El negocio de compartir

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La economía colaborativa es una realidad con millones de usuarios en todo el mundo bajo cuyo paraguas se refugian modelos de negocio muy distintos. La falta de legislación hace que todos nos parezcan iguales, pero algunos de ellos están convirtiendo en multimillonarios a los pocos que han sabido aprovechar la ola mientras que otros prefieren mantenerse fieles al espíritu de los principios.

La economía colaborativa surgía hace años como modelo idílico de consumo: compartir e intercambiar bienes y servicios entre ciudadanos, de modo gratuito. En teoría, no era necesario desarrollar una legislación que regulara este comercio, ya que se trataba de un intercambio entre particulares, que no buscaba el beneficio económico para ninguna de las partes. Sin embargo, parece que el paso del tiempo ha convertido esos ideales en otros más “egoístas”.

Para sus defensores, el auge de la economía colaborativa no se debe solo a un motivo económico

El boom del consumo colaborativo de los últimos años ha dado mucha fuerza a algunas de las plataformas que permiten poner en contacto a los usuarios. Entre ellas, las hay que se han subido a la caravana del compartir olvidando que el fin original no es obtener un beneficio económico; al menos, no el único ni el más importante. De esta manera, algunas apps se han convertido en empresas que, a día de hoy, no están siendo reguladas como tales.

Los sectores más afectados por este nuevo modelo (hoteles, transportes y tercer sector en general) se han levantado en pie de guerra para pedir a los gobiernos que apliquen las leyes de la misma manera para todos. En palabras de Jonathan Askin, profesor de la Brooklyn Law School: “Es irónico que hablemos de un nuevo concepto de la economía del compartir cuando, en realidad, estamos creando la forma más pura de feroz capitalismo”.

Además, aunque parece que solo se habla de lo que ganan las grandes plataformas, los usuarios individuales también pueden hacer negocio gracias a ellas. Según la revista Forbes, se embolsaron más de 3.500 millones de dólares en 2013 y probablemente un 25% más en 2014.

El cambio ya ha comenzado y, de momento, parece que las futuras leyes no darán toda la razón a los modelos clásicos ni a los colaborativos.

Conductores sin licencia

Aunque las plataformas de consumo colaborativo están afectando a muchos sectores, quizás el caso más paradigmático sea el de los coches compartidos. Uber es la compañía de conductores no profesionales que ha conseguido poner en su contra al gremio de taxistas (igual que otras similares como Lyft o SideCar). A diferencia de apps como Blablacar o Amovens, Uber no pone en contacto a usuarios que vayan a hacer la misma ruta, sino que permite que cualquier persona con un coche se ofrezca a ser chófer de quien lo necesite, por un precio inferior al que cobraría un profesional. Uber se lleva un 20% del importe de cada trayecto. Sus conductores no tienen taxímetro ni licencia y, como todos los modelos de esta nueva economía, se basa en la confianza y las puntuaciones de los usuarios. Uber funciona en 250 ciudades de 50 países en el caso de España, en Barcelona, Valencia y Madrid– y está valorada en 40.000 millones de dólares.

Es irónico que hablemos de un nuevo concepto de la economía del compartir cuando, en realidad, estamos creando la forma más pura de feroz capitalismo (Askin)

El estado de California fue el primero en regular este tipo de servicios en 2013, a través de la California Public Utilities Commission (CPCU), que sin embargo el año anterior había decidido prohibirlos. Para la CPCU los usuarios de estos servicios son ahora “pasajeros charter”, y tanto las compañías como sus clientes quedan sujetos a una lista de 28 normas básicas, entre ellas la comprobación de los antecedentes penales del conductor o un seguro mínimo de accidentes que cubra a los usuarios.

Pues, aunque de primeras puede parecer que el no-intervencionismo solo puede traer ventajas, la realidad es que “los trabajadores de ‘la economía de compartir a la carta’ [conductores Uber o anfitriones de Airbnb, por ejemplo] están operando en condiciones similares a las del siglo XIX, cuando los trabajadores no tenían poder ni derechos legales”, como afirma Robert Reich, profesor de Política Pública de la Escuela Goldman de la Universidad de California, en Berkeley.

En Europa el proceso es más lento pero al parecer camina en la misma dirección. De momento, a pesar de las muchas críticas que han recibido por parte de los sectores profesionales dedicados al transporte –especialmente de los taxistas–, la Comisión Europea ha rehusado prohibir este tipo de compañías, por considerar que se trata de un acuerdo libre entre ciudadanos; pero sí lo han hecho algunos países, entre ellos, España, Francia y Alemania.

Uber ha presentado este mes una queja ante la Unión Europea por las restricciones que está sufriendo. Su postura la expone en un documento de 38 páginas en el que se define a sí mismo como “negocio de software tecnológicamente innovador” y no un “transportista”. La UE no ha tomado medidas aún, pero sí ha recordado que las competencias de servicios de taxi no recaen sobre ella, sino sobre cada Estado miembro.

En España ya se nota la presión: así, en Madrid se ha bajado la tarifa de taxis de 45 municipios de la comunidad, igualándola a la de la capital. También ha provocado que surjan otras iniciativas dirigidas no a competir con los taxistas sino a facilitarles un sistema alternativo de contacto con los clientes. Por ejemplo, la aplicación MyTaxi, surgida en 2009, de origen alemán, que ya está presente en varios países (Alemania, Austria, España, Polonia, Italia), y en la que participan 45.000 coches. Condición necesaria para ofrecer el propio vehículo es ser taxista con licencia. Los usuarios se inscriben en la app y la utilizan para pedir el taxi, especificar eventuales preferencias y pagar también a través del teléfono, previa inserción de los propios datos bancarios en el momento de la inscripción. La sociedad se queda en Alemania con una comisión que oscila entre el 3% y el 15%; en España hay una comisión fija de 0,99 céntimos por carrera.

El “boom” del consumo colaborativo de los últimos años ha dado mucha fuerza a algunas de las plataformas que permiten poner en contacto a los usuarios

Solo entre particulares

A pesar de todo esto, los más puristas defensores del consumo colaborativo siguen manteniendo que solo puede considerarse como tal cuando se trata de intercambios entre particulares. Albert Cañigueral, uno de los mayores especialistas en el tema que hay en España, reflejaba hace poco en una entrevista la necesidad de regular la actividad de las empresas que se cobijen bajo el paraguas colaborativo, pero no con las mismas condiciones que una empresa tradicional. Sin embargo, al hablar del caso de Uber afirmaba: “pone sobre la mesa el debate sobre el sistema del transporte, pero no cumple con los valores colaborativos”.

Por eso surgía, hace pocos meses, la plataforma Sharing España, que agrupa 36 compañías que quieren “divulgar y fomentar la economía colaborativa y las actividades peer to peer como un modelo de desarrollo económico abierto y sostenible”; distinguiéndose así de otras que solamente buscan el beneficio económico. En Estados Unidos ha comenzado también un movimiento similar, dirigido por Ranan Lachman, exbanquero de Wall Street y fundador de Pley, una empresa que alquila juguetes de Lego a familias.

Lachman entiende que el nuevo modelo es también una forma de acercamiento a los llamados Millennials, la generación de jóvenes que, entre otras cosas, no tiene afán de estrenar ni de poseer, sino que prefiere disfrutar de experiencias con los demás: “Las nuevas generaciones quieren ser parte de algo que vaya más allá de ganar dinero. Las empresas que deseen llegar a esos Millennials harían bien en prestar atención a lo que les importa”.

Para sus defensores, el auge de la economía colaborativa no se debe solo a un motivo económico y no debe promoverse solamente como un negocio más. Como afirmaba un periodista del diario El País: “El 40% de los alimentos del planeta se desperdicia; los coches particulares pasan el 95% de su tiempo parados; en Estados Unidos hay 80 millones de taladradoras cuyos dueños solo las usan 13 minutos de media, y un conductor inglés malgasta 2.549 horas de su vida circulando por las calles en busca de aparcamiento. ¿Podemos consentir ese desperdicio?”.

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