Extremistas con sombrilla en Rusia

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Los testigos de Jehová están en la diana del Kremlin. Otra vez. Si en tiempos pasados fue el sistema comunista, abiertamente tiránico, el que los dejó fuera del juego, ahora lo hace la Rusia “democrática”. La congregación ha sido declarada “organización extremista” por el Tribunal Supremo de Rusia, por imprimir materiales en los que proclaman la superioridad de su religión y porque –dice– justifica la violencia contra los seguidores de otros credos.

El pasado 20 de abril, el juez Yuri Ivanenko decretó que las actividades de los testigos quedan prohibidas en todo el país, y que sus propiedades serán confiscadas y pasarán a formar parte del patrimonio estatal. El máximo tribunal hace suya así la tesis del Ministerio de Justicia –el demandante–, según la cual la organización “constituye una amenaza a los derechos de los ciudadanos, el orden y la seguridad pública”.

Firmada por Putin en el verano pasado, la Ley Yarovaya parece encaminada a restringir la actividad de la secta y de otras religiones

Según la web de los testigos de Jehová, a día de hoy viven en Rusia unos 172.000 miembros, distribuidos en 2.300 congregaciones, que quedan así, de un mazazo, fuera de la ley. Las ancianas que van de puerta en puerta, sombrilla bajo el brazo, proponiendo las publicaciones de la Watchtower Bible and Track Society, lo pueden tener hoy tan crudo como los simpatizantes de los criminales que asaltaron el teatro Dubrovka en 2002 o la escuela de Beslán, dos años después. Habrá que ver, a partir de aquí, cómo resuelven las autoridades rusas el sinsentido de querer reclutar en el servicio militar obligatorio a unos jóvenes testigos que son oficialmente considerados como criminales por el solo hecho de estar afiliados de una religión que le resulta antipática al Estado. ¿Darán armas a quien, teóricamente, puede usarlas contra otros ciudadanos rusos?

Lo curioso es que todo esto acontece justo cuando el jefe de la diplomacia rusa, Serguéi Lavrov, en una reunión con la representante de Política Exterior de la UE, Federica Mogherini, ha instado a los países de la UE a estar atentos a los peligros “de verdad”: “Estamos convencidos de que tenemos que concentrarnos en las amenazas reales que se ciernen sobre nosotros, y no en riesgos de seguridad imaginarios”.

Que el máximo tribunal ruso se apee con una condena tan feroz contra los “amenazantes” testigos de Jehová deja ver, sin embargo, cuán lejos están en Moscú la prédica y la práctica.

Una piedra en el zapato del KGB

Ciertamente el “avance noticioso” que nos ofrece la doctrina de la Watchtower sobre las últimas realidades es sencillamente aterrador: “¿Qué sucederá en la guerra de Armagedón? No sabemos de qué forma usará Dios su poder, pero seguro que contará con el mismo arsenal que ya usó en el pasado: granizo, terremotos, inundaciones, lluvias de fuego y azufre, relámpagos y epidemias”. En ese maremágnum de destrozos, los infieles, los seguidores de las “religiones falsas” –con la Iglesia católica en privilegiado lugar–, yacen despanzurrados por los suelos o, mientras corren para esconderse, lamentan el desdichado día en que cerraron la puerta de la casa a las señoras del paraguas.

¿Es esto lo que teme el Kremlin? Quizás el temor vaya más por la conocida renuencia de la organización a reconocer autoridad legítima a ningún gobierno terreno. Estigmatizados socialmente en algunos sitios al no mostrar interés –al menos directo– por la participación en la vida política, o por no presentar honores a los símbolos nacionales de los países donde viven, se erigen, sin buscarlo activamente, en verdadera piedra de tropiezo para los regímenes totalitarios.

En Rusia, como se afirmaba con anterioridad, no es la primera vez que los testigos transitan el camino de la proscripción y la persecución. En el volumen La espada y el escudo, una ojeada a documentos del KGB soviético que el ex agente Vasili Mitrojin sacó clandestinamente en 1992 hacia el Reino Unido, se afirma que si en los primeros años de la revolución comunista los testigos de Jehová no estaba presente en la URSS, muchos se vieron convertidos a su pesar en ciudadanos soviéticos con la anexión de Moldavia, Lituania y partes de Polonia en 1939.

El espionaje soviético los tenía en particular “estima”. En 1968, cuando había unos 20.000 en el país (muchos de ellos, internados en campos de trabajo), el KGB se refería a los testigos como “una secta estadounidense”, cuyos miembros “manifiestan que la URSS ha sido fundada por Satanás y que, por tanto, no hay que obedecer las leyes soviéticas ni participar en las elecciones, y animan a las personas a que rechacen servir en el ejército soviético”.

El KGB soviético tomó nota de la aversión que profesaban los testigos al régimen comunista: “Animan a las personas a que rechacen servir en el ejército soviético”

Según los documentos de Mitrojin, en 1967 una conferencia del KGB decidió reforzar la infiltración de agentes en el grupo y el reclutamiento de miembros de este, y se fijó un objetivo aun más ambicioso: penetrar en el cuartel general de los testigos en Nueva York, así como sus filiales europeas, algo de lo que al exagente no le queda constancia que se produjera, aunque no por falta de ganas.

Otro episodio de abierta hostilidad, entretanto, fue la “Operación Norte”, la deportación de casi 9.000 miembros del grupo a Siberia, en febrero de 1951. En 1965 se canceló el programa de “asentamiento especial” de los testigos y de creyentes de otras confesiones, y se les permitió volver a sus sitios de origen. Eso sí: nada de compensaciones.

“Enemigos” gratuitos

En la Rusia de Vladímir Putin ya no se deporta al “país del hielo” –o al menos no con la masividad de antes, que el empresario Mijaíl Jodorkovski se pasó diez años en una prisión por allá–, pero sí que son claros los tics autoritarios del pasado, y el gobierno tiene baza para repetirlos. A fin de cuentas, el “zar” de estos días tiene mucho predicamento entre el pueblo llano. Según Gallup, el inquilino del Kremlin cerró 2016 con un 81% de aprobación.

Una sociedad en la que disentir del gobierno es entrar automáticamente en el saco de antipatriotas que engulle a Gary Kaspárov y Alexéi Navalny, y en la que el militarismo, como se ha visto, vuelve por sus fueros, no puede mostrarse muy grata con unos creyentes que por principio rehúsan vestir uniforme y empuñar un fusil, además de mostrar indiferencia ante cierto culto a la personalidad del presidente, cuya imagen se muestra lo mismo en camisetas que en anillos de plata, cabalgando por la estepa con el torso desnudo o pilotando un submarino.

Hoy son los testigos, pero mañana pueden ser otros, en dependencia de los intereses que ejerzan presión en el Kremlin. Citado por Russia Beyond the Headlines, Maksim Shevchenko, presidente del Center for Strategic Studies of Religion and Politics of the Modern World, señala que la secta difícilmente puede ser considerada una “organización extremista” y opina que “el motivo real” es que sus miembros van predicando cara a cara, lo que le hace competencia a la Iglesia ortodoxa rusa: “Obviamente, el Patriarcado de Moscú y los altos funcionarios de seguridad conectados con él están detrás de todo el asunto”, expresa.

No hay deportaciones, pero las condiciones para sacar de escena a los testigos se han ido creando. En el verano de 2016, Putin dio vía libre a una legislación “antiextremismo”, la llamada Ley Yarovaya, que parece encaminada a restringir la actividad de los testigos y de otras religiones. La regulación prohíbe, por ejemplo, la predicación puerta a puerta –tan típica de ellos–, así como enseñar el “rechazo a recibir tratamientos médicos con base en principios religiosos”, algo en lo que se huele una provisión contra el viejo dilema de los testigos y las transfusiones de sangre.

Con estos y otros precedentes es que se ha llegado a la situación actual. Los testigos tienen 30 días para presentar un recurso a una alta Corte de Apelaciones, y tras el veredicto ya se verá. Pero si no cae fuego y azufre sobre el despacho de Putin y se mantiene la sentencia original, Rusia verá erigirse un nuevo batallón de “enemigos” gratuitos, una distracción más –de esas que no quiere Lavrov– para que la gente de a pie no mire cómo su escasa democracia se está yendo por el caño.

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