Escuelas públicas pero autónomas

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Los norteamericanos están muy insatisfechos con su enseñanza pública. En las grandes ciudades, muchas escuelas son lugares poco seguros, y en general, los alumnos aprenden menos que los de otros países menos desarrollados. ¿Qué hacer? La respuesta tradicional sería reformar el sistema de arriba abajo. Pero la experiencia muestra que este tipo de soluciones añaden volúmenes a la legislación educativa y engrosan la burocracia, sin proporcionar grandes mejoras. Por eso se prueba a dar paso a las iniciativas nacidas desde abajo, permitiendo que padres y profesores con ideas y entusiasmo constituyan escuelas autónomas dentro de la red pública.

Esos centros se llaman charter schools. Son públicos, financiados y supervisados por el Estado; pero tienen un estatuto (charter) propio por el que gozan de amplia autonomía. La idea se atribuye al especialista en administración escolar Ray Budde, profesor retirado de la Universidad de Massachusetts. Se empezó a poner en práctica en 1991, año en que el Estado de Minnesota aprobó la primera ley que autorizaba este tipo de escuelas (ver servicio 132/91). La fórmula se ha extendido hasta ahora a otros diez Estados, y actualmente doce más tramitan leyes similares. La revista Time (31-X-94), en su edición norteamericana, ha hecho balance de estos tres años de experiencia.

Liberarse de la burocracia

Las charter schools son gratuitas y públicas; pero no son de iniciativa estatal, sino de profesores o padres. Los promotores pueden darles un carácter propio, diseñando el plan de estudios y la organización escolar. Tienen también libertad para gestionar el presupuesto y no están sujetos al control inmediato de la administración educativa. Pueden además adoptar criterios de selección del alumnado, siempre que cumplan los requisitos básicos de sanidad, seguridad, no discriminación, etc. que establecen los reglamentos educativos para todos los centros públicos.

Como señala Time, una de las principales ventajas de estas escuelas radica en su relativa independencia de la administración educativa. En los centros públicos normales, se requiere el visto bueno de la autoridad administrativa para casi todo lo que no esté previsto, hasta las reparaciones y la adquisición del material más sencillo. Los profesores tienen que emplear mucho tiempo en papeleo, en detrimento del trabajo docente. Como las propuestas de innovaciones se agostan en los rincones de la burocracia y exigen redactar más informes, no entran ganas de tener ideas. En cambio, la autonomía libera las energías dormidas en la base.

Autonomía no significa que el Estado se desentienda de las charter schools. El Estado las financia, generalmente con una asignación por alumno (lo mismo que gasta por cabeza en las demás escuelas), y en algunos casos permitiéndoles otras fuentes de recursos. La administración educativa tiene que aprobar el proyecto para otorgar el estatuto, que concede por un periodo de tres o cinco años: al cabo de ese tiempo, si los resultados no son satisfactorios, se revoca la autorización.

Reformas desde abajo

El experimento llega después de bastantes años de preocupación por la decadencia de la enseñanza pública. La voz de alarma se dio con el informe federal A Nation at Risk, publicado en 1983, en tiempos de Ronald Reagan (ver servicio 95/83). Allí se levantaba acta del bajo nivel académico de las escuelas: muchos alumnos terminaban los estudios obligatorios en situación de analfabetismo funcional; proliferaban los cursos sobre materias ligeras y a veces exóticas (el llamado «curriculum-cafetería», lleno de aperitivos insustanciales pero pobre en platos fuertes); y en comparaciones internacionales los chicos norteamericanos salían mal parados. Más tarde se han sucedidootros estudios que confirman lo mismo.

Algo se ha hecho para poner remedio, especialmente con reformas de los planes de estudios y medidas para estimular y formar mejor a los profesores (ver servicios 110/86, 80/88, 88/91). También aumentaron las inversiones en enseñanza. Hoy, Estados Unidos dedica a la educación un porcentaje bastante elevado del producto interior bruto (7,5% en 1992). Sin embargo, cada vez es menor la parte que se invierte en dar clase: de dos tercios en 1950 se ha pasado a menos de la mitad en 1990. A la vez, los gastos administrativos han subido del 4% al 8%.

Pese al dinero empleado, el sistema educativo en su conjunto sigue sin experimentar mejoras apreciables. En vista de ello, al comenzar la década actual se dejó de impulsar la inversión y se ha insistido más en los aspectos organizativos (ver servicio 145/91). De ahí la fórmula de las charter schools, en las que muchos profesores y padres han visto una oportunidad de hacer algo concreto sin esperar soluciones venidas desde arriba.

Poder elegir

Los defensores de la idea afirman que es una manera de ofrecer diversidad donde antes no la había. Y que, como las escuelas son gratuitas, responden al deseo de padres que buscan una educación distinta de la pública convencional pero no pueden pagar un colegio privado.

Eso es lo que afirma Chester Finn, conocido especialista en políticas de enseñanza. Finn fue secretario adjunto de Educación durante el mandato de Reagan y ahora trabaja como socio fundador en el proyecto Edison, que nació con la idea de crear una red de escuelas privadas de alta calidad y ahora se dedica a gestionar charter schools (ver servicios 80/92 y 100/94). «La educación -dice- es el único terreno donde en Estados Unidos no se puede elegir. No decimos a los pobres qué deben comer: les damos vales para adquirir alimentos. No les decimos a qué médico han de ir: tienen sus tarjetas de asistencia sanitaria». En cambio, en la enseñanza, como rige la zonificación, sólo los ricos «pueden elegir, mudándose a determinado barrio o pagando una escuela privada».

Además, la fórmula charter no es una libertad sin cargas. La responsabilidad directa recae sobre los promotores y participantes, profesores o padres. Esto supone confiar el servicio a quienes conocen mejor a la clientela -en este caso los alumnos y los padres-, antes que a expertos distantes, como los funcionarios de la administración escolar.

Para todos los gustos

Desde 1991 se han creado en todo el país unas ciento cuarenta escuelas de este tipo, adonde acuden aproximadamente medio millón de alumnos. Y la tendencia es a aumentar. Hasta ahora, todas las charter schools reciben solicitudes de admisión por encima de su capacidad. Y donde no las hay, a menudo aparecen padres o profesores dispuestos a promover alguna.

Pero el fenómeno todavía es de pequeñas dimensiones, en comparación con el tamaño de la enseñanza pública. Por eso, hay quienes opinan que estas escuelas no pasarán de ser una opción minoritaria dentro de la educación estatal, sin resolver los males del sistema. Sin embargo, se comprueba que la aparición de una escuela autónoma, o aun el mero proyecto de crear una, supone muchas veces un saludable toque de atención para la enseñanza pública convencional.

Así, en Minnesota, que no tiene muchas charter schools pero sí la más larga experiencia de ellas, los profesores reconocen que estas iniciativas influyen más de lo que induciría a creer el número de alumnos que atraen. En muchas ciudades, la administración educativa se ve incitada a introducir reformas ante la simple posibilidad de que se inaugure una de estas escuelas. Por ejemplo, en la pequeña ciudad de Northfield, la amenaza de secesión por parte de un grupo que quería fundar un centro autónomo motivó que las autoridades escolares respondiesen a las demandas de los descontentos creando un programa propio de inmersión en lengua española y potenciando las matemáticas.

Así, las charter schools son un procedimiento para introducir variedad en la enseñanza estatal, de modo que los padres tengan más posibilidades de encontrar en el sistema la escuela que responda a sus necesidades y preferencias. Cada una puede subrayar aspectos diversos del plan de estudios o elegir un estilo pedagógico propio. Unas insisten en las ciencias o en los idiomas, otras sirven a un sector especial de alumnos, por ejemplo, a chicos que han fracasado en otras escuelas.

Otros métodos

No obstante, suelen coincidir en una serie de características. Son escuelas pequeñas, más familiares, y el número de alumnos por clase es reducido. Se estimula la participación de los padres: es frecuente que se les exija comprometerse, por escrito, a cumplir con ciertos deberes, como asistir a reuniones o entrevistarse periódicamente con los profesores. Se promueve el aprendizaje práctico, especialmente el uso de tecnología. Cuando se trata de alumnos mayores, se sustituye el método tradicional de cambiar de materia y de aula cada 45 minutos por clases más largas sobre temas que tocan varias disciplinas.

La mayoría de estos principios se han demostrado eficaces en escuelas experimentales de antaño. Lo difícil es que se realicen a una escala suficientemente grande como para dejar huella en el sistema público.

Por otra parte, no siempre las cosas salen bien. Ha habido algún fracaso sonado, como el de una charter school que se abrió el curso pasado en Detroit (Michigan). Los profesores eran inexpertos y faltó una autoridad que pusiese orden. A mitad de curso, el director dimitió desesperado. Este nuevo año, con otro director y un código de disciplina distinto, el colegio ha reanudado las clases con mejor suerte, a la vez que otras ocho escuelas charter que han comenzado este otoño en el mismo Estado.

El «establishment» contraataca

En la medida en que las charter schools dan a los padres posibilidad, a escala limitada, de elegir escuela para sus hijos, son un sucedáneo del cheque escolar. Esta idea, surgida en los años 80, no se ha llevado a efecto porque no ha podido vencerla oposición que suscita en el cuasi-monopolio de la enseñanza pública. En buena parte, los partidarios de las escuelas estatales autónomas son los mismos que intentaron introducir el cheque, y han encontrado en ellas una fórmula más suave -y más fácil de hacer aceptar- de dar a los padres libertad de elegir. Por eso, las charter schools tienen los mismos detractores que el cheque en el establishment educativo.

A quienes más desagradan es a los sindicatos de profesores. La mayoría se opone, así que, para tranquilizarlos, los Estados suelen limitar el número de colegios de este tipo que se pueden crear (100 en California, 25 en Massachusetts). El principal sindicato de profesores de Michigan invirtió una importante suma de dinero en una campaña para bloquear la ley sobre charter schools, de 1993, en especial porque permite que escuelas privadas se acojan a la fórmula. Y, al no conseguirlo, se ha aliado con otros sindicatos para iniciar un procedimiento legal que impida su aplicación. De momento, han conseguido que los tribunales suspendan la entrega de fondos a las escuelas charter que antes eran privadas, mientras no se resuelva el litigio.

Los sindicatos de Michigan alegan que esos centros antes privados no son realmente públicos, por lo que no pueden recibir financiación pública. Aunque ningún otro Estado admite la conversión de escuelas privadas en públicas autónomas, las leyes sobre charter schools suelen ser combatidas con un argumento parecido.

Los opositores aducen que financiar escuelas autónomas equivale a pagar con dinero de todos las preferencias de una minoría; en consecuencia, se detraen recursos a los colegios públicos convencionales, a los que acude la mayoría. Pero este razonamiento supone un concepto monolítico de la enseñanza estatal, y perdería su aparente fuerza si se dotara a la red pública de la variedad necesaria para satisfacer todas las preferencias.

El caso es que, como consecuencia de la discordia, las leyes no dan especiales facilidades para crear escuelas autónomas. En general, no hay subvenciones para financiar su lanzamiento, no se ceden edificios, ni el distrito escolar garantiza servicios complementarios de apoyo. Los sindicatos añaden a esto dificultades para reclutar profesores: no les convence que las charter schools puedan sustraerse a los convenios colectivos, como ocurre en bastantes casos.

Por su parte, los Estados no se deciden a dar más ayuda económica a unos colegios con tantos y tan poderosos opositores políticos. Para echar una mano a estas iniciativas, el gobierno federal aprobó a finales de octubre un escueto fondo de 6 millones de dólares.

En espera de un nuevo sistema

Frente a las trabas legales y políticas, algunos administradores reformistas no han querido esperar a que sus Estados autoricen las escuelas autónomas y han puesto en marcha iniciativas semejantes, pequeños colegios públicos alternativos, con estilo propio, a los que la burocracia educativa deja más margen de maniobra, y que también amplían a los padres las posibilidades de elegir centro (ver servicio 116/94). En Nueva York, por ejemplo, se ha aprovechado una donación de 25 millones de dólares, recibidade una fundación, para invertir en 50 nuevas escuelas.

Muchas otras ciudades -especialmente de Maryland y Connecticut- experimentan otro modo de soslayar los defectos de la burocracia: contratar empresas para que se encarguen de la gestión de los colegios (ver servicios 88/92 y 100/94).

En opinión de Ray Budde, el sistema público de enseñanza no se ha adaptado a los tiempos que corren, y todas estas iniciativas son señales de aviso. La enseñanza pública norteamericana, dice, «es como el muro de Berlín: está destinado a caer. Pero todavía pasarán diez o veinte años hasta que surja algo nuevo».

El cambio en una «charter school»

Time recoge un caso que ilustra el entusiasmo de los promotores de charter schools y las dificultades a que se enfrentan. El colegio Vaugh Next Century Learning Center, a las afueras de Los Ángeles, contaba con más de mil alumnos -un 85% hispánicos- y ocupaba uno de los últimos puestos por su nivel académico en California. Más de la mitad del profesorado, descontento, se había despedido en dos años. El director había dimitido después de recibir amenazas de muerte.

La nueva directora, Yvonne Chan, que tomó las riendas hace cuatro años, estaba dispuesta a cambiar la marcha. Sin embargo, toda idea que tenía debía abrirse paso fatigosamente entre los escollos del extenso código de educación del Estado, de más de 6.000 páginas.

En 1992, cuando California aprobó la ley sobre charter schools, Chan fue una de las primeras en solicitar la licencia, que se le concedió en otoño de 1993. Reorganizó el gasto y la enseñanza. A finales del primer año académico, el nuevo colegio autónomo obtuvo un superávit de 1,2 millones de dólares, que se han reinvertido en el propio colegio. Se ha contratado más personal docente, con lo que la proporción de alumnos por profesor ha descendido de 33 a 27. Se ha invertido en nuevos equipos informáticos, y el pasado mes de septiembre se inició la construcción de un nuevo edificio para catorce aulas. Ahora el colegio está mucho más arriba en la clasificación académica.

Es cierto que los profesores trabajan más que antes, pero también es verdad que cobran más y tienen más autoridad. Cada uno participa en alguno de los ocho comités mixtos de padres y profesores que se reúnen semanalmente para dar las directrices básicas del colegio. «No nos gusta la gente que ficha y se va -dice Chan-: esto ya no es como antes».

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