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Fischer y los radicales arrepentidos

publicado
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Contrapunto

Las acusaciones contra el ministro de Exteriores alemán Joschka Fischer por su pasado radical son un intento de acoso y derribo propio de la lucha política de partidos. Pero también revelan el cambio de valores que hace que la cosecha del 68 no sea del gusto de los paladares de hoy.

Fischer siempre ha reconocido sus orígenes políticos. Como muchos jóvenes europeos de los años setenta, que compartían una vaga ideología libertaria, Fischer denunciaba el «sistema» y combatía contra el Estado, tachado de «represor». Aunque fuera democrático y liberal, para ellos el régimen «burgués y capitalista» no se distinguía del fascismo. En ese caldo de cultivo nació la justificación de la violencia. Algunos acabaron en el terrorismo. Otros, como Fischer, se quedaron a medio camino, con algaradas callejeras, ocupaciones de inmuebles, choques con la policía.

Fischer admite que fue un revolucionario, pero no un terrorista. En cualquier caso, son cosas ocurridas hace más de 25 años, plazo más que suficiente no solo para extinguir responsabilidades penales sino también para valorar la evolución posterior de su protagonista. Entre el joven que en una fotografía de 1972 aparece pegando a un policía y el Fischer de 53 años que ofrece sus propuestas para la construcción europea hay un largo camino en la buena dirección.

También otros muchos de su generación que primero denunciaban el carácter «formal» del régimen democrático, acabaron aceptando las posibilidades que el sistema ofrecía para hacer política y moderando sus ideas ante el choque con la realidad. Y el hecho de que hayan llegado a ser parlamentarios o gobernantes indica que el sistema era mucho más tolerante de lo que ellos decían. O más capaz de asimilar y neutralizar la contestación.

Pero las acusaciones contra Fischer y otros ex radicales son ahora posibles por el cambio en el sistema de valores. Hace veinte años, un político con un pasado juvenil revolucionario tenía el atractivo del inconformista reciclado; hoy un pasado extremista es una mancha en el historial. En estos años, a la vez que se imponía el principio de libertad individual en la vida privada, crecía la exigencia del respeto al orden y a la autoridad en la vida pública. Quizá porque el afán de seguridad hace valorar más las reglas de la vida en común. Por ejemplo, en Francia, 30 años después de Mayo del 68, la edición 1999 de la encuesta europea de valores revela el aumento de los que estiman que habría que «respetar más la autoridad» (69% frente a 60% en 1981), tendencia particularmente marcada entre los jóvenes.

Hoy los radicales de la generación de Fischer explican que sus actitudes y motivaciones pasadas deben ser juzgadas en el contexto de entonces. Una regla siempre oportuna. Bien es verdad que la generación nacida en la postguerra no se cansó de pedir cuentas a la generación de sus padres, ni de denunciar las connivencias de otros con el mal. Una regla válida para todos. Habría que ver qué escándalo levantaría una foto de Jörg Haider joven pegando a un judío, o que se supiera que colaboró con grupos neonazis o que intervino en el incendio de un consulado extranjero.

Otras generaciones han tenido también culpas que asumir. Lo peculiar de los radicales de la generación de Fischer es que pasaron de la denuncia incendiaria a la gestión del poder sin un «mea culpa». Estos ex radicales nunca fueron hasta la raíz de sus desviaciones. Sí, la rectificación de su trayectoria política fue un reconocimiento de que el extremismo no llevaba a buen puerto. Pero pocos han tenido el valor de reconocer los destrozos vitales que ocasionaron en sus comunas, sus connivencias con posturas nada democráticas, su apoyo a la confrontación global sin matices, sus ensoñaciones con la violencia del Che o del revolucionario latinoamericano de turno.

Daniel Cohn-Bendit, «Dany el Rojo» reconvertido en diputado europeo, al mismo tiempo que defendía a su amigo Fischer, reconocía estos días en París a propósito del pasado de la extrema izquierda: «No toda nuestra historia es simplemente bonita; se encuentran también páginas negras de las que podemos y debemos avergonzarnos». Aunque se haya acabado el Jubileo, nunca es tarde para la «purificación de la memoria».

Ignacio Aréchaga

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