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Cuba: La hora del “Migue”

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Pues no, no hubo sorpresas: como comentábamos el 12 de marzo, un día después de las elecciones a la Asamblea Nacional de Cuba, 603 diputados –todos menos uno– han elegido finalmente al primer vicepresidente, Miguel Díaz-Canel, como sustituto de Raúl Castro al frente de los destinos del país.

La nueva dirección es guardiana de un proyecto político-económico que durante casi 60 años ha quitado al trabajo su valor como transformador de la vida del individuo

¿Y ahora? Nada. Si Heráclito sentenciaba que nadie entra dos veces en el mismo río, habrá que contradecirlo: en Cuba, este 19 de abril, el río es exactamente el mismo. Solo se le ha cambiado el nombre, pero el agua –que muchos tienen al cuello– sigue discurriendo en la misma dirección: la que marca el Partido Comunista, al frente del cual seguirá, hasta 2021, Raúl Castro, y que no es –al menos no nominalmente– el capitalismo. De hecho, en su investidura, Díaz-Canel aseguró que Raúl “encabezará las decisiones de mayor trascendencia para el presente y el futuro de la nación”.

Quizás haya, eso sí, un cambio de estilo. El nuevo presidente, que se ha vuelto algo rígido de semblante a medida que iba subiendo en puestos durante estos años de mandato de Raúl Castro (2006-2018), es conocido por haber sido un tipo más relajado con la gente de a pie. Él mismo lo fue, pues durante su niñez y juventud vivió en una provincia del centro de la isla, en una ciudad –Santa Clara– de esas en las que se respira un aire más rural y donde todo el mundo se conoce y se saluda.

Allí era Miguelito, el Migue, el joven que estudiaba ingeniería electrónica y que se acercaba a menudo a conversar con los viejos del parque. Y esas formas campechanas siguieron marcándolo incluso cuando asumió el cargo de primer secretario del PCC provincial –el equivalente a presidente de una comunidad autónoma en España, pero sin una incómoda oposición política– en Villa Clara.

Con el pelo largo, y vestido con jeans, todo un escándalo para la etiqueta de los dirigentes partidistas –siempre de guayabera–, Díaz-Canel estaba en las antípodas de los jerarcas del PCC, y no solo por eso; también por sus métodos, lo que hizo ver cuando se derrumbó parte del techo de la casa paterna y él, en lugar de priorizar el caso en la lista de reparaciones del municipio, lo puso a la cola. O cuando, para trasladarse a su puesto de trabajo, iba en bicicleta, como el común de los mortales.

En un mundillo como el de los dirigentes partidistas provinciales que, lejos de La Habana, se comportan como verdaderos caciques en sus territorios –no en balde muchos terminan en “plan pijama”, que en jerga cubana es defenestrados–, la moderación y el aparente desinterés del Díaz-Canel por escalar en las filas internas fue justo lo que llamó la atención de Raúl Castro. En 2009 lo llevó para la capital y lo hizo ministro de Educación Superior; después, en 2012, lo nombró vicepresidente del Consejo de Ministros, y en 2013, primer vicepresidente, con lo que quedaba a un paso de la presidencia. Y es el paso que acaba de dar.

Las prioridades de los cubanos son otras

La moderación y el aparente desinterés de Díaz-Canel por escalar en las filas del PCC fue justo lo que llamó la atención de Raúl Castro

Que Díaz-Canel sea un Adolfo Suárez en versión caribeña, un político osado que abra el camino a la pluralidad, no tiene demasiados visos de realidad. Si Suárez tuvo en su momento la valentía de legalizar el Partido Comunista –con el que no simpatizaba en absoluto–, para demostrar que lo de la democracia y los nuevos tiempos iba en serio, el nuevo mandatario cubano no muestra un particular interés en menoscabar la omnipotencia del PCC.

Una muestra de por dónde irá su línea es que en días pasados acudió a recibir al aeropuerto capitalino a una delegación de la “sociedad civil” cubana que viajó a Lima a liarla parda durante la Cumbre de las Américas, para tratar de impedir que Rosa María Payá, hija del extinto líder opositor Oswaldo Payá, informara sobre la situación de los derechos civiles y políticos en la isla. Si la joven y otros que la acompañaban se llevaron no pocos insultos –“mercenarios”, “vendepatrias”, etc.–, no menos recibió Luis Almagro, secretario general de la OEA. Y todo esto, con el aplauso del que estaba a punto de asumir.

Juega a su favor, curiosamente, que el tema de la democracia y los derechos humanos no es exactamente la principal prioridad de los 11 millones de cubanos. A la inmensa mayoría les preocupa más, a día de hoy, el pésimo transporte público, el déficit de viviendas, y que de su memoria sensorial se esfumó hace muchos años el sabor del filete de ternera. Si el nuevo presidente lo hiciera mejor en estos aspectos, ya pudieran darle las del pulpo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Pero no engañarse: con un déficit comercial exterior de 8.000 millones de dólares, con la productividad agrícola por los suelos y con la idea de emigrar grabada a fuego en la mente de muchos de sus jóvenes, el país no espera grandes alegrías bajo la nueva dirección, pues esta es, en lo esencial, guardiana de un proyecto político-económico que durante casi 60 años ha quitado al trabajo su valor como resorte transformador de la vida del individuo.

Al final, si el modelo no varía sustancialmente –y no parece que el Migue se atreva a variarlo–, va a resultar profética la anécdota de nuestro primer presidente, Tomás Estrada Palma (1902-1906), quien aseguró que haría de Cuba “la Suiza de América”, a lo que un ayudante le replicó: “Presidente, ¿y dónde están los suizos?”.

Entre los “suizos” que nos hemos marchado y los que quedan en la isla, hartos de seis décadas de utopías y con los brazos caídos, hay muy pocos dispuestos a nuevos sacrificios.

 

Para saber más

Adiós, Castro; ¡holaCastro!

Después de los Castro, ¿Díaz-Canel?

Semidivino Comandante

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