La atrevida ingenuidad de la JMJ

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Si la indignación puede contagiarse, también lo puede hacer la confianza

Nadie duda de que la desconfianza es un rasgo característico de la actual juventud occidental, al menos en cuanto a determinadas instituciones. Pero también es cierto que a veces se exagera la naturaleza de esta desconfianza, o se retroalimenta a través de encuestas, estudios o noticias que refuerzan la idea de que toda una generación de jóvenes ha perdido la confianza en el futuro o en la sociedad.

La Jornada Mundial de la Juventud de Madrid quiere romper con ese círculo vicioso. Las JMJ no fueron concebidas simplemente como una cura de optimismo contra el derrotismo social. Sin embargo, en el actual contexto de crisis económica, que muchos vinculan directamente con una crisis ética de raíces más profundas, la convocatoria a los jóvenes brilla con luz propia. Pero ¿pueden los jóvenes cambiar algo?

Vacunados contra el optimismo

Jóvenes han sido, en su mayor parte, los convocantes y los más activos difusores de la oleada de protestas “indignadas”. Seguramente, sin la masiva campaña en las redes sociales, el sentimiento de indignación o simplemente de hartazgo no hubiera ido más allá de conversaciones entre amigos, o de la creación de un foro donde verter las críticas al liberalismo exacerbado, los mercados, los políticos, o lo que sea. Pero el movimiento del 15-M no solo ha dado visibilidad a un sentimiento de indignación, sino que en parte ha contribuido a crearlo: la realidad ha producido la noticia, pero la noticia ha generado realidad.

La reunión de una multitud de jóvenes de todo el mundo en torno a un mensaje de esperanza refleja de manera gráfica esa “comunidad mundial de los creyentes”

Sin embargo, el mensaje del 15-M no es precisamente optimista. Más allá de su justificación, el tono es marcadamente negativo y crítico. Pero si la indignación puede contagiarse, también lo puede hacer la confianza. Esto es lo que pretende, en parte, la JMJ: difundir un mensaje de esperanza y de optimismo a los jóvenes, una esperanza fundada en razones inmunes a la crisis y al desencanto político.

Como el pesimismo –un mal endémico en las sociedades más desarrolladas– no soporta fácilmente el optimismo de otros, las críticas a un supuesto “espíritu triunfalista” de la Iglesia respecto a la JMJ no han tardado en llegar. Para algunos grupos, cuya escasez numérica no les impide considerarse representantes del sentir de la gran mayoría de los católicos, las convocatorias de las jornadas mundiales de la juventud pecan de ingenuidad. Creer que un evento puntual y multitudinario, piensan, vaya a influir realmente en la espiritualidad de los participantes es poco menos que infantil.

Una sociedad llena de “malas personas”

En parte, hay datos que podrían avalar ese pesimismo: según la mayoría de las encuestas realizadas últimamente, la juventud es el sector social más desconfiado. Desconfían, por un lado, de las instituciones. De acuerdo con el Pulso de España 2010, un informe elaborado por la Fundación Ortega-Marañón, la juventud española solo concede un 3,3 (sobre 10) de credibilidad a la Iglesia católica, empatada con los partidos políticos y solo por encima de las multinacionales.

Pero resulta más grave la desconfianza respecto del prójimo, pues al fin y al cabo el despego respecto a las instituciones es un rasgo distintivo de cualquier juventud. En cambio, no es normal que un 34% de los jóvenes encuestados opine que nadie o casi nadie merece el calificativo de buena persona. Además, creen mayoritariamente (70%) que “de presentarse la ocasión, la mayoría de la gente se aprovecharía de los demás”.

Entre tanta desconfianza, descuella un dato revelador referente a uno de los factores que tiene en cuenta el estudio, la mayor o menor religiosidad de los encuestados: es precisamente el grupo de los que se definen como muy religiosos los que más confían en la bondad del prójimo.

Otro dato de la encuesta referido a la juventud y la Iglesia católica: frente al 31% que piensa que la Iglesia transmite fundamentalmente bondad y perdón, un 56% opina que en la imagen que ofrece priman la dureza y la condena. No parece que los esfuerzos de comunicación de la Iglesia hayan conseguido calar en la juventud, aunque el porcentaje que ve a la Iglesia como dispensadora de bondad y perdón sea superior al de jóvenes practicantes. Con todo, el tácito y viejo imperativo que obliga a la Iglesia a adaptarse a los “nuevos tiempos”, por mucho que los primeros “nuevos tiempos” se hayan quedado ya viejos, parece rejuvenecer con cada generación de jóvenes.

No todas las esperanzas son iguales

La esperanza que alienta el cristianismo no es equivalente a cualquier otro tipo de esperanza. Desde el comienzo de su pontificado, este ha sido uno de los mensajes más repetidos de Benedicto XVI: el cristianismo no es un mensaje filantrópico más, sino que trae la esperanza que puede redimir al mundo entero.

Después de Deus caritas est, la segunda encíclica del actual Papa estuvo dedicada a la esperanza como fuente de salvación. Spe salvi reflejaba una de las ideas predilectas en el pensamiento de Benedicto XVI: la fe en un Dios amoroso cambia completamente la vida, supone una nueva forma de estar en el mundo: “quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”. El cristiano consecuente es entonces, por así decirlo, un ser naturalmente optimista y confiado; vive su fe en presente, porque su fe transforma su día a día, no es simplemente una promesa sobre un más allá en el tiempo.

Si la raíz de la indignación es la incertidumbre, el fundamento de la confianza es la certeza en un futuro visto como realidad positiva: “solo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente”, señala el Papa.

La fe en la “sociedad del bienestar” con su promesa de eterna mejoría del sistema ha sido solo el último episodio de una serie de desengaños. Benedicto XVI analizaba en Spe salvi otros episodios de la historia en los que el hombre ha puesto su esperanza donde no podía ser satisfecha: ni el racionalismo preconizado por la Revolución francesa y la Ilustración, ni el empirismo científico del siglo XIX, ni las promesas marxistas del paraíso en la tierra han podido colmar la sed de certeza ni de felicidad humanas. Tampoco las distintas propuestas políticas ni económicas han logrado llenar ese vacío. Una incapacidad que resulta de sus mismos límites: hablando de Marx, Benedicto XVI comentaba: “Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo”.

El gran enemigo: el individualismo

No obstante, más que todas las teorías económicas o políticas a gran escala, para Benedicto XVI el gran enemigo de la esperanza cristiana es el individualismo. Además de criticar abiertamente el relativismo de corte laicista, ha recordado la necesidad de purificar constantemente el propio cristianismo de la contaminación de un individualismo religioso, que lleva a concebir la salvación como una vivencia privada donde no entran los demás. No ha habido documento pontificio en que el actual Papa no haya aprovechado para remachar la idea de “pueblo de Dios” que impregna todo su pensamiento.

Frente al individualismo, que “encierra a los hombres en el propio yo”, el amor es apertura, comunión con el otro, y fundamento de esperanza. En Spes salvi Benedicto XVI rememoraba la experiencia de la beata africana Josefina Bakhita, que sufrió como esclava los abusos de varios amos hasta que descubrió a su verdadero “dueño” en la figura de Jesucristo: “yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa.”

Multitud sin Babel

Cuando se eligió a Benedicto XVI como sucesor de Juan Pablo II, muchos pensaron que el nuevo Papa no se movería tan a gusto en las reuniones multitudinarias con los jóvenes. No ha sido así: el entusiasmo de Benedicto XVI con las JMJ puede tener que ver con su idea de “pueblo de Dios”. En Spe salvi comentaba: “Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz. Por eso, la redención se presenta precisamente como el restablecimiento de la unidad en la que nos encontramos de nuevo juntos en una unión que se refleja en la comunidad mundial de los creyentes”.

Al igual que ha sucedido en las manifestaciones de “indignados”, la faceta simbólica de la JMJ es tan relevante como su propia realidad. La reunión de una multitud de jóvenes de todo el mundo en torno a un mensaje de esperanza –muchos más de los que han conseguido reunir las protestas contra un determinado modelo económico y político– refleja de manera gráfica esa “comunidad mundial de los creyentes”, además de suponer una prueba fehaciente de la vigencia de la esperanza cristiana en un mundo en bancarrota de esperanza. Por eso, y no por triunfalismos de ningún tipo, es importante la multitud. La JMJ tiene algo que transmitir al mundo, y en este aspecto el medio es el mensaje.

No resulta tan ingenuo pensar que, entre tanta indignación, los jóvenes quieran acudir a la llamada de un Papa esperanzado.

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