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Irlanda decide en referéndum sobre el divorcio

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La mayoría de los políticos intentan arrancar el «sí» al electorado
Dublín. El actual debate sobre el divorcio en Irlanda culminará en el referéndum del próximo día 24. El gobierno irlandés se ha comprometido a desarrollar una ley de divorcio si los electores deciden suprimir la prohibición constitucional. Por desgracia, el debate ha sido deformado con exageraciones sobre las rupturas matrimoniales, así como por la falta de análisis sobre las consecuencias del divorcio en otros países.

No cabe duda de que si la legalización del divorcio fuese prerrogativa exclusiva del Parlamento, Irlanda habría seguido hace años el ejemplo de otros países europeos. A primera vista, el divorcio parece una solución comprensiva con las personas cuyo matrimonio ha fracasado y que desean casarse de nuevo. Con una mirada más atenta, parece obvio que la legalización del divorcio, lejos de ser un remedio, perjudica a las personas y aumenta los problemas de la sociedad. Irlanda cuenta con la ventaja de poder ver los efectos del divorcio en otros países, donde es legal desde hace muchos años.

Legalizar el divorcio no está entre las competencias del Parlamento porque la Constitución irlandesa lo prohíbe expresamente: «No se promulgará ninguna ley que permita conceder la disolución del matrimonio» (art. 41.3.2). Se precisa reformar la Constitución, lo que sólo puede hacerse mediante referéndum. Por tanto, la decisión de permitir el divorcio no se puede tomar mediante un arreglo rápido o un compromiso político: requiere un debate informado y amplio en todos los sectores de la sociedad.

Segundo intento

En 1986, cuando la cuestión del divorcio fue propuesta por primera vez a los irlandeses, después de tres años de campaña política y en los medios de comunicación, la respuesta fue un rotundo «no», por mayoría del 64% (ver servicios 100/86 y 93/87). El resultado se muestra más concluyente aún si se considera el apoyo evidente que tuvo el divorcio por parte de los medios de comunicación. El clima pro-divorcio creado por los partidarios influyó, sin duda, en los resultados de las encuestas, que mostraron un apoyo importante al divorcio antes del referéndum. Sin embargo, una vez que el debate comenzó en serio -tras la inesperada decisión del gobierno de convocar un referéndum-, el apoyo disminuyó poco a poco.

Pero el establishment político nunca aceptó realmente la decisión de los ciudadanos en junio de 1986. Muchos políticos se identificaban más con las víctimas de las crisis matrimoniales en sus circunscripciones electorales, que con las víctimas que causaría el divorcio. El clima predominante en los medios de comunicación, claramente favorables a una ética individualista, apoyaba a esos políticos. El electorado fue criticado por su estupidez; la mayoría de los partidos políticos continuaron expresando su apoyo al divorcio, y no transcurrió mucho tiempo antes de que se planteara un nuevo referéndum.

Durante todo este tiempo, el clamor a favor del divorcio ha ido teniendo su efecto psicológico sobre los ciudadanos. Además, los políticos tienen miedo de identificarse con el sistema de valores que defiende el matrimonio.

Campaña del gobierno

El esperado Libro Blanco sobre «Ruptura matrimonial», publicado en 1992, mantenía que el divorcio no podía ser considerado como un derecho humano, sino como un mal menor. El entonces ministro para la Igualdad, encargado de tratar la cuestión del divorcio, prometió en febrero de 1993 propiciar un referéndum. Tras la decisión del Tribunal Supremo de declarar inconstitucional el proyecto de ley de «Hogares matrimoniales», de 1993, por considerarlo una injerencia excesiva en las familias (ver servicio 20/94), el ministro echó marcha atrás ligeramente, dejando abierta la posibilidad de que se retrasara el referéndum. Una vez concluida la legislación preliminar, el ministro puso finalmente fecha al referéndum. También ha publicado el proyecto de ley que tiene intención de proponer al Parlamento, si se suprime la prohibición constitucional del divorcio.

El gobierno ha decidido gastar 500.000 libras (unos cien millones de pesetas) en la campaña a favor del divorcio, a pesar de las bien fundadas quejas de quienes consideran que eso supone un uso ilícito de fondos públicos. El gobierno ha tenido siempre libre acceso a los medios de comunicación. Tal vez crea que su mensaje se vende mejor mediante la publicidad que con el empleo del análisis. Pero hay indicios de que la actual reflexión de la sociedad británica sobre las consecuencias de la ruptura familiar, puede conducir a los medios de comunicación irlandeses a un examen más profundo de los efectos del divorcio.

La exageración como arma

Antes de considerar el asunto del divorcio es necesario medir la extensión del problema de la ruptura matrimonial en Irlanda y compararla con la experimentada en otros lugares.

Según el censo de 1991, había 33.793 mujeres y 21.350 hombres separados (incluyendo divorciados en otros países). La encuesta de población activa (Labor Force Survey) estimó en ese mismo año que había 29.600 mujeres y 17.000 hombres separados o divorciados. La combinación de estos datos ofrece una medida fiable del número de personas separadas.

Suponiendo que las cifras de mujeres son más exactas que las de hombres, las rupturas matrimoniales son unas 2.000 anuales, 12 por cada mil bodas. El total de personas separadas asciende al 3,51% de la población casada (censo de 1991). La tasa de matrimonios separados es de 3 por cada mil supervivientes. El argumento de que estas cifras subestiman el problema de la ruptura matrimonial no puede ser tomado en serio. En todo caso, las cifras correspondientes a Irlanda son más precisas que las tomadas en otros países donde se incluyen separaciones no legales y abandonos.

Pese a no haber divorcio, se registra en Irlanda un aumento constante de las separaciones. Sin despreciar la magnitud de este problema, vale la pena señalar que sólo ahora las cifras se acercan a las 70.000 personas afectadas. Este era, sin embargo, el número que sostenía el Grupo de Acción por el Divorcio (Divorce Action Group) en su informe de hace once años, y que se convirtió en el habitualmente aceptado, aunque no había datos estadísticos que lo respaldasen.

También en el debate actual se observa una tendencia semejante a la exageración. The Irish Independent (30-XII-93) decía que, según el Grupo de Acción por el Divorcio, había 150.000 personas en situación de ruptura matrimonial. La información central del Irish Times del día anterior atribuía al ministro para la Igualdad la declaración de que «unas 75.000 parejas, según cálculos prudentes, están afectadas de ruptura matrimonial». Aunque estas cifras fueron desmentidas, a las pocas semanas The Irish Times las repetía. Sólo se puede concluir que los activistas a favor del divorcio consideran la exageración como un arma política útil.

Aunque las estadísticas de distintos países pueden ser difíciles de comparar, merecería la pena considerar las cifras de ruptura matrimonial en los países que han legalizado el divorcio. Quizá el dato más significativo es que en Irlanda sobreviven el 96% de los matrimonios (censo de 1991), mientras que en los países donde se ha implantado el divorcio la proporción ha llegado a descender hasta el 50-60%.

Análisis de la enmienda sobre el divorcio

El artículo 41.3.2. de la Constitución irlandesa dice: «No se promulgará ninguna ley que permita conceder la disolución del matrimonio». El gobierno propone sustituirlo por el siguiente: «Un tribunal designado por la ley puede conceder la disolución de un matrimonio si, y sólo si: 1) Durante los cinco años anteriores a la fecha de apertura del procedimiento judicial, los cónyuges han vivido separados durante uno o varios periodos de tiempo que por lo menos asciendan a cuatro años. 2) No hay ninguna posibilidad de reconciliación entre los cónyuges. 3) Se realiza la decisión que el Tribunal considere correcta, considerando las circunstancias que ya existen o que se creen para los cónyuges, con respecto a los hijos de cualquiera de ellos o de ambos. 4) Se cumple con cualquier otra condición prescrita por la ley».

La enmienda propuesta es parecida a la rechazada en 1986. Permite el divorcio sin causa objetiva, es decir, con sólo que un cónyuge quiera divorciarse. Los tribunales no desempeñan ningún papel de investigación o asignación de culpa en los cónyuges, cualesquiera que sean las circunstancias.

El plazo mencionado en el primer punto de la enmienda está puesto para impedir el divorcio «rápido» que impera en otros países. Hay dos puntos débiles significativos en este planteamiento.

Como el divorcio no requiere un motivo, esto significa en la práctica que la ley lo concede como un derecho, una vez probado que se vive la separación. Por eso no hay nada que impida a un cónyuge que abandone a su familia inmediatamente, para que comience el cómputo del tiempo exigido. Por supuesto, para el cónyuge que abandona sería una ventaja comenzar inmediatamente una nueva relación, seguro de que, cuando la petición del divorcio sea oída, los tribunales tendrán la obligación de considerar favorablemente su nueva relación familiar, al atender las necesidades de su ahora ex familia. Por eso es poco probable que el plazo sirva para contener el número de solicitudes de divorcio, y posiblemente tendrá el efecto contrario.

Más importante aún es que la expresión «vivir separados» puede conducir a que el requisito del plazo sea inútil. A primera vista, el término parece claro, pero el ministro para la Igualdad ha admitido que las parejas podrían «vivir bajo el mismo techo, pero en hogares distintos» (lanzamiento de la campaña para la enmienda del divorcio, 13-IX-95). Al no exigirse una separación física, la ley o el tribunal pueden incluso tomar el término «vivir separados» como un estado de ánimo que existe en el cónyuge que solicita el divorcio. Tal interpretación sería un desarrollo lógico en una cultura del divorcio, en la que no se culpa a nadie. De todas maneras, el término se presta a abusos, si ambos cónyuges declaran (de mutuo acuerdo o bajo coacción encubierta) que durante cuatro años «han vivido separados» bajo el mismo techo.

Una vez tenga lugar un segundo matrimonio, es muy probable que la nueva familia reciba prioridad en cualquier decisión judicial sobre la pensión del divorcio. Lo que no queda claro es la situación legal de la primera familia después del divorcio. ¿Quiénes la forman? ¿Cuál es el efecto sobre la custodia compartida en este punto? ¿Qué ocurrirá a los niños si ambos cónyuges se casan de nuevo? ¿Cuáles son los derechos «inalienables e imprescriptibles que anteceden y son superiores a toda ley positiva» (art. 41) que la primera familia tiene después del divorcio? ¿Cuándo deja de ser una familia?

A pesar de lo que sostienen algunos, estas preguntas no se plantean con la ruptura matrimonial, sino que aparecen con el divorcio. El gobierno no ha afrontado estas cuestiones, quizá porque revelan una realidad incómoda.

Divorcio frente a separación judicial

Al defender su propuesta actual, el gobierno ha subrayado que el divorcio sólo tendrá consecuencias sobre los matrimonios «muertos», y que ayudará a legalizar muchas relaciones de cohabitación que existen actualmente, en beneficio de los adultos y los niños. El gobierno niega que el divorcio favorezca las rupturas matrimoniales. El divorcio, afirma, no tiene efectos negativos diferentes de los que resultan de cualquier fracaso matrimonial. En su contexto -la discusión precedente sobre las razones contra el divorcio-, estas afirmaciones no tienen ningún valor.

Es instructivo realizar finalmente un resumen esquemático de las diferencias más importantes entre la separación judicial y el divorcio, como respuestas distintas al fracaso matrimonial. De la comparación resulta patente el potencial de daño que contienen las propuestas actuales de divorcio.

– La separación judicial reconoce y apoya la institución del matrimonio. Regula la ruptura matrimonial (algunos tendrían mucho que decir sobre las injusticias de los procedimientos actuales de separación judicial). Busca el bienestar de los cónyuges y los hijos, y el respeto a los compromisos naturales de por vida entre todas las partes.

El divorcio redefine todos los matrimonios como una obligación provisional que se puede concluir unilateralmente a voluntad. La enmienda establece que la duración mínima de un matrimonio es de cuatro años. Paradójicamente, aunque a través de un nuevo matrimonio el gobierno ofrece estabilidad a relaciones de cohabitación, esa estabilidad sólo puede ser provisional, a causa de la redefinición del matrimonio como contrato temporal.

– Rechazando el derecho a un nuevo matrimonio, la separación judicial mantiene la estima social por el matrimonio.

La posibilidad de divorciarse conduce al aumento de rupturas matrimoniales y las favorece también en los hijos de divorciados. En una sociedad con divorcio, el matrimonio acabará por no tener sentido.

– La separación judicial reconoce la institución de la familia, basada en el matrimonio, y mantiene la integridad de las relaciones familiares, a pesar de la ruptura matrimonial. Esto tiene muchísimo valor en la protección de los derechos de los hijos a continuar la relación con los dos padres naturales.

En caso de que uno de los cónyuges divorciados, o ambos, se case, no queda clara la situación legal de la primera familia. La «familia extensa» desaparece a causa de la complejidad de relaciones que origina el divorcio. Las propuestas del partido Fianna Fáil para proteger a los niños tras el divorcio (nombramiento de comisiones de seguimiento, servicios de consulta para los niños, etc.) muestran claramente cómo, con el divorcio, el Estado se ve en la necesidad de introducirse cada vez más en la vida de las familias y los individuos, usurpando el papel de los padres y parientes.

El abandono, recompensado

– La separación judicial permite reconocer como injusto el abandono de la familia por parte del padre o la madre. Reconoce la obligación de fidelidad conyugal y, por medios diversos -incluso fiscales-, alienta a los padres a respetar sus responsabilidades.

El divorcio promueve la irresponsabilidad. Abandona la primera familia, le priva de su estatuto legal y recompensa la deserción al conceder al esposo infiel un derecho a casarse de nuevo. Reconoce las necesidades económicas de la primera familia, pero sólo las satisface hasta donde lo permitan las necesidades de la nueva.

– La separación judicial impone exigencias económicas al cónyuge que abandona la familia, desalentando así la creación de una segunda familia.

El divorcio da a la segunda familia derecho a compartir esos recursos a costa de la primera. En Irlanda, donde la tasa de actividad femenina es relativamente baja y las mujeres, por tanto, tienen poca independencia económica, el divorcio aumentaría el número de familias necesitadas de subsidios sociales.

– La separación judicial permite al cónyuge y a los hijos que han sufrido el abandono mantener el estatuto legal de familia, manteniendo los lazos con el otro cónyuge. El divorcio permite privarles de ese estatuto y concederlo a otros.

– La separación judicial siempre deja abierta la posibilidad de reconciliación, a la vez que favorece lo más posible la continuidad de las relaciones entre los hijos y ambos padres.

El divorcio impide la segunda oportunidad que cualquier matrimonio puede necesitar, y, a pesar de toda la buena voluntad que pueda existir, trae consigo que al menos uno de los padres pierda -por completo o en parte- el contacto con sus hijos, muchas veces cuando los niños están en una edad crucial de su desarrollo. El divorcio, al permitir la aparición de un nuevo padre o madre, aumenta el trauma y los conflictos sufridos por los niños.

Mark HamiltonMark Hamilton es director del Public Policy Institute of Ireland.________________________Mark Hamilton es autor de The Case Against Divorce (Dublín, 1994; edición revisada para el referéndum, 1995) y de Family Matters (Dublín, 1992).Traducción: Ciara S. Lyons y Ruth Murphy.

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