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Jerusalén, la disputa insoluble

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La cuestión de Jerusalén fue el principal motivo de que terminaran sin acuerdo las negociaciones entre israelíes y palestinos el pasado julio en Camp David. Seleccionamos algunos comentarios en torno a las raíces y posibles soluciones de la disputa.

En Camp David se trató de hallar un arreglo sobre el control de la ciudad, que tanto Israel como los palestinos reclaman como su capital. Palestina ofrece reconocer a Israel la soberanía sobre la parte occidental de la ciudad, a cambio de adquirir soberanía sobre la parte oriental. La propuesta de Israel es dar a los palestinos el control de sus lugares santos y que establezcan su capital en Abu Dis, cerca de Jerusalén. Ninguna de las dos soluciones es aceptada por la otra parte.

Un editorial del Wall Street Journal (14 agosto 2000) considera impracticable la propuesta palestina. La división de Jerusalén supondría que en medio de la ciudad habría «controles fronterizos, soldados y un tremendo potencial de violencia». Otra posibilidad sería que Jerusalén quedara bajo administración internacional, como preveía el plan original aprobado por la ONU en 1947. Pero el Journal cree que, en la práctica, no se podría sostener indefinidamente un gobierno internacional en la ciudad.

El mejor «arreglo» conocido, dice el editorial, es el que de hecho vige desde la ocupación de Jerusalén Este por Israel en la Guerra de los Seis Días (1967). El Journal subraya que desde entonces, Israel ha garantizado el libre acceso a los lugares santos de todas las religiones. En cambio, mientras Jerusalén Este estuvo ocupada por Jordania (1948-1967), los judíos no tuvieron libertad de culto en su santuario. «Solo por esa razón, Israel tiene méritos para seguir gobernando Jerusalén superiores a cualquiera de las propuestas alternativas que hemos visto hasta ahora».

Sin embargo, un editorial de The Economist (22 julio 2000) subraya otra parte de la historia. Después de 1967, recuerda, Israel no solo se anexionó Jerusalén Este: además, la extendió hasta triplicar su territorio, dibujando cuidadosamente los nuevos límites de manera que dentro del término municipal hubiera el menor número posible de palestinos. Después construyó colonias para judíos y obstaculizó la construcción de viviendas nuevas para palestinos. Todo ello, con el fin de que la población judía superara a la palestina en Jerusalén Este, cosa que casi ha conseguido.

De ahí que el semanario no vea solución más justa que redibujar los límites de Jerusalén. La parte occidental quedaría en Israel, y debería incluir los asentamientos judíos actualmente fuera del término municipal. El Estado palestino gobernaría en Jerusalén Este, también expandida hasta las poblaciones árabes excluidas por Israel de la ciudad. De este modo, «Jerusalén sería la capital de ambos pueblos y estaría abierta a los dos; un consejo conjunto se haría cargo de los asuntos conjuntos».

También el periodista Thomas L. Friedman (The New York Times, 11 agosto 2000) opina que cada Estado debería tener soberanía sobre su parte de la ciudad, pero añade que el recinto de los lugares más sagrados para judíos y musulmanes (el Muro de las Lamentaciones y las mezquitas de Al Aqsa y la Roca) tendrían que quedar bajo soberanía compartida. Y si alguien objeta que eso supondría dividir la ciudad, Friedman replica que, de hecho, Jerusalén «está dividida psicológica y religiosamente desde 1967». Ni los judíos se aventuran a entrar en la parte árabe, ni los palestinos osan visitar Jerusalén Oeste. «La verdad -concluye- es que Jerusalén solo estará unida si es compartida».

Por su parte, la Santa Sede ha reiterado su conocida propuesta de poner los santos lugares bajo alguna forma de protección internacional. Mons. Jean-Louis Tauran, secretario de la Santa Sede para las relaciones con los Estados, hizo algunas precisiones al respecto en declaraciones a Radio Vaticano, reproducidas por la agencia Zenit (9 agosto 2000): «Muchos piensan que la Santa Sede pide la internacionalización de la ciudad de Jerusalén, y eso es completamente falso. Lo que pedimos es que los santuarios de las tres religiones puedan conservar en el futuro su carácter único y sagrado, gracias a garantías internacionales, de manera que en el porvenir ninguna de las partes pueda reivindicar para sí el control exclusivo de esas zonas sagradas de la ciudad».

Dejar las cosas como están

Otros proponen dejar pendiente la cuestión. El ex presidente estadounidense Jimmy Carter, anfitrión de las primeras conversaciones en Camp David (1978, entre Israel y Egipto), recuerda que en aquella ocasión se decidió dejar de lado el problema de Jerusalén, al no haber perspectivas de solución (The New York Times, 6 agosto 2000). «Este sigue siendo -afirma- el único enfoque con posibilidades de éxito respecto a Jerusalén: negociar acuerdos prácticos sobre acceso ilimitado y control de los santos lugares, y sobre una administración conjunta de los asuntos mundanos de la ciudad. Ni Yasser Arafat ni Ehud Barak tienen posibilidades, ni ahora ni el futuro previsible, de alcanzar compromisos en ningún tema relativo a la soberanía legal».

En esa idea abunda Henry Siegman, miembro del Council on Foreign Relations, en un artículo publicado en International Herald Tribune (10 agosto 2000). Para los israelíes, dice, dividir Jerusalén es inconcebible: tanto como para los palestinos que Israel tenga soberanía en Jerusalén Este. «La paradoja es que, al no llegar a acuerdo, cada parte favorece, de hecho, la situación misma que pretende evitar». Según Siegman, el punto doloroso es, para cada parte, la soberanía de la otra sobre los lugares más sagrados (el Monte del Templo, como lo llaman los judíos, o Haram al Sharif, según el nombre palestino), no la ausencia de soberanía propia. De ahí que la inflexibilidad de cada parte respecto a la soberanía no sirva más que para aumentar la tensión y así ahondar la división que de hecho ya existe en Jerusalén.

Pero eso mismo, añade Siegman, sugiere la solución: «que ambas partes aplacen indefinidamente la cuestión de la soberanía sobre el Monte del Templo o Haram al Sharif». Así, «los palestinos seguirían teniendo el control administrativo del lugar, como hasta ahora, y estaría asegurado el acceso a las mezquitas desde el territorio palestino. Israel dejaría en suspenso su reclamación de soberanía sobre el Monte del Templo, pero no la concedería a nadie». En fin, concluye Siegman, lo importante es garantizar el libre acceso a los lugares santos y progresar en la unidad real de Jerusalén, sin permitir que la insoluble cuestión de la soberanía impida los acuerdos posibles.

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