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Final con mutismo de la «inspección» sobre la libertad religiosa en China

publicado
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El 2 de marzo concluyó la visita a China de tres autoridades religiosas escogidas por el gobierno de Estados Unidos con la misión de supervisar la situación de la libertad religiosa. El recorrido de tres semanas del arzobispo de Newark (Nueva Jersey), el rabino de Nueva York y el presidente de la Asociación Evangélica Nacional de Estados Unidos -que estuvieron en Pekín, Hong Kong, Shanghai, Nankín y el Tíbet- podría interpretarse como una señal de apertura religiosa del régimen comunista. Pero el hecho de que ningún medio de comunicación extranjero pudiera informar de la visita no permite sacar sin más esa conclusión.

Coincidiendo con la visita han aparecido noticias y reportajes periodísticos que dibujan una estampa desacorde con la supuesta libertad de culto de que presume el gobierno chino. Cecilia Bromley-Martin, que trabaja para la asociación católica Ayuda a la Iglesia Necesitada, cuenta en The Daily Telegraph (26-II-98) su reunión en secreto con un obispo católico que permanece en la clandestinidad y que se encarga de formar a nuevos sacerdotes en una ciudad no nombrada.

A las 4 de la mañana la periodista es conducida a la oculta capilla donde más de veinte seminaristas y sacerdotes están rezando arrodillados. El recinto es secreto. Tanto, que cuando el obispo convoca este tipo de reuniones, duran dos días y allí permanecen encerrados las 48 horas para no levantar sospechas.

Uno de los sacerdotes entrevistados por Bromley-Martin explica sonriente que, después de pasar catorce meses en la cárcel, las autoridades todavía trataron de inculcarle la obligación de obedecer al gobierno chino más que al Vaticano. Le decían: «También Dios creó China, así que debes obedecer al gobierno chino». A lo que replicó: «Sí; Dios creó China. Así que el gobierno chino debe obedecer a Dios».

El obispo que protagoniza el reportaje de la periodista tiene sólo 39 años y es optimista: «Hoy la situación de la Iglesia es difícil, pero un día habrá más paz. Hemos de prepararnos para ese día».

Por su parte, Juan Llata, desde Pekín, escribe en ABC (3-III-98) que las autoridades chinas consideran a los católicos que obedecen al Papa y no a Pekín como «traidores a la patria». En dos provincias donde la persecución ha sido más fuerte se han ofrecido recompensas por denunciar a los católicos clandestinos. Los delatores reciben hasta 500 yuanes por delación, allí donde el salario medio mensual ronda los 300 ó 400 yuanes. En otros lugares, en cambio, los católicos son imprescindibles para atender escuelas y hospitales, y se les dejan tranquilos.

«En los colegios -continúa Llata- obligan a los niños a abjurar de su fe. Si el colegial se niega, lo mandan a su casa. Entonces se presenta la Policía escolar: ‘¿Por qué no ha ido su hijo al colegio?’. E imponen una severa multa a los padres, por ‘irresponsables’. El niño debe volver al colegio. De nuevo le ponen delante un papel para que firme la renuncia a sus creencias, y si se niega, lo mandan otra vez a casa».

En un comunicado reciente, la Fundación Cardenal Kung ha vuelto a denunciar que desde 1991 el gobierno chino ha encarcelado a docenas de católicos clandestinos de una provincia del Norte, y «está forzando a esos creyentes a unirse a la Iglesia controlada por el Estado». Tanto esta Fundación como la agencia de noticias Fides, independiente del Vaticano, coindicen en sugerir que los enviados por Bill Clinton han servido sobre todo para la propaganda del gobierno de Pekín.

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