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El secularismo devoto de Steven Weinberg

publicado
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Ciencia y religión sin malas caras
Se habla mucho de diálogo entre ciencia y religión, pero también se oyen voces disonantes. Una de las más sonoras es la de Steven Weinberg, premio Nobel de Física, quien califica su punto de vista en su último libro, Plantar cara (1), como «racionalista, reduccionista, realista y devotamente secular (devoutly secular)». La mezcla de los términos «devoto» y «secular», más bien contrarios, parece indicar, con cierta ironía, que su secularismo va en serio.

Steven Weinberg (Nueva York, 1933) es uno de los físicos más destacados del siglo XX. En 1979 recibió el premio Nobel de Física por la formulación de la «teoría electrodébil», junto a su compatriota Sheldon Glashow (nacido en 1932), y el físico pakistaní Abdus Salam (1926-1996). Weinberg también muestra sus dotes intelectuales en varios libros de divulgación y en numerosos ensayos en revistas, en los que actúa como un brillante polemista, de estilo cáustico y afilado.

Evolución cósmica y vida humana

En 1977, Weinberg publicó un libro titulado Los tres primeros minutos del universo que se convirtió en un best seller. Era una buena divulgación de la teoría de la gran explosión, y no pretendía ser un libro de ciencia y religión. Pero en los dos últimos párrafos, Weinberg escribió unas frases que suscitaron muchas reacciones. Decía que «para los seres humanos, es casi irresistible el creer que tenemos alguna relación especial con el Universo, que la vida humana no es solamente el resultado más o menos absurdo de una cadena de accidentes que se remonta a los tres primeros minutos, sino que de algún modo formábamos parte de él desde el comienzo». Pero después añadía su famosa conclusión: «Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más sin sentido parece también». Y terminaba diciendo: «El esfuerzo para comprender el universo es una de las pocas cosas que eleva la vida humana por sobre el nivel de la farsa y le imprime algo de la elevación de la tragedia» (2).

Esas palabras de Weinberg sugieren que la ciencia nos manifiesta la vida humana como el resultado de un gigantesco proceso que, desde la gran explosión, ha durado unos quince mil millones de años. A lo largo de todo ese tiempo habrían sucedido muchos acontecimientos que no eran previsibles desde el principio. Por tanto, el universo que conocemos, incluyendo la vida humana, serían el resultado accidental de un cúmulo de coincidencias que podían no haberse dado. Lo cual significaría que no existe un plan divino y que el ser humano no es objeto privilegiado de los cuidados divinos. La enorme complejidad de la evolución del universo no dejaría sitio para un Dios providente que ha previsto nuestra existencia, tiene unos planes, y desea que los sigamos. El progreso científico habría acabado con la idea de Dios.

Sin embargo, el enorme proceso evolutivo, con sus «casualidades» accidentales, es compatible con la existencia de un Dios personal creador que tiene unos planes especiales para el ser humano. El Dios cristiano lo abarca todo y a todo da el ser. Es fuente del ser de todo lo que existe, hasta del último electrón del universo. Para Dios no hay casualidades, porque conoce todo perfectamente y todo entra dentro de sus planes. La evolución presenta un significado en términos teológicos: Dios no ha querido crear todo de golpe, en su estado definitivo, sino que ha querido traerlo a la existencia poco a poco, a través de la acción de las criaturas. Pero Dios sigue siendo necesario para cualquier explicación radical del universo. La evolución cósmica y biológica está en el nivel de lo que los teólogos llaman las «causas segundas» o causas creadas, que no pueden sustituir a Dios como Causa Primera del ser de todo lo que existe.

Dios, la física y los físicos

En 1992, Weinberg publicó otro libro titulado Sueños de una teoría final (3). Pero, de modo sorprendente, ya que el resto trata de física, su libro incluía un penúltimo capítulo titulado: ¿Qué hay de Dios?, dedicado al problema de la existencia de Dios. Este problema siempre requiere un paso metacientífico o metafísico que cada individuo puede o no dar. De hecho, Weinberg advierte: «Debería quedar claro que al discutir estos temas sólo hablo por mí mismo, y que en este capítulo abandono cualquier pretensión de ser especialista» (4). Pero ser un premio Nobel, e incluir un capítulo sobre Dios en un libro de física, son circunstancias que complican la cuestión.

Weinberg, con la agudeza de su pluma, usa la ciencia para atacar la existencia de Dios. Su argumento básico es, precisamente, que el avance científico ha producido un progresivo arrumbamiento de la idea de un Dios bueno y providente. Se habría producido un proceso de desmitificación: según esta perspectiva, la ciencia busca explicaciones que no necesitan de intervenciones divinas, y cuantas más consigue, menos lugar queda para Dios. Weinberg se enfrenta al problema del mal, concluyendo que es difícil apreciar un Dios que se ocupa del ser humano. Escribe: «Cuanto más refinamos nuestra comprensión de Dios para hacer plausible ese concepto, tanto más aparece sin sentido» (5). Weinberg afirma que la decisión de creer o no creer está completamente en nuestras manos, pero presenta al progreso científico como un peso que inclina la balanza hacia la respuesta negativa.

Plantar cara

El último libro de Weinberg, Plantar cara, es una colección de 23 ensayos publicados a lo largo de 15 años. Tienen que ver con la física y sus implicaciones culturales.

La cubierta del libro es una estatua del gran astrónomo del siglo XVI Tycho Brahe, que le representa mirando al cielo, y se encuentra en la isla de Hven, donde construyó su observatorio de Uraniborg. En el Prefacio, Weinberg explica que, recién casado, vivió en Dinamarca junto a esa isla. Afirma que Brahe no le cae especialmente bien, pero escribe: «Las investigaciones de Brahe, Kepler, Newton y sus sucesores nos han proporcionado una fría visión del mundo. Hasta donde hemos podido descubrir, las leyes de la naturaleza son impersonales, sin indicios de plan divino o de algún estatus especial para los seres humanos. De un modo u otro, cada uno de los ensayos de esta recopilación se enfrenta a la necesidad de afrontar esos descubrimientos. Expresan un punto de vista racionalista, reduccionista, realista y devotamente secular. Plantar cara es, después de todo, la postura opuesta a la de oración» (6).

Así, el título del libro, Plantar cara, coloca a la ciencia frente a la religión. Algo que no hubieran aprobado Brahe, Kepler, Galileo, Newton, ni muchos otros pioneros de la ciencia moderna. Eran gente religiosa que veía a la nueva ciencia como una manera de conocer mejor los planes de Dios.

De nuevo encontramos un ensayo dedicado a Dios, esta vez con el título: ¿El Universo de un diseñador? Los argumentos son similares a los que había expuesto en su libro anterior. Según Weinberg, la existencia del ser humano, su inteligencia y sus peculiares capacidades, que anteriormente parecían exigir una intervención divina, se entienden hoy día en términos de evolución y selección natural. Tampoco habría que maravillarse de que la evolución, apoyada en unas leyes totalmente impersonales, haya producido resultados aparentemente admirables: podría ser, según algunos cosmólogos, que existieran muchos universos con otras leyes, y nuestra existencia sólo significaría que estamos en uno de los universos donde las condiciones facilitan la vida. En relación con el problema del mal, Weinberg afirma que su vida ha sido considerablemente feliz, pero no entiende que un Dios benevolente permita que su madre muriese de un cáncer doloroso, que la personalidad de su padre fuera destruida por la enfermedad de Alzheimer, y que muchos parientes suyos fueran asesinados en el Holocausto.

Weinberg y Salam: la misma física, ideas religiosas contrapuestas

El radicalismo antirreligioso de Weinberg choca con la actitud de su colega Abdus Salam, con quien compartió el premio Nobel por la misma teoría física. Salam era un devoto musulmán. Nacido en Pakistán, estudió en la Universidad de Cambridge en Inglaterra, privilegio excepcional en su época. Fundó y presidió durante 30 años el Centro Internacional de Física Teórica, constituido con ayuda de la comunidad internacional en Trieste (Italia) para facilitar que los científicos del Tercer Mundo puedan mantenerse en investigación puntera sin dejar sus países. Salam no pudo hacerlo, como hubiese deseado, en su Pakistán natal, y quiso ayudar a que esas dificultades vayan desapareciendo.

Siendo una personalidad muy destacada, Salam no tenía vergüenza en manifestar su religiosidad en público. Un ejemplo fueron sus palabras pronunciadas en el banquete de recepción del premio Nobel, en el que, evidentemente, Glashow y Weinberg también estaban presentes. Salam comenzó agradeciendo el premio Nobel en nombre de los tres, y después citó un pasaje del Corán donde Alá, lleno de misericordia, nos invita a contemplar la perfección de su creación, y añadió: «Ésta es, en efecto, la fe de todos los físicos; cuanto más profunda es nuestra búsqueda, tanto más se excita nuestra admiración, y más asombroso es lo que contemplamos» (7).

Salam relacionaba su actividad científica con la religión, mientras que Weinberg sostiene que el progreso científico la desacredita: dos posiciones personales muy diferentes, en dos científicos que formularon la misma teoría. La física estudia cómo está constituida la naturaleza, y para ello elabora marcos teóricos y experimentos que llevan a resultados observables. Pero esto deja intactas las preguntas más profundas sobre el significado de la naturaleza y de la física. Para responder a los interrogantes más profundos es preciso tomar postura de modo personal. Cada persona tiene su historia, sus experiencias, su sensibilidad, su educación y su libertad, y todo ello interviene en las respuestas que da a las preguntas éticas y religiosas. Lo cual no significa que todas las respuestas tengan el mismo valor, sino que los problemas religiosos se resuelven con algo más que física.Las implicaciones del progreso científico

Se puede decir algo más. Por una parte, ninguna explicación puramente científica hace superflua la acción divina. El mundo sigue necesitando de un Dios personal creador, a menos que aceptemos una especie de panteísmo que hace al mundo eterno, infinito, que se auto-genera y se basta completamente a sí mismo, y le acaba atribuyendo las características propias de Dios. Pero el panteísmo no es sostenible, porque el mundo no es Dios. Sin duda, Dios es un gran misterio, aunque -tomando prestada la metáfora de Chesterton- es brillante como el Sol, al que no podemos mirar directamente porque nos deslumbra, pero a su luz vemos claramente todo lo demás. Sin Dios, la razón humana, incluida la ciencia, no pasa de ser como luz de luna: no deslumbra, es sólo pálido reflejo de la fuente de luz, no existiría sin esa fuente, y no basta para ver bien en la noche.

Tampoco es cierto que la ciencia muestre que no somos más que un resultado accidental de la evolución. La ciencia es una de las mejores pruebas de la diferencia esencial entre el ser humano y el resto de los vivientes. Además, supone que poseemos auto-conciencia, capacidad de conceptualizar y argumentar, sentido de la evidencia, que somos capaces de buscar la verdad, y de apreciar esa búsqueda y el servicio a la humanidad como valores éticos que vale la pena perseguir.

Puede recordarse la historia de unos científicos que, tras incontables esfuerzos, alcanzan una cumbre en la que hallan un grupo de teólogos que llevan discutiendo tranquilamente desde tiempo atrás. Las dos dificultades que se plantea Weinberg contra la existencia de Dios son las mismas que abordó Santo Tomás de Aquino en la Suma teológica hace más de 700 años: si hace falta recurrir a Dios porque todo puede explicarse mediante causas naturales, y el problema del mal (8). Los teólogos llevan siglos discutiéndolas.

El progreso de la ciencia actual plantea variantes interesantes, pero los problemas de fondo, y sus posibles respuestas, no han cambiado demasiado. La ciencia no puede suplantar a la acción de Dios como fuente del ser. Y en cuanto al mal, es difícil pensar cómo Dios pudo crear seres libres como nosotros sin la posibilidad de que utilizáramos mal nuestra libertad. El buen uso de la libertad haría desaparecer muchos males de la Tierra: la culpa es nuestra, no de Dios. Y los males físicos que acompañan a las limitaciones materiales pueden transformarse en bienes espirituales de categoría superior. La vida humana no es sencilla, pero todavía se hace mucho más compleja y difícil cuando se pretende quitar a Dios de en medio.

Mariano Artigas y Carlos PérezMariano Artigas es profesor ordinario de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias en la Universidad de Navarra.Carlos Pérez es profesor ordinario de Física en la Universidad de Navarra.____________________(1) Steven Weinberg, Plantar cara. La ciencia y sus adversarios culturales, Paidós, Barcelona (2003), 280 págs.(2) Steven Weinberg, Los tres primeros minutos del universo. Una concepción moderna del origen del universo, Alianza, Madrid (1988), pág. 132.(3) Steven Weinberg, Dreams of a Final Theory. The Search for the Fundamental Laws of Nature, Vintage Books, Londres (1993). (Ver reseña en el servicio 139/93).(4) Ibid., pág. 195.(5) Ibid., pág. 205.(6) Steven Weinberg, Plantar cara, págs. 11-12.(7) C. H. Lai (editor), Ideals and Realities. Selected Essays of Abdus Salam, World Scientific, Singapur (1987), págs. 160-161.(8) Tomás de Aquino, Suma teológica, parte I, cuestión 2, artículo 3.

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