La pena capital y la cultura de la vida

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En torno a la película Pena de muerte, de Tim Robbins
El éxito de crítica y público alcanzado por Pena de muerte (Dead Man Walking), la última película dirigida por el actor Tim Robbins, ha reavivado el debate, ya clásico, sobre la licitud y conveniencia de la pena capital. La propia película repasa, de un modo honesto y equilibrado, casi todos los argumentos a favor y en contra de la pena de muerte.

Sería fácil calificar a Pena de muerte como un simple alegato contra la pena capital. Y, desde luego, lo es, pero no en el sentido panfletario que a veces se da a la palabra «alegato». Fiel al planteamiento del libro en que se basa -un relato autobiográfico escrito por la monja católica Helen Prejean-, la película quiere ser más bien una exposición minuciosa y ponderada que permita al espectador formar su propia opinión sobre el tema.

Esa ponderación, ese mostrar las dos caras del conflicto, es uno de los grandes valores de la película, que está siempre dominada por la inteligencia y no cae casi nunca en la tentación del sentimentalismo fácil.

Entre víctimas y asesinos

Ese difícil equilibrio se aprecia sobre todo en sus elogiables esfuerzos por calar en la tragedia que sufren los familiares de las víctimas y los del propio asesino. «Me relacioné no sólo con los internos de la galería de condenados a muerte, sino también con las familias de las víctimas de los asesinos -señala la Hermana Prejean-. Éstos solían decirme: ‘Bueno, Hermana, usted está visitando a esa gente de la galería de condenados; pero ¿tiene idea de los solos que estamos nosotros? Nadie se preocupa de nosotros; no saben qué hacer con nuestro dolor’. Entonces me encontré con esa terrible tensión de, por un lado, acompañar a los reos hasta su ejecución, y además sufrir con esas ‘víctimas ignoradas’ que son las familias de los ejecutados; y, por otro, escuchar las terribles historias de las familias de las víctimas de los asesinos, y saber que ellos también necesitaban comprensión».

La película tampoco idealiza a Matthew Poncelet, el ficticio asesino -su personalidad mezcla rasgos de dos condenados reales- al que ayuda la Hermana Prejean. Poncelet es culpable del atroz asesinato con violación de una joven pareja, y se le presenta como lo que es: un ser violento, cínico, racista y arrogante, cuyo único atenuante es que procede de una familia pobre. Ni siquiera se intenta diluir la culpa de Poncelet en las difíciles circunstancias familiares y sociales que marcaron su infancia. Sin embargo, este dato lo aprovecha Tim Robbins para incluir en su guión una acertada crítica social, que subyace en alguno de los argumentos contra la pena de muerte.

Durante la película, se dice que si el condenado fuera rico seguramente nunca llegaría a ser ejecutado, pues un buen abogado sabría navegar por los vericuetos del proceso penal hasta conseguirle una condena más benigna. Los datos sobre la pena de muerte en Estados Unidos parecen confirmar esta idea: en la actualidad, de los cerca de 3.000 condenados a muerte que esperan la ejecución, la inmensa mayoría son de baja extracción social.

Pero la película va más allá. Como es sabido, la licitud de la pena capital suele defenderse ampliando la doctrina de la legítima defensa al ámbito del bien común y social. Es decir, la pena de muerte sólo sería lícita en casos de extrema gravedad como legítima defensa de la sociedad frente a agresores especialmente injustos, reincidentes e irrecuperables.

¿Ningún otro medio posible?

Por tanto, una condición necesaria para que se dé legítima defensa es que el agredido necesite racionalmente el medio empleado contra la agresión injusta, que, en este caso, sería la muerte del agresor. Esto significa que la autoridad pública debe renunciar a la pena capital si existen otras medidas más benignas que alcancen ese objetivo penal de impedir o obstaculizar la repetición del delito por parte del que lo cometió.

En este punto, la denuncia de la película está en la línea del último magisterio de Juan Pablo II respecto a la pena de muerte, que supone una evolución de la doctrina de la Iglesia católica hacia posturas restrictivas, casi abolicionistas. Como se recordará, hace años se desató una cierta polémica a propósito del tratamiento de la pena capital en el Catecismo, que distinguía entre su posible legitimidad en ciertos casos extremos y la necesidad de su aplicación concreta, hoy y ahora (ver servicio 173/92). En un pronunciamiento posterior, el Papa dejó muy clara la posición de la Iglesia: «La medida y la calidad de la pena -señala en su encíclica Evangelium vitae (nº56)- deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes» (ver servicios 47/95 y 48/95).

Esta idea general sustenta las numerosas referencias que hace la película a la falta de responsabilidad que supone combatir la criminalidad con un medio tan drástico y poco ejemplar como matar a los criminales. Quizá sería más importante -y seguramente más eficaz- prevenir la delicuencia con otros medios menos expeditivos: un aumento de la vigilancia policial y de las medidas de seguridad carcelarias, un control más severo del comercio de armas, la mejora del sistema educativo, una mayor solidaridad con los estratos sociales desfavorecidos, más contención a la hora de reflejar la violencia en el cine, la televisión y los medios de comunicación…

¿Monstruos o personas?

De lo anterior se deduce el mensaje central de la película. Se viene a decir que en la mayor parte de los casos -al menos en los países desarrollados-, se aplica la pena de muerte no porque la sociedad carezca de otros medios para evitar nuevos delitos, sino por una reacción de ira e indignación ante determinadas acciones terribles. Con lo que, paradójicamente, una acción ilegal (el asesinato) y otra legal (la ejecución) acabarían respondiendo a impulsos irracionales que llevan a olvidar la condición humana, en un caso del asesinado, y en otro del asesino.

En este sentido, la película muestra cómo los implicados en el proceso de una pena capital -las familias de las víctimas, los jueces, los medios de comunicación, los propios carceleros y ejecutores…- tienden a considerar al reo no como una persona, sino como una especie de monstruo que debe pagar por los daños que ha causado. Esta misma tendencia al autoengaño, explicaría también la evolución de los métodos de aplicación de la pena capital, que son cada vez menos violentos, como si se quisiera no ver el dolor o disimular el hecho de que se está causando la muerte de un ser humano.

Por eso, Tim Robbins se esmera especialmente en la recreación de la ejecución: «Me propuse reproducir al detalle la agonía de la cuenta atrás, cada uno de esos minutos eternos que envuelven el ritual de la ejecución; todo debía resultar perversamente auténtico». Tan auténtico como ese grito, de una frialdad aterradora, que pregona el carcelero en el corredor sin retorno que conduce a la cámara de ejecución: «¡Hombre muerto andando!» («Dead Man Walking!»).

Cultura de la vida, cultura de la muerte

De ahí también que el empeño fundamental de la monja protagonista sea precisamente desenterrar la humanidad que se agazapa dentro del alma endurecida del asesino -en primer lugar, de cara a él mismo-, para mostrar después la deshumanización que supone su muerte legal, aunque sea a través de una pulcra e indolora inyección letal. Porque esa sombra desvaída que vaga aterrorizada, «mirando a la muerte a los ojos», a pesar de las acciones abominables que ha cometido, no es un monstruo, como pretenden los que ansían verle muerto; es un ser humano que siempre «valdrá más que su peor acto».

Según la película, la cuestión principal no es que la pena de muerte -al menos en las sociedades desarrolladas- no reúna los requisitos de la legítima defensa social; ni que imposibilite, claro está, la reinserción del delincuente; ni que sea muy limitada su eficacia como medio de disuasión (ver pág. 3)… La cuestión principal es el «para qué» de la pena de muerte en la actualidad, pues parece más a una venganza legalizada, una manifestación anacrónica de la ley del talión, que una exigencia de la justicia.

Quizá por eso Juan Pablo II, en la Evangelium vitae (nº 27), considera «la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte» como uno de los signos positivos de nuestro tiempo en favor de la vida, precisamente por «considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse».

La raíz de la dignidad humana

En realidad, más que un alegato contra la pena de muerte en sí, la película es una apología de la compasión, de la necesidad del arrepentimiento y del perdón, planteados como un ideal que exije la conjunción de fe y esfuerzo personal. De hecho, el film no oculta que quizá la pena de muerte facilita el arrepentimiento del reo; pero, desde luego, remite su rehabilitación a la vida eterna, que ya no es competencia de los poderes públicos. Además, como le dice la monja a Poncelet, «la redención hay que trabajarla», y, desde luego, no todos los condenados a muerte acaban tan bien como él.

Todas estas ideas se asientan sobre un sólido cimiento moral, que supone un gran paso adelante respecto al superficial sentimentalismo dominante en el cine norteamericano de los últimos años.

– «¡Tú también eres hijo de Dios!», le grita la monja al condenado.

Y ese angustiado y patético hombre muerto, que ha tenido que llegar al borde del abismo para reconocer su culpa y descubrir el amor, le contesta entre sollozos:

– «Nadie me había dicho nunca eso. Me han llamado hijo de muchas cosas…, pero nunca hijo de Dios».

Este diálogo, que además da sentido al magistral epílogo, encierra quizá la clave de esta valiente y maravillosa película, pues muestra la auténtica razón de ser de la dignidad de todo hombre, incluso del aparentemente más despreciable: su condición de hijo de Dios. Una condición que está en la base de esa cultura de la vida que tanto necesita el mundo actual.

Jerónimo José Martín¿Es disuasoria la pena de muerte?

En los debates sobre la pena de muerte, uno de los puntos más discutidos es su eficacia preventiva. Por eso es útil examinar la experiencia de Estados Unidos, uno de las pocas naciones industrializadas que mantienen la pena capital.

En Estados Unidos, la pena de muerte estuvo abolida entre 1972 y 1976, por decisiones contrarias del Tribunal Supremo en una y otra fecha. La opinión pública es mayoritariamente favorable, y desde la restauración -en 38 Estados, hasta ahora- han ido aumentando las condenas y ejecuciones, con algún retroceso. Hasta 1995 hubo 266 ejecuciones; el año pasado se cumplieron 56. En términos relativos, son poco frecuentes: una por cada 1.900 asesinatos (media de 1966 hasta hoy).

¿Han servido para que haya menos crímenes? La tasa de delitos violentos ha disminuido a partir de 1990. Pero es muy difícil determinar en qué medida puede ser consecuencia de la pena de muerte, pues intervienen otros factores importantes: menor consumo de crack, disminución de la población joven, aumento del número de presos, mayor presencia policial en las zonas conflictivas (ver servicio 22/96). En general, la mayoría de los criminólogos creen que estos hechos han influido mucho más que las ejecuciones. Pues antes de que se produjeran, la reinstauración de la pena capital no se tradujo en un descenso de la delincuencia.

Sin embargo, para los partidarios -la mayor parte de los norteamericanos-, la cuestión de la eficacia disuasoria no es la decisiva. John B. Holmes, fiscal general de Houston (Tejas, el Estado que ha aplicado más sentencias de muerte), despacha el asunto diciendo: «Disuade al ejecutado». Lo importante, según esta postura, es que la pena capital es el castigo legal adecuado «para los asesinatos particularmente atroces» (declaraciones a Le Figaro, 14-III-96). Pero Holmes añade que está en juego la paz social: «En una sociedad tan violenta como la nuestra, el poder judicial debe mostrar que puede castigar muy severamente. Si no, los ciudadanos se toman la justicia por su mano y viene la anarquía, los linchamientos».

Siete años en capilla

Por otro lado, los datos de sentencias de muerte muestran un aspecto importante de esta historia. Ahora hay unos tres mil condenados en espera de ejecución; por tanto, la gran mayoría de las sentencias no se han cumplido. Respecto a los ejecutados, el intervalo medio entre la condena y la muerte fue de 7 años y 10 meses. La razón es que, en estos casos, se extreman las precauciones legales: el juicio debe establecer que el acusado representa una «amenaza permanente para la sociedad»; después, la revisión es obligatoria, y las diversas apelaciones consumen mucho tiempo y dinero en gastos procesales. El 40% de las condenas a muerte son revocadas, a veces al cabo de un decenio.

Muchos creen que, con semejantes dilaciones, la pena de muerte pierde, al menos en buena parte, el sentido que pueda tener como medida disuasoria. Parece que una condena a muerte puede ser eficazmente ejemplar si se aplica de forma expedita, como en el caso de desertores en tiempo de guerra. Pero, en circunstancias normales, un Estado de derecho no puede ejecutar reos con la celeridad que se usa en China (el país con más ejecuciones: 2.100 el año pasado), donde no hay tribunales independientes ni garantías procesales.

John Paul Stevens, juez del Tribunal Supremo norteamericano, planteó el problema el año pasado, en un voto particular añadido al rechazo de un recurso por parte de un condenado. Según Stevens, es de dudosa constitucionalidad la ejecución de un reo varios años después de la sentencia, pues menoscaba los fines sociales de la pena: el castigo proporcionado del delito y la disuasión.

No es fácil obtener una condena

De ahí, los partidarios de la pena de muerte concluyen que se ha de limitar el derecho a recurrir. Algunos creen, además, que las largas -y costosas para el Estado- listas de reos en espera de ejecución se deben a que hay demasiados delitos castigados con la pena capital. Así decían, en un artículo publicado en The New York Times (8-III-95), el juez federal Alex Kozinski y su asistente. Según ellos, la pena de muerte debería reservarse para los casos realmente extremos (asesinos a sueldo o terroristas, por ejemplo).

Otras voces insisten en combatir el crimen por otros medios. El Departamento Penitenciario del Estado de Nueva York calculó en 1989 lo que costaría reinstaurar allí la pena de muerte (cosa que se hizo el año pasado). Concluyó que, con ese dinero, el Estado podría contratar 250 policías más y construir prisiones con 6.000 plazas.

Esto es digno de ser notado, pues no hay estudios que muestren relación entre las ejecuciones -o el endurecimiento de las penas, en general- y la disminución de la delincuencia. En cambio, parece comprobado que lo que más disuade de delinquir es la probabilidad de ser capturado, con independencia de la severidad del castigo (ver servicio 78/94). Por eso, el aumento de la vigilancia policial hace bajar el índice de criminalidad.

Rafael Serrano

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