¿Jueces críticos o ingenieros sociales?

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La alusión a la realidad social como fuente ética de exigencias jurídicas es a veces un modo fácil de ahorrar la necesaria fundamentación a una propuesta aún minoritaria. Así se puede descalificar como resistencia retardataria cualquier intento de cuestionarla. Seleccionamos algunos párrafos del artículo “¿Jueces críticos o ingenieros sociales?”, de Andrés Ollero Tassara, catedrático de Filosofía del Derecho, publicado en el libro El juez y la cultura contemporánea, editado por el Consejo General del Poder Judicial.

Es preciso eludir el peligro de identificar el Derecho como mínimo ético con los tópicos socialmente ya asumidos. Puede también ocurrir lo contrario: que ese mínimo ético se vincule a una presunta realidad social que encierra más bien el diseño de una sociedad futura, suscrito utópicamente por una autoconvencida minoría. Si lo primero jugaría un papel abiertamente conservador, lo segundo sería el instrumento más eficaz para ejercer un despotismo ilustrado, autosatisfecho de su patente progresista.

La identificación de la realidad social con los tópicos en vigor favorecería un claro riesgo: que la búsqueda del mínimo ético, capaz de trazar la frontera entre lo jurídico y lo moral, entre lo justo y lo bueno, acabara desembocando en la imposición de una ética mínima: la dictada por el mínimo común denominador asumido por las diversas perspectivas morales en juego. Si por realidad social se entendiera el conjunto de exigencias éticas compartidas de hecho -a modo de denominador común- por todos los integrantes de la sociedad, no cabría en modo alguno identificarla con ese mínimo ético en que el derecho debe consistir.

Para empezar, conviene evitar la tendencia simplista a considerar como realidad social el mero reflejo cuantitativo de las conductas que en ella acaban resultando mayoritarias. Ello supondría dar vía libre a una presunta normativa de lo fáctico, ignorando que no todo uso social puede considerarse jurídicamente vinculante. Para que lo sea, resulta necesario que la mera reiteración de conductas se vea acompañada de una opinio iuris. A ésta habría que identificarla, por lo menos, con lo que la mayoría social considera que debe hacerse, y no con lo que realmente hace. Ignorar que en el ámbito social ambos aspectos pueden no coincidir -al igual que ocurre en la conducta individual- llevaría a consecuencias poco acertadas.

Discrepancia entre conducta y valores

Puede producirse esta discrepancia entre conducta social fáctica y valores socialmente en vigor porque buena parte de los ciudadanos ejerza, por falta de exigencia ética o por autoatribuirse una presunta situación excepcional, una conducta que no dudarían en considerar en términos generales rechazable. Así puede ocurrir en casos de evasión fiscal o en otros fenómenos relacionados con la corrupción. Igualmente puede ocurrir a la inversa; por ejemplo, cuando colectivos médicos admiten la despenalización del aborto o de la eutanasia, aunque declaran a la vez su voluntad de objetar para no intervenir en tales casos.

Conductas sociales y valores dominantes, hechos y valoración que los mismos merecen, no siempre coinciden; ni en la conducta individual ni en su generalizada proyección social. Por otra parte, asumir indebidamente una delimitación de las exigencias jurídicas que las identifique con los tópicos socialmente vigentes supondría, por ejemplo, que, a la hora de precisar el alcance de un texto constitucional, habría que remitirse a lo que la sociedad entiende hoy que dicho texto dice. El Tribunal Constitucional español no ha dejado de rechazar tal planteamiento, en problemas como la discriminación por razón de sexo. Con ello abre paso a una dimensión utópica, aún no compartida por una sociedad en la que de hecho predominan pautas machistas; asumidas no pocas veces, sin particular resistencia, incluso por buena parte de las mujeres.

Sociedad bajo mínimos

El mínimo ético en que el Derecho consiste marca un nivel de exigencias sin cuyo reconocimiento se considera que una convivencia propiamente humana resultaría imposible. Ello no implica evidentemente que tal nivel haya sido ya asumido por la sociedad, ni unánime ni siquiera mayoritariamente, hasta permitir dar por hecho que constituya un fáctico denominador común. Por muy poco maximalista que en el ámbito ético pretenda el derecho ser, es fácil imaginar que obligará a buena parte de la sociedad a reconocer más exigencias de justicia de las que hasta ahora ha asumido.

Significativo al respecto será el juego práctico del art. 9.2 de la Constitución encargado de hacer realidad el “Estado social y democrático de derecho”, que se invoca en el art, 1.1 de la carta magna española. Se apoya en el convencimiento de que quedan no pocas condiciones que promover y no pocos obstáculos que remover para que la libertad y la igualdad de individuos y grupos sean reales y efectivas.

Cuando por realidad social se entiende las exigencias éticas que comprobadamente la sociedad ya ha hecho suyas, no cabe excluir que más de una sociedad, incluso desarrollada, se halle en bastantes aspectos aún bajo mínimos. El Derecho conservará siempre una dimensión promocional y utópica, que aspira a cotas de libertad e igualdad aun no garantizadas. Si el derecho tuviera sólo por finalidad consolidar la realidad social vigente, estaría destinado a desaparecer; en buena medida su existencia se justifica por la voluntad de cambiarla, logrando un mayor y mejor ajustamiento de las relaciones sociales.

Apelación a lo políticamente correcto

Tampoco cabe identificar al mínimo ético con una realidad social a la que con frecuencia se invoca como fuente de progreso en las exigencias éticas socialmente vigentes. No pocas veces, en efecto, la alusión a la realidad social como fuente ética de exigencias jurídicas, no se plantea apelando a los tópicos en vigor sino para ahorrar la necesaria fundamentación a una propuesta utópica aun minoritaria. Resulta más cómodo darla por ya existente en la sociedad, descalificando como resistencia retardataria cualquier intento de cuestionarla.

Esa realidad social, sólo presunta, acaba convirtiéndose en una autopositivada propuesta lege ferenda, expresiva de lo políticamente correcto. Facilita a una minoría, habitualmente bien situada en los medios de comunicación, el monopolio del horizonte utópico del ordenamiento jurídico. Revive así el despotismo ilustrado, que permitirá a la lúcida minoría que se muestra capaz de captar esa realidad social de obligado cumplimiento, imponer paternalistamente sus dictados a los demás, sin tomarse siquiera el trabajo de convencerlos de lo obligado del empeño.

No pocas veces esta actitud buscará apoyo en una realidad social que se ofrecería al derecho como benéfico ámbito neutral respecto a las controvertidas propuestas morales en juego. (…)

Entre el ser y el deber

El intento positivista de trazar una línea impermeable entre ser y deber ser le obliga a optar por uno u otro polo, a la hora de encontrar respuesta a una arriesgada pregunta: qué es el derecho. Kelsen reconoció honestamente las limitaciones de su opción por el deber, al acabar admitiendo que la eficacia -radicada en el mundo del ser- no siendo fundamento de la validez -que radica en el mundo del deber- sí que se convertía en su condición necesaria, aunque no suficiente. Alf Ross acaba reconociendo, no menos coherentemente, los límites de su opción por los hechos empíricamente constatables. Asume que la legitimidad alimenta una obediencia “desinteresada”, más allá del juego efectivo de la fuerza táctica, por lo que a su vez condiciona decisivamente la validez del derecho.

El derecho, cuya realidad consiste en ser un deber ser, obliga a un planteamiento menos rígido del juego, que no frontera, entre uno y otro punto de referencia. En consecuencia no tiene mucho sentido plantear como dilema si está permitido al jurista llevar a cabo un discernimiento crítico, con la inevitable aportación subjetiva que ello comporta; o si su papel ortodoxo es el de comportarse como un técnico, que se limita a aplicar asépticamente lo que crearon los legitimados para ello.

La cuestión no es si la segunda alternativa es deseable, que quizá lo fuera desde la perspectiva de una garantía de la seguridad, sino si es simplemente viable. Cuando lo deseable no es posible, ignorarlo sólo lleva a fingir ideológicamente lo inexistente, lo que implica la más grave amenaza a la seguridad. Disfrazar de técnico al jurista puede ocultar su responsabilidad, o invitarle a desempeñarla sin conciencia alguna del alcance ético y político de su aportación subjetiva.

La función del juez

Desde puntos de partida metodológicos afines a la sociología se ha reconocido esta realidad. Para Ross hay pocas dudas a la hora de pronosticar que “el sueño corriente de que las ciencias sociales lleguen algún día a constituir una ‘ingeniería social’ tenga que seguir siendo un sueño”. Cuando -como ocurre con el derecho- nos movemos en el ámbito de la “decisión política”, resulta indispensable el logro de “una resolución, no de una solución” de mero alcance técnico; “siempre habrá de dar un salto”, que a su juicio no podrá ser racional.

El discernimiento crítico no es una aleatoria actitud de algunos jueces, empeñados en convertirse en protagonistas de una tarea que se vería perturbada con tal intromisión; forma parte inevitable de toda actividad jurídica. Los jueces no se dividen entre los que optan por una tarea creativa y los que renuncian a ella, sino entre los que -por ser conscientes de su creatividad- se saben obligados a responder de ella y los que la ejercen inconsciente e irresponsablemente.

Esto no implica que la llamada técnica jurídica no cumpla papel alguno. Parte del propio sentido de responsabilidad indicado será buscar apoyo para las propias propuestas en los elementos de fundamentación que el ordenamiento ofrece; se evitará así que el inevitable discernimiento degenere en arbitraria discrecionalidad. Pero el juez no será nunca un ingeniero, sino alguien que emite juicios de valor, que deberá fundamentar para hacerlos comprensibles y aceptables por los afectados. Pretender que quien ha de juzgar actúe como si hubiera perdido el juicio supondría hacer un flaco favor a la realidad social, que es la que acabaría sufriendo las consecuencias.

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