Israel actual».

Según otra explicación económica de las Cruzadas, el crecimiento demográfico forzó a las familias europeas a tomar medidas contra la desintegración de sus patrimonios, entre otras mediante la primogenitura. En consecuencia, se ha dicho, los hombres jóvenes sin posibilidades de prosperar se sintieron atraídos por la aventura en Tierra Santa. «Sin embargo, no hay pruebas en favor de esa tesis, ni siquiera de que los hijos menores se alistaran en las Cruzadas en mayor proporción que los mayores. Y los documentos de la época muestran que lo que preocupaba sobre todo a la mayoría de los nobles y caballeros no era la posibilidad de enriquecerse, sino el costo de la empresa».

(…) «Quienes no iban al abrigo de un gran noble cruzado tenían que financiarse la expedición. En muchos casos, pagar los gastos exigía vender propiedades. Para aliviar estas cargas, los reyes europeos, pronto imitados por la Iglesia, instituyeron impuestos -incluidos los primeros impuestos regulares sobre la renta- a fin de proporcionar subsidios. El argumento de que las Cruzadas eran una reacción a la situación económica en Europa resulta estar basado en supuestos dudosos».

¿Por qué han durado tanto esas interpretaciones?, se pregunta Riley-Smith. «Hace al menos cien años que hay publicados documentos que muestran cómo los cruzados empeñaban y vendían propiedades y derechos. La razón por la que tantos historiadores no los han tenido en cuenta puede ser que estaban cegados por su horror a la violencia religiosa e ideológica, y por su incapacidad para comprender que aquello pudo tener atractivo. Olvidaron que en otros tiempos la teoría cristiana de la guerra santa fue totalmente respetable. Era más fácil creer que los cruzados eran demasiado simples para entender lo que hacían, o sostener que, con independencia de lo que dijeran, estaban movidos por el afán de riquezas».

Otro aspecto original de las Cruzadas, señala el profesor de Cambridge, fue entender la guerra como penitencia, basándose en que el combate es una experiencia tan dura para el guerrero penitente que constituye un castigo voluntariamente aceptado. «Era algo sin precedentes en el pensamiento cristiano, como señalaron los conservadores que a la sazón se manifestaron en contra. Causaba perplejidad, porque equiparaba en méritos la guerra con la oración, las obras de misericordia y el ayuno. El aspecto penitencial se reforzó asociando la Primera Cruzada con la peregrinación a Jerusalén, la meta más sagrada y un lugar al que los cristianos devotos iban a morir.

«El aspecto penitencial, aunque con el correr del tiempo resultó un tanto diluido por la idea de servicio caballeresco, continuó estando en el centro del espíritu cruzado. La preparación de una Cruzada estaba siempre envuelta en un ambiente de penitencia. Del Concilio Lateranense IV (principios del siglo XIII) hasta el Concilio de Trento (mediados del siglo XVI), todos los concilios generales de la Iglesia católica se convocaron sobre el principio de que ninguna cruzada podía tener éxito sin una reforma de la Iglesia. Los cruzados sabían que se embarcaban en una campaña en que sus obligaciones constituían un acto de merecida penitencia. En efecto, hubo hombres que habían pensado ingresar en un monasterio pero, cuando supieron que se había convocado la Primera Cruzada, decidieron alistarse: para ellos, la Cruzada era un cierto equivalente de la vida monástica».

Después de mencionar la brutalidad de los combates y otras consecuencias negativas de las Cruzadas, Riley-Smith concluye: «No se puede disculpar un movimiento que, mediante una mezcla de idealismo, indisciplina, locura y angustia, produjo tan absurdas manifestaciones de inhumanidad. Pero no se debería acusar a los cruzados de ser lo que no eran. No eran imperialistas ni colonialistas. No iban en busca simplemente de las tierras o el botín. Y no eran tan estúpidos para no saber lo que hacían. Su jerarquía de valores era distinta de la actual. Iban tras un ideal que, por extraño que parezca a las posteriores generaciones de historiadores, contaba entonces con el apoyo entusiasta de figuras de tanta categoría como San Bernardo de Claraval o Santo Tomás de Aquino».

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