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Las actas de defunción de Dios

publicado
DURACIÓN LECTURA: 7min.

De unos años a hoy se airean libros que arremeten contra la creencia en Dios. Es una vieja actividad, minoritaria pero tradicional en Occidente, desde el siglo XVIII. La religión es la más viva realidad sobre la que se han firmado más actas de defunción… falsas.

Ejemplos recientes de este tipo de literatura son el libro de Richard Dawkins, The God Delusion (cfr. Aceprensa, 46/07), o el de Daniel Dennet, Breaking the Spell, o el reciclaje de 12 pruebas de la inexistencia de Dios, del anarquista francés Sebastián Faure, fallecido en 1942.

Los autores anglosajones que están por “la inexistencia de Dios” se remontan muchas veces al 11-S. Ya se sabe: aquello de cómo puede permitir Dios, si existiese, el mal que hay en el mundo. Pero no se fijan en los genocidios (de armenios, de judíos, de africanos, de indios americanos), sino en el 11-S, en lo que les ha ocurrido a ellos, que, aun siendo trágico, apenas es comparable con el trato recibido (muertes, torturas…) durante siglos por millones de inocentes.

Un planteamiento adecuado sobre “religión y males del mundo” tendría que fijarse, antes que nada, en lo que los hombres han hecho con las religiones, a pesar de que las principales (cristianismo, islamismo, hinduismo, budismo), enseñan la compasión, la fraternidad y el respeto por la vida. (En el caso del islamismo habría que matizar, pero sustancialmente es así). No se puede entender que el cristianismo sea fuente de odios si sus principales enseñanzas son cosas como “Dios es amor” o “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”, dando la vida por lo demás, no quitándosela.

Es una constante histórica que los seres humanos han utilizado la religión también como instrumento de poder, como factor de propaganda, como un modo de dominar fraudulentamente las conciencias. Lo han hecho faraones egipcios, monarcas asirios, césares romanos, reyes cristianos, dictadores republicanos como Cromwell y, hasta hoy mismo, no pocas facciones del islam. Pero no por eliminar la religión se suprime el odio, como lo demuestra ampliamente la historia del siglo XX.

La libertad no se acaba de entender

Al culpar a Dios de los males de los hombres se demuestra que no se acaba de entender en qué consiste la libertad. Un texto de la Biblia, Eclesiástico, 15, 14, dice que “Él fue quien desde el principio hizo al hombre y lo dejó en manos de su propio albedrío”. Un bien que se realice forzado, coaccionado, no es un bien, porque contamina cualquier realización con el mal de la supresión de la libertad. Por eso, la peor de las coacciones es la que se ampara en motivos religiosos. Tertuliano decía, en el siglo II, que “no es propio de la religión obligar a la religión”. Pascal, en el XVII, escribía: “querer imponer la religión en el espíritu por la fuerza y por las amenazas, no es propio de la religión, sino del terror”.

Que la libertad -también la libertad religiosa, es decir, la libertad de la conciencia- ha necesitado un largo trecho para ser entendida (y aún hoy no en todas partes) se puede comprobar pasando revista a las numerosas inquisiciones existidas, a las policías ideológicas, a los regímenes de terror. Eso no pertenece a la historia de la religión, sino a la historia del poco o nulo respeto que se ha tenido y se tiene hacia la dignidad del hombre y de su condición religiosa.

Pero, si el hombre desvirtúa de ese modo su libertad, ¿no sería mejor dejar en definitiva la religión, para que no sea utilizada como excusa para el horror? Es más racional y cordial intentar presentar la religión en su verdadera esencia, no tanto para que sea sólo, como se ha dicho en otras épocas, un freno, sino para que sirva de constante interpelación a la conciencia, de enseñanza de lo básico: hacer el bien y evitar el mal, Dios como padre común de todos los seres humanos, iguales en dignidad y nadie más que nadie.

La carga de la prueba

Querer demostrar la inexistencia de Dios tiene tan poco sentido como querer probar la inexistencia de cualquier otra cosa. La inexistencia, sin más, no se puede probar. Menos aún lo que, de existir, por tratarse de alguien infinito (y eso está en la esencia de Dios) significaría un intento infinito de prueba, es decir, algo imposible, al menos para un ser finito.

En el tema de la existencia de Dios, la carga de la prueba corresponde a quienes la afirman. Existe una larga tradición de estas pruebas. Por citar sólo algunas: el argumento ontológico de san Anselmo, rechazado por santo Tomás y Kant, pero admitido por Descartes y Hegel, entre otros muchos; las famosas cinco vías de santo Tomás de Aquino, que aprovecha argumentaciones de Aristóteles y Platón, algunas tan compartidas como la quinta, sobre el orden en el mundo, que llega hasta el mismísimo Voltaire, a su modo: “Hay Dios, porque no hay reloj sin relojero”.

A todo esto puede añadirse la prueba del consenso universal, porque la creencia en Dios arranca del Paleolítico y llega hasta hoy mismo, cuando el 83% de la población mundial es creyente en alguna religión.

El Dios de los filósofos y el Dios de la fe

Algunos creyentes pueden no encontrar demasiado convincentes estas pruebas filosóficas de la existencia de Dios. Un ejemplo es un famoso texto de Pascal: “¡Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios”. Añade: “Dios de Jesucristo: solo por los caminos que enseña el evangelio se le puede hallar… se le puede guardar”.

Hans Küng, en su libro de título quizá comercial ¿Existe Dios?, comenta la posición de Pascal: “Ahí es donde encuentra Pascal el fundamento último de esa certeza en la que ya no cabe dudar, sobre la que se pueden alzar todas las demás certezas: no la certeza de sí mismo, no un concepto, no una cierta idea de Dios, no el Dios de los filósofos y los sabios, sino el Dios verdadero, el Dios viviente de la Biblia… Para Pascal resulta claro aquí que el hombre no conoce a Dios sino con el corazón… ‘el último paso de la razón es reconocer que hay una infinitud de cosas que la superan’.”

La dimensión religiosa del ser humano, escribió Henri Bergson, es algo tan claro “que debe pertenecer a su estructura”. De un modo más bello, había escrito san Agustín en las Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti.”

El fondo de la cuestión

Estar por Dios, contra Dios o indiferente a Dios es una misteriosa elección que se reproduce en cada ser humano desde que el mundo es mundo. Es conocido el arranque del salmo 53: “Dice en su corazón el insensato: No hay Dios”. Pero a continuación, el salmo parece dar razones para esa opinión: “no hay quien haga el bien, ni uno siquiera”, “pervertidos en masa”…

El encarnizamiento contra Dios se ha dado históricamente en las recientes configuraciones culturales del mundo occidental y desde allí ha sido exportado a otras zonas del mundo, como ocurrió con el antiteísmo comunista en Rusia, China y una veintena más de países, donde la tradición no era en absoluto de ateísmo, sino de creencia.

No hay nada de antiteísmo en las miles de etnias que han sido estudiadas por la antropología cultural en todo el mundo. El islamismo, desde el siglo VII a hoy, es tan contrario al ateísmo que a veces lo puede castigar de un modo que no está de acuerdo con la libertad de la conciencia. También el mundo del hinduismo está “lleno de dioses” y apunta hacia una síntesis de un Dios único y absoluto. El alma africana se ha demostrado naturalmente creyente y piadosa y así es en la mayoría de las personas de color, en cualquier rincón del mundo.

Buda muestra en las estatuas su ombligo, pero no se lo contempla. En cambio, en Occidente hay una larga tradición de considerarse el centro, el resumen y la perfección de la cultura humana. Los más o menos frecuentes atestados en contra de la existencia de Dios no es algo que esté ocurriendo al ser humano en general, sino algo que está ocurriendo a unos cuantos de un grupo particular de personas en algunos países de Occidente.

Santo Tomás de Aquino podía afirmar que una pobre mujer cristiana sabía más de Dios que Aristóteles. Ahora, y siempre, la sencilla honradez de la fe tiene más densidad y más clase, también humana, que la suficiencia intelectual o, más en general, la suficiencia, el creerse alguien. El ejemplo más claro de sinceridad fue el de Nietzsche, quien dijo: “no hay Dios, porque, de haberlo, yo no soportaría no serlo”.

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