El realismo del divorcio veloz

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Contrapunto

Si los accidentes de tráfico con víctimas crecieran un 10% cada año hasta suponer un 0,3 por cada mil habitantes, nos sorprendería que el gobierno propusiera como única solución que las aseguradoras pagaran con más celeridad y sin litigios la indemnización por accidentes. Sin duda, pediríamos una política preventiva: campañas de opinión pública en favor de una conducción prudente, mayor exigencia en la concesión del permiso de conducir, un cumplimiento más estricto del código de circulación, mejorar la seguridad de los modelos de coches… Por eso llama la atención que ante la siniestralidad matrimonial en España, manifestada en el creciente número de separaciones y divorcios, el gobierno solo proponga «agilizar» el divorcio, para resolverlo con menos trámites y desatascar así los juzgados.

El divorcio más veloz nunca podrá borrar el dolor de la ruptura matrimonial, el trauma provocado en los hijos, el coste social que provoca la inestabilidad familiar. Parece de mal gusto hablar sobre esto, como si se pretendiera hacer leña del árbol caído. Pero una reforma que quiere ser «pragmática» no puede dejar de atender a los efectos prácticos de lo que se propone.

Desde la introducción del divorcio en España en 1981, se han producido 900.000 separaciones y 600.000 divorcios, así que en torno a 1,8 millones de personas han sufrido el desgarrón de la ruptura matrimonial. Lejos de frenarse, el fenómeno del colapso familiar crece a un ritmo del 10% anual. No pocas de esas rupturas se producen a los pocos años de matrimonio: el 27% de las separaciones antes de los cinco años de matrimonio y el 47% antes de los diez años. Con lo que cabe suponer que no pocos niños pequeños sufren la dura experiencia de la separación de sus padres. Todo esto es una fuente de dolor personal y de problemas sociales, que el divorcio exprés no va a resolver.

Huellas en los hijos

Para abogar por el divorcio expeditivo se nos dice que hay que ser «realistas», sin añorar situaciones familiares idílicas. Pero este realismo es de vía única. Si se sugiere que dos adultos con responsabilidades familiares pueden intentar resolver sus diferencias sin recurrir a la ruptura, la idea se descarta en nombre del realismo: sus heridas emocionales son profundas y no cabe esperar la reconciliación y la recuperación del amor. Pero, al mismo tiempo, reina un optimismo inusitado en cuanto a la capacidad de recuperación emocional de los hijos: sí, sufrirán temporalmente, pero comprenderán que solo pueden ser felices si sus padres lo son también.

Este realismo hace caso omiso de tantas investigaciones sociales que ofrecen pruebas de que, por término medio, los hijos de divorciados corren mayor riesgo de fracaso escolar, de consumo de alcohol y drogas, de actividad sexual precoz, de problemas emocionales, y, a su vez, de mayor riesgo de divorcio. Es cierto que también pueden encontrarse muchos hijos de divorciados que salen adelante superando las dificultades; pero el divorcio siempre deja huellas importantes en la vida de un niño, e incluso después.

El «realismo» lleva también a dar por supuesto que los desequilibrios económicos que produce el divorcio pueden resolverse gracias a una pensión en favor del que quede perjudicado. La realidad es que ambas partes suelen salir perjudicadas y que esa pensión no siempre se paga. Y a no ser que se cree un fondo para cubrir pensiones impagadas -lo cual es trasladar la carga a los contribuyentes-, ese problema siempre estará ahí. Pues si la razón del divorcio es abrir la posibilidad de un nuevo matrimonio o emparejamiento, resulta difícil que el mismo sueldo de antes pueda servir para atender dos hogares. De hecho, los últimos datos sobre la pobreza en la UE muestran que el grupo con mayor riesgo (35%) de encontrarse bajo el umbral de pobreza son las familias monoparentales, como la que resulta después de un divorcio.

No hay divorcio sin tensiones

Se nos asegura también que con la rapidez del divorcio directo se evitarán muchas situaciones conflictivas, y se llegará a un divorcio «civilizado» y por mutuo acuerdo. Sin duda, lo deseable es que la ruptura matrimonial no desemboque en hostilidades abiertas. Pero si fuera tan sencillo que una pareja estableciera los términos de su ruptura pacíficamente, sin recriminaciones, poniendo por delante el interés de los niños, recortando sus pretensiones para llegar a un acuerdo, y manteniendo después una relación amistosa en la custodia de los hijos, lo raro sería que se divorciaran. Como ha dicho Donald Bloch: «Una pareja capaz de manejarse correctamente en un proceso de divorcio debería tener, en principio, un excelente matrimonio».

Dentro de la alarma social ante la violencia doméstica, la reforma del divorcio se vende también como un medio para evitar tensiones familiares que desembocan en maltrato. Es curioso que, por una parte, se diga que el divorcio se ha «normalizado» en la sociedad española, y por otra se dé como razón para acelerarlo un grado de tensión tal que provoca violencia doméstica.

Pero, a juzgar por los datos conocidos sobre violencia doméstica, no parece verosímil que los mecanismos procesales de la ley del divorcio contribuyan gran cosa a que las mujeres se libren de maridos que las maltratan. Entre otras cosas porque las mujeres que viven en pareja sin estar casadas corren mayor riesgo de ser maltratadas. Según el censo de 2001, en España las parejas de hecho son el 6% del total de parejas; y, de acuerdo con los últimos datos de violencia doméstica, en estas parejas no casadas se produce el 32,8% de las denuncias por malos tratos.

Es cierto que el Estado no puede obligar a los esposos a amarse, ni debe meterse a consejero matrimonial. Pero sí tiene la responsabilidad de mantener la función pedagógica de la ley. Si la ley permite que a los tres meses del matrimonio se puede pedir el divorcio e imponerlo de modo unilateral, el mensaje que está trasmitiendo es que el contrato matrimonial es menos firme que el contrato de alquiler de la casa donde vive la familia. Por lo tanto, que no vale la pena casarse.

En cualquier caso, el problema no es el atasco de los tribunales de familia. El problema es el crecimiento de las rupturas familiares. Las soluciones han de venir sobre todo de la propia sociedad, con una educación de la afectividad desde la adolescencia, el desarrollo de las iniciativas de orientación familiar, de mediación y ayuda en las crisis matrimoniales. Algo más complejo y más necesario que el expeditivo certificado de defunción matrimonial.

Ignacio Aréchaga

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