Decrecimiento: en busca de una economía distinta

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La recesión que comenzó en 2008 ha llevado a poner en cuestión el actual modelo económico y financiero. Ante el aumento de la desigualdad, se empieza a dudar que el crecimiento económico mejore la suerte de todos, y ante la costosa recuperación, incluso que la economía pueda crecer indefinidamente.

Nadie discute que los países en desarrollo pueden y necesitan crecer, para sacar de la penuria a millones de personas que carecen, por ejemplo, de saneamiento o seguro médico. Pero con respecto al mundo rico, ya no hay certeza. En un libro publicado este año, The Rise and Fall of American Growth (Princeton University Press), el economista norteamericano Robert Gordon plantea la hipótesis de que el crecimiento económico continuo es una excepción en la historia de la humanidad. Solo se ha dado merced a los saltos de productividad provocados por las revoluciones industriales de los tres últimos siglos: el XVIII (máquina de vapor, telar…), el XIX (motor de explosión, electricidad…) y el XX (informática). Ahora bien, el efecto de las innovaciones se agota.

En la encíclica Laudato si’ hay algunas alusiones al tema. El Papa cuestiona “la idea de un crecimiento infinito o ilimitado”, pues “supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta” (n. 106). Se explota la naturaleza a una velocidad que le impide regenerarse (nn. 18, 22, 190), y por eso Francisco plantea que “desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo” (n. 191).

Respuesta radical

La respuesta más radical a estas cuestiones viene de la corriente que propone el decrecimiento. Este movimiento cristalizó a principios de siglo, a partir de ideas de Jacques Ellul (1912-1994) e Ivan Illich (1926-2002). A los dos cita el economista francés Serge Latouche en un artículo, “Pour une société de décroissance” (Le Monde Diplomatique, nov. 2003), que se considera fundacional. Latouche publicó más tarde un libro programático, Le pari de la décroissance (2006), y sigue siendo el ideólogo principal del decrecimiento.

Cuando se pasa de cierto nivel, los efectos secundarios de consumir más (contaminación, aglomeraciones…) superan las satisfacciones que da

El movimiento se ha extendido sobre todo en Francia, Italia y España. En él militan gentes de diversas tendencias, desde unos que promueven cambios en el estilo de vida, antes que políticos (→ Los bienes de la vida sencilla), a otros más o menos próximos a la izquierda radical anticapitalista.

Todos consideran contraproducente el crecimiento económico en las sociedades ricas. Para las personas, porque cuando se pasa de cierto nivel, los efectos secundarios de consumir más (contaminación, aglomeraciones…) superan las satisfacciones que da. Para la economía, porque la expansión forzosa se financia con deuda, y se generan ciclos de burbuja y recesión.

El decrecimiento se apoya especialmente en motivos ecológicos. Y, contra las tesis de los ecomodernistas y muchos otros, niega que la tecnología tenga la solución. Aduce la paradoja formulada por el economista inglés William Stanley Jevons (1835-1882): toda mejora de la eficiencia en el uso de un recurso disminuye el consumo por unidad de producción, pero aumenta el consumo total porque lo abarata.

También sostienen algunos decrecentistas que el crecimiento es injusto: concentra los beneficios en las naciones o clases ricas y los costos, en las pobres (ejemplo típico: las multinacionales de las industrias extractivas). Además, alegan, el crecimiento está subvencionado por el trabajo doméstico no remunerado.

Desglobalizar

Entonces, concluyen, los países ricos tienen que decrecer, lo cual no equivale a sufrir recesión, aunque baje el PIB, al menos tal como se lo calcula actualmente (→ En busca de un buen índice de bienestar). Para ello, proponen un movimiento inverso a la globalización: reducir la distancia entre productores y consumidores, favoreciendo economías de escala más pequeña, con comunidades que atiendan sus propias necesidades, también con trabajo voluntario, gestionado, por ejemplo, mediante bancos de tiempo. Esto supondría usar menos energía, porque habría menos movimiento de personas y mercancías, y porque se cambiarían tecnologías avanzadas (como el automóvil) por otras de bajo nivel (bicicleta).

Tal “relocalización” permitiría emplear instrumentos más sencillos, que se podrían producir o al menos reparar en las cercanías. Se trata, así, de producir más para el consumo y menos para el intercambio. Unos sectores (finanzas, industria) tendrían que contraerse, y otros (educación, cuidados), expandirse.

Otras propuestas son: bajar los impuestos al trabajo y subirlos al uso de recursos; implantar una renta básica incondicionada e imponer un techo de ingresos (que nadie gane más, por ejemplo, que 30 veces la renta básica); recortar la semana laboral a 30-32 horas, para repartir el trabajo con los desempleados; incluso que el Estado garantice el empleo dando uno público a quien no lo tenga, y se reduzca el paro a cero; limitar y controlar la publicidad, para no estimular el consumismo.

Defensores del crecimiento

Frente a estas ideas, los defensores del crecimiento siguen siendo mayoría, y no solo en el FMI o las industrias contaminantes. Al fin y al cabo, la crisis ha permitido comprobar en Grecia, España y otros países que tampoco la reducción del PIB da más satisfacciones que dolores. Recientemente, tres miembros de un grupo de expertos del IPCC (la comisión de la ONU sobre el cambio climático) publicaron un artículo titulado “El crecimiento no es el enemigo del bienestar humano” (Le Monde, 12-10-2016). Purnamita Dasgupta (india), Ottmar Edenhofer (alemán) y Kristine Seyboth (norteamericana) niegan que haya conflicto insuperable entre crecimiento económico y ecología, entre eficiencia e igualdad, entre los valores mercantiles y los otros.

“Sería ingenuo –dicen– negar la contribución del crecimiento al bien social”. Vista la economía a escala mundial, el crecimiento del último siglo ha reducido mucho la desigualdad, sacando a millones de la miseria y mejorando las condiciones de vida en países pobres, como muestra la mayor esperanza de vida. Lo mucho que resta todavía, ¿se podrá lograr si los países desarrollados decrecen? Las inversiones necesarias tendrán que salir de los excedentes de los países ricos (incluida, desde hace poco, China).

Los decrecentistas quizá subestiman los beneficios de la globalización. Cuando empresas de países desarrollados van a otros más pobres en busca de materias primas, nuevos mercados o mano de obra barata, pueden contribuir al desarrollo de estos. El comercio internacional también puede enriquecerlos con el dinero de los compradores ricos. Sí, hay rapiña y barreras arancelarias abusivas, pero eso no desmiente lo anterior, sino subraya la necesidad de una regulación justa.

Con respecto a los países ricos, algunas recetas decrecentistas suscitan dudas. Unas, como el techo de renta o el control de la publicidad, son contrarias a las libertades civiles. Otras requieren unas subvenciones enormes y hacen sospechar que la economía del decrecimiento no se sostendría.

En suma, el movimiento decrecentista señala problemas reales, da ideas valiosas para adoptar una mejor forma de vivir; pero convence menos cuando diseña un nuevo sistema económico.

Más ideas

Hay otras respuestas a las mismas cuestiones. El movimiento de la “economía positiva”, iniciado por Jacques Attali, pretende reorientar la economía para implantar la atención al largo plazo en las decisiones, de modo que se tenga en cuenta el bien de las generaciones futuras. Quiere favorecer “un crecimiento responsable, sostenible e inclusivo, respetuoso del medio ambiente y al servicio de la sociedad”. La clave, sostiene este economista francés, está en fomentar el altruismo. Para difundir estas ideas y prácticas se organiza todos los años el Fórum de la Economía Positiva, que el mes pasado tuvo su quinta edición.

También es significativa la corriente del “capitalismo inclusivo”, que aboga por emplear las herramientas del mercado y la política fiscal para promover activamente la igualdad. Se inspira en los estudios de C.K. Prahalad y Stuart Hart sobre “la base de la pirámide”, que señalan el potencial económico de los pobres. Lo impulsaron de modo especial el exsecretario norteamericano del Tesoro Lawrence Summers y el político laborista británico Ed Balls, con su “Informe de la Comisión sobre Prosperidad Inclusiva” (2015), promovido por un think tank estadounidense, y está ganando terreno dentro del Partido Demócrata.

Algo se mueve, pues. Tras años de predominio neoliberal, otras propuestas están animando una discusión necesaria.

 


 

Para saber más

• Nicolas Ridoux, Menos es más. Introducción a la economía del decrecimiento (Los Libros del Lince, Barcelona, 2009)
Una exposición divulgativa que se centra especialmente en la actitud personal.

• Giacomo D’Alisa, Federico Demaria, Giorgos Kallis, Decrecimiento. Un vocabulario para una nueva era (Icaria, Barcelona, 2015)
Génesis y propuestas del decrecentismo como movimiento político.

• Stefano Zamagni, Por una economía del bien común (Ciudad Nueva, Madrid, 2012)
Ideas para humanizar la economía.

 

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