La intervención de la Iglesia en el debate democrático

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En una Jornada de estudio promovida por la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), ha intervenido Mons. Georg Gänswein, Prefecto de la Casa Pontificia y ex secretario particular del papa Ratzinger, sobre el tema “Los discursos políticos de Benedicto XVI en sus viajes al extranjero”.

He aquí un fragmento de su intervención:

“En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre basados en un motivo religioso: sobre la base de una referencia a la Divinidad se decide lo que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado o a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En vez de eso, ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, ha remitido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que presupone que ambas están fundadas en la Razón creadora de Dios” (Discurso de Benedicto XVI en el Bundestag de Berlín, 22-09-2011).

En este pasaje se recoge el centro del pensamiento de Benedicto XVI sobre la contribución que la religión ofrece al debate público y, en particular, a la construcción del orden jurídico. Aquí se muestra la originalidad del cristianismo respecto a otras religiones, una originalidad que a menudo pasa inadvertida no solo a los comentaristas no creyentes, sino también a los propios cristianos: no la revelación sino “la razón y la naturaleza en su correlación construyen la fuente jurídica válida para todos”, afirma poco después Benedicto XVI en el mismo discurso.

De modo similar, en el discurso en Wetsminster Hall (17-09-2010), había propuesto un concepto análogo en estos términos: “La tradición católica sostiene que las normas objetivas que gobiernan la recta actuación son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. Según esta comprensión, el papel de la religión en el debate público no es (…) el de proporcionar tales normas, como si no pudieran ser conocidas por los no creyentes, y todavía menos el de proponer soluciones políticas concretas, cosa que está totalmente fuera de la competencia de las religiones”.

Con estas afirmaciones Benedicto XVI despeja el campo de un equívoco persistente en la cultura contemporánea, que ha condicionado y todavía condiciona el debate entre la religión y la razón. El equívoco se basa en la idea de que el cristianismo y, en particular, la Iglesia católica, al intervenir en los debates públicos apelan a un principio de “Autoridad” en las decisiones sobre las cuestiones jurídicas y políticas. Continúa siendo una opinión dominante afirmar que, en una democracia digna de este nombre, sería inaceptable dar espacio al discurso religioso en cuanto tal, porque se basaría en una Autoridad que haría vano cualquier intento de diálogo con los otros.

Interviniendo en el diálogo democrático sobre la base de dogmas de autoridad, las religiones violarían la regla de toda democracia deliberativa –el diálogo entre las diversas posiciones– y actuarían como un obstáculo, desnaturalizando irremediablemente la dinámica democrática. Se teme que la autoridad religiosa pueda disputar a las autoridades civiles la capacidad de producir las normas jurídicas; de ahí una incompatibilidad entre ambas fuentes de autoridad.

De ahí se saca la inevitable conclusión de que “lo que garantiza el terreno común del diálogo y la recíproca igualdad de todos en cuanto conciudadanos es el exilio de cualquier Autoridad de la escena de la argumentación pública, el ostracismo de toda fe”, con la consiguiente necesidad de que toda la esfera pública sea privada de Dios a fin de que se mantenga un terreno neutral de diálogo. Este exilio de Dios de la esfera pública parte de la premisa de que la intervención del factor religioso en la dialéctica democrática se configura como una serie de órdenes o mandatos derivados de una voluntad superior, eterna e indiscutible. Sin embargo, es difícil imaginar algo más alejado del pensamiento de Benedicto XVI.

La búsqueda racional de la verdad
El cristianismo que él propone no exime a los fieles de los esfuerzos, ni les permite privarse del uso de la razón, escondiéndose detrás de un principio de autoridad o atrincherándose en preceptos o mandamientos religiosos. Por la confianza que pone en la posibilidad de que lo divino, como Logos, puede ser encontrado mediante la búsqueda racional de la verdad, Benedicto XVI no duda en exigir de los creyentes que participen en el diálogo público democrático con instrumentos universales y accesibles a todos: razón y naturaleza, en su correlación. En esta perspectiva, hablar de religión en el espacio público no supone, como erróneamente se presume, introducir un principio fideísta en el diálogo democrático, ni implica recurrir mecánicamente a preceptos religiosos como fuente para la regulación de problemas sociales, políticos y jurídicos.

La primera y fundamental contribución de Benedicto XVI es el recordatorio de que las fuentes últimas del derecho deben buscarse en la razón y en la naturaleza, no en un mandamiento, cualquiera que sea su procedencia. La originalidad de la posición de Benedicto XVI en cuanto a la presencia de los cristianos en la vida pública hunde sus raíces en una visión del cristianismo como religión universal, dirigida a todos, que confía en la posibilidad de que la razón trascienda las capacidades mismas de la razón, que él asevera con las palabras de San Pablo: “Cuando los gentiles, que no tienen la Ley, siguiendo la naturaleza, cumplen los preceptos de la Ley, ellos (…) son ley para sí mismos. Con esto muestran que tienen grabado en sus corazones lo que la Ley prescribe, como se lo atestigua su propia conciencia” (Romanos, 2, 14ss).

La propuesta de Benedicto XVI resuelve el problema en su raíz, al afirmar que la fuente de las normas jurídicas no está en la revelación, sino en las interrelaciones entre la razón y la naturaleza.

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