La crítica del relativismo cultural

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Podría decirse, al estilo orteguiano, que es el tema de nuestro tiempo, el fenómeno más importante hoy en el ámbito del pensamiento, de las actitudes y de la sensibilidad. Me refiero al fracaso de la Modernidad, es decir, de la Ilustración racionalista, una de cuyas prolongaciones fue el marxismo. Y el tema está muy unido a otro: la extensión del relativismo cultural, del «vale todo».

La cuestión es esencial. Sería una pena despachar el asunto como «demasiado intelectual», o «teórico», o «abstracto». Porque eso sería la señal inequívoca de que el relativismo cultural estaba ganando la batalla.

¿Post o contra?

El tema puede traerse a colación partiendo de un libro del argentino Juan José Sebreli, El asedio a la modernidad, que acaba de publicarse en España (1). El autor dice de sí mismo: «En otra parte me definí como un marxista proscrito, un militante sin partido, un socialista solitario». En realidad, está más cerca de un Voltaire, pero ni siquiera le queda el deísmo. Es una especie de materialista ilustrado. Pero qué sea Sebreli quizá importe poco. Es un caso más de los marxistas huérfanos, como Habermas, a quien cita al principio.

De Habermas es la cita inicial del libro: «Pues pudiera ser que bajo esa capa de post-ilustración no se oculte otra cosa que complicidad con una ya vieja e incluso venerable tradición de contra-ilustración».

Resulta que eso es también muy viejo: cuando la Ilustración racionalista fracasa –y el marxismo con ella–, los marxistas solitarios replican: ¡es la vuelta de la reacción, del particularismo conservador, del ancien régime en definitiva!

El relativismo cultural es una especie de criada respondona de la modernidad racionalista, en su mismo horizonte de materialismo

Cuando vale todo

Sebreli, como muchos de su misma estirpe, tiene la cualidad de confundir muchas cosas en nombre de la claridad de la razón. Así, en sendos capítulos, arremete contra el relativismo cultural, el anti-progresismo, el culto al primitivismo, el populismo, los nacionalismos, el orientalismo, el indigenismo, y así. Es decir, contra esa afición, que tiene su origen en determinadas corrientes de la antropología cultural, a considerar que todas las culturas tienen igual valor, Beethoven al lado de los Rolling Stones, el arte bantú al lado de Rafael, un mito mboro al lado de La Ilíada.

En esa misma línea han escrito otros: racionalistas como Alain Finkielkraut (La derrota del pensamiento), marxistas como Agnes Heller y Ferenc Fehér (Anatomía de la izquierda occidental), conservadores como Allan Bloom (El cierre de la mente moderna). Y es verdad que da pena ver cómo el relativismo cultural termina en la miseria cultural, en el «vale todo». Pero habría que ir más a fondo y preguntarse –y esto me parece esencial– si la degradación del actual relativismo cultural no es más que una forma del fracaso de la Modernidad racionalista, la calderilla desgastada de una Razón que se creía perfecta. Vuelvo sobre eso luego.

Verdades parciales

Véase este párrafo de Sebreli, contra una de las raíces del relativismo cultural: «La ética objetiva y universal ha sido una aspiración permanente de los hombres, de los antiguos que buscaban una sabiduría válida de la vida, de los iluministas, cuando creían que la «virtud» era «demostrable» (…). Tal vez sea un ideal lejano e inaccesible, pero es el que guía el proceso por el cual intentamos llegar a una vida mejor, la pauta por la que podemos superar nuestros juicios de valor equivocados. El progreso de la ética está dado por la realización siempre imperfecta e incompleta por la cual, no obstante, vamos aproximándonos a ese ideal que parece inalcanzable».

Suena correcto, sin duda. Y con ese arma en la mano aparecen en toda su escualidez las miserias de los indigenismos baratos, de los nacionalismos obtusos, de los orientalismos de salón. Por eso, la parte crítica de ese libro contiene aciertos, aunque a veces al autor se le va la mano, como cuando condena a Heidegger por nazi, sin más apelación.

¿Qué hay en la parte constructiva? Esa «ética objetiva y universal», ¿a qué se refiere? No a nada religioso, porque el autor niega explícitamente no ya el cristianismo, sino cualquier sentido de Providencia, a Dios, en definitiva. Es una ética en los límites de la pura razón, con Kant, pero remachando siempre que la razón es la única y última instancia humana. Dios no existe ni se necesita: ya lo decía Marx, y antes Holbach y toda la Ilustración materialista que Marx tuvo el cuidado de señalar como sus ancestros.

Muchas de las críticas de Sebreli son verdad, pero casi nunca por la razón que él esgrime, sino, paradójicamente, por algo que él –y muchos como él– rechazan. Para entender esto hay que distinguir.

Vamos a probar. Si se hace un cuadro con cuatro entradas, las que corresponden a la diferencia materialismo/espiritualismo y las que corresponden a la diferencia afirmación de la unidad del género humano/afirmación de la diversidad, se tiene lo siguiente:

  Materialismo Espiritualismo
Unidad Ilustración racionalista / Marxismo Cristianismo
Diversidad Relativismo cultural Conservadurismo

 

Aunque una esquematización de este tipo es difícil que resulte exacta, al menos permite ver que el cristianismo, como otras formas religiosas (pero no como cualquier forma religiosa, porque ha habido y hay formas religiosas inmanentes, locales, particulares, étnicas, etcétera), hace una afirmación de la unidad del género humano y de las posibilidades de la razón.

Se entiende así que muchos temas de la Ilustración y de sus formas posteriores suenen a «cristiano». Y es que históricamente proceden del cristianismo; sucede que luego se le quitó, primero, la fe revelada, quedándose en simple deísmo; después, incluso la creencia en Dios, quedándose en materialismo y naturalismo, en nombre de la Ciencia o, si acaso, del azar y la necesidad.

Concordancias

Viendo el cuadro anterior se entiende también que muchos cristianos hayan sido con frecuencia proclives al conservadurismo de la tradición, de lo local, de lo telúrico; porque, en principio, no hay una contradicción entre la fe y las distintas culturas. De hecho, históricamente, el cristianismo ha vivido y vive haciéndose real en culturas muy diferentes. Pero cuando lo local, lo nacional, lo propio se constituye en juez de todo lo demás, cuando se hace radical y exclusivo, deja de ser cristiano. Porque no es cristiano –y la razón natural llega a ello también con facilidad– negar la unidad del género humano, la igualdad de todos por naturaleza, en dignidad.

Lo que no admite justificación alguna es el relativismo cultural, si es que por eso se entiende la negación tanto de la unidad del género humano como de la posibilidad de una verdad objetiva y universal. Si “vale todo” también vale la razón del tirano, y la del torturador, y la del extorsionador, y la del corrupto. Serían sólo “culturas diferentes y particulares”. Ese relativismo cultural se ha hecho tópico y corriente en uno de los sofismas más corrientes en las discusiones de hoy: “pues para mí, el aborto es un derecho humano”; “pues, para mí, la droga aumenta la creatividad”; “para mí, la pornografía es un signo de madurez”, y así.

Ilustración sin materialismo

Resumiendo: desde una actitud religiosa, cristiana, lo más cercano sería una Ilustración

no materialista, del estilo de la que se dio, desde el siglo XVIII a hoy, en no muchos intelectuales, pero, eso sí, de los más grandes: un Jovellanos, un Manzoni, un Tocqueville. Esa línea, por complejas razones históricas –y por el cerrilismo de no pocas autoridades– no fue seguida lo suficiente. Si lo hubiera sido, se habrían evitado muchos equívocos, por ejemplo, muchos autoritarismos malamente disfrazados de cristianismo.

Después de eso, la actitud cristiana tampoco se lleva mal con el particularismo, con el tradicionalismo, si es espiritual, aunque deberá estar siempre corrigiendo la tendencia al exclusivismo.

Hay algún punto de contacto con la Ilustración racionalista y con sus derivaciones, porque no en vano los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, así como la desazón ante la injusticia social, tienen su origen en el cristianismo.

Lo más lejano de la visión cristiana es el relativismo cultural, que es una mezcla, adobada muchas veces con actitudes insolidarias, de materialismo y de cinismo. Se entiende que el ilustrado se vea en la obligación de denunciar el engendro.

Serva padrona”

Sucede que cuando los supervivientes ilustrados postmarxistas (Habermas, Sebreli, y tantos) se indignan contra el relativismo cultural y ven en él la vuelta de la “negra reacción”, no advierten algo muy sencillo: que el relativismo cultural es algo que le ocurre al racionalismo, es una especie de criada respondona o, con el título de la ópera, una serva padrona, una sierva que se ha convertido en dueña y señora.

El relativismo cultural es algo que surge, naturalmente, del fracaso de la modernidad racionalista, en su mismo horizonte de materialismo. Y hay que decir que es algo que “le está bien empleado” al racionalismo, por su intento, tan poco racional por otra parte, de

descalificar a cualquier precio la fe. “Si Dios no existe, todo está permitido”. Ha sido citada muchas veces esa frase de Dostoievski, pero no por eso pierde vigencia. El racionalismo se esforzó, durante casi dos siglos, en dejar al hombre en los límites de la pura razón y, a la vez, cortando continuamente los brotes de algo más, la nostalgia de Dios. No tiene nada de extraño que los discípulos de esa escuela no estén dispuestos a adorar divinidades materiales –la Razón, el Progreso, la Modernidad– y hayan acabado idolatrando la particular miseria de cada día.

El libro de Sebreli es una correcta antología de todo lo que se puede decir contra las exageraciones del particularismo. En América Latina es polémica, sobre todo, su diatriba contra el indigenismo: “El concepto de raza y de autoctonía es nocivo, no sólo cuando lo usan los racistas blancos contra los indios y los negros, sino también cuando lo emplean

los defensores, frecuentemente blancos, de los indios y de los negros para reivindicar en esas razas cualidades distintivas o una vocación mesiánica, ocultando el racismo bajo el disfraz del antirracismo”.

Así, muchos juicios acertados. Pero la misma postura de Sebreli está estropeada por una cierta cortedad de vuelo, por falta de aliento, por la ausencia de la hondura del espíritu. Peccato!

Rafael Gómez Pérez es profesor de antropología en la Universidad Complutense (Madrid) y jefe de opinión del diario Expansión.

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(1) Juan José Sebreli. El asedio a la modernidad. Crítica del relativismo cultural. Ariel. Barcelona (1992). 376 págs. 1.800 ptas.


Salvar la modernidad de sí misma

La supresión del «proyecto moderno» no supone apostar por el irracionalismo, sino abandonar cierto tipo de racionalismo. Así lo señala el filósofo Alejandro Llano en su libro La nueva sensibilidad (Espasa Calpe, Madrid, 1988) del que reproducimos estos párrafos.

Como ya advirtiera Husserl hace más de cincuenta años, la crisis de la humanidad moderna no se debe al ejercicio de la racionalidad, que acompaña desde su inicio al ideal filosófico europeo, sino a cierto tipo de racionalismo. La salida de esa crisis –cuya conciencia no ha hecho más que agudizarse desde entonces– no puede venir por una recaída en el irracionalismo, sino por una superación del cientificismo objetivista. El objetivismo es la actitud que rompe la unidad cultural e histórica de la vida. Es un racionalismo formalista que establece primero el dualismo entre naturaleza y espíritu, para proceder después a la naturalización del espíritu. Si los tiempos modernos –a pesar de sus indudables éxitos científicos y técnicos– han caído en una insatisfacción creciente, que llega al borde de la angustia, es porque se han aferrado a la unilateralidad de un método incapaz de referir las idealidades de la ciencia a su fundamento en el mundo vital, que está constantemente presupuesto como el suelo, el campo de trabajo, sólo sobre el cual los temas y los métodos científicos tienen sentido.

Este llamamiento y otros semejantes, que provenían de la reflexión sobre la Kulturkrisis, han tardado en ser acogidos. Pero han acabado por decantarse en una nueva sensibilidad cultural que –en todas sus variantes– presenta como denominador común el rechazo del objetivismo cientificista. Desde esta perspectiva fundamental, el proyecto moderno se revela efectivamente como improseguible. Levantar acta del final o acabamiento de la conciencia moderna no es cuestión de estrategia retórica, de atenimiento a una moda o de figuraciones apocalípticas. Son las propias paradojas de la modernidad las que han conducido hasta unos límites fácticos que no se pueden superar con el mismo método que nos ha llevado a tal impasse. Es preciso despedirse del proyecto moderno. Pero muchos logros y no pocas actitudes de los tiempos nuevos forman ya parte inseparable de nuestro modo de comprender al hombre y de vivir en sociedad. Se trata, más bien, de salvar a la modernidad de sí misma; de rescatar las auténticas configuraciones de la autorrealización humana que le debemos, liberándolas de su interpretación modernista y de su consiguiente tendencia a la autoanulación. Una rectificación o, mejor, una superación de la modernidad hacia la auténtica contemporaneidad, significa advertir que es posible rescatar a la Ilustración de su propia versión ideológica, y radicarla de nuevo en un ethos de libre y rigurosa búsqueda de la verdad.

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