Conservadurismo nacional, la nueva derecha posliberal

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Marion Maréchal

Más próximo a Marion Maréchal que a Marine Le Pen, a Viktor Orbán que a Geert Wilders, el conservadurismo nacional o nacionalista aspira a forjar un nuevo consenso intelectual y político a la derecha. Su ambición, sin embargo, despierta recelos en otros conservadores.

Este movimiento tiene como trasfondo dos coordenadas. De un lado, el debate sobre la crisis de la democracia liberal, planteado por quienes cuestionan –bien desde el liberalismo clásico, bien desde el populismo– que esta forma de gobierno garantice a todos la misma libertad. De otro, la nueva crítica a la globalización, más identitaria, que discute que la apertura de fronteras y el multiculturalismo sean bienes evidentes para todos.

El conservadurismo nacional sintoniza con los partidos nacional-populistas de derechas que tienen entre sus prioridades influir en debates de gran calado ético como el aborto, la eutanasia, el matrimonio… Pero nada impide que los líderes de esas formaciones puedan anteponer a voluntad los “intereses nacionales” en esas cuestiones, como ocurrió con la reciente decisión del gobierno de Hungría de ofrecer tratamientos gratuitos de fecundación in vitro para aumentar la natalidad del país.

En cualquier caso, esta corriente es muy crítica con la otra nueva derecha en auge: la libertaria y poscristiana. Y también guarda distancia con otros partidos nacional-populistas que evitan identificarse con las posturas morales conservadoras.

Intelectuales y políticos

Entre los referentes intelectuales del movimiento se encuentran Yoram Hazony, autor de The Virtue of Nationalism (2018) y director de la Fundación Edmund Burke, que ha puesto en marcha la plataforma National Conservatism; R. R. Reno, director de la revista First Things y autor de Return of the Strong Gods (2019); Rich Lowry, director de la revista National Review y autor de The Case for Nationalism (2019).

La Fundación Edmund Burke, creada hace un año en EE.UU., ha organizado las conferencias a través de las cuales se está articulando el movimiento: a las de Londres y Washington D.C. en 2019, siguió la de Roma el pasado febrero. Por ellas han pasado pensadores conservadores de primera línea, como Roger Scruton, Mary Eberstadt, Patrick Deneen o Rod Dreher. Lo que no implica su adhesión al conservadurismo nacional.

El reciente encuentro en Roma ganó en relevancia mediática gracias a la presencia de varios políticos europeos, como el primer ministro húngaro Viktor Orbán; la diputada italiana Giorgia Meloni, líder del partido Hermanos de Italia; la exdiputada francesa por el Frente Nacional Marion Maréchal, hoy centrada en los debates de ideas como directora de una escuela de pensamiento y liderazgo político; o el diputado español Santiago Abascal, líder de Vox.

Crítica al individualismo radical

La crónica para Public Discourse de Serena Sigillito sobre la conferencia celebrada en Washington D.C., más pegada al contexto estadounidense, permite hacerse una idea de las prioridades del movimiento. Desde el primer momento, los organizadores quisieron dejar claras sus credenciales democráticas: “Somos nacionalistas, pero no nacionalistas blancos”, dijo David Brog, presidente de la Fundación Edmund Burke. “Puede que no seamos liberales, pero no somos iliberales”. Y reiteró el compromiso de los asistentes con las instituciones democráticas, la Carta de Derechos y las libertades.

Frente al cosmopolitismo, abogan por reforzar la soberanía de las naciones. Lo que abarca desde aspectos culturales hasta económicos. Sobre esto último, Sigillito destaca la coincidencia de la mayor parte de los asistentes en aprobar la estrategia de Donald Trump conocida como America First, incluida la protección de los empleos para los trabajadores manuales nacionales y una política migratoria restrictiva.

Otro elemento común es la crítica al libertarismo y al individualismo radical, que desean corregir con un discurso político más centrado en la virtud, los valores familiares y las instituciones intermedias entre el Estado y el individuo. Aquí Sigillito lanza una pregunta: ¿cómo ayudan la agresiva retórica de Trump y su modo de hacer política “a restaurar la búsqueda de la virtud en la esfera pública”? E insiste: el nuevo conservadurismo nacional necesita el apoyo del movimiento conservador, pero este “¿necesita de verdad adoptar el manto del nacionalismo?”.

Para Sigillito, este experimento no está exento de riesgos. “Si el conservadurismo nacional es capaz de llegar a un consenso interno viable según las líneas burkeanas (…), y si sus líderes son capaces de traducir esa visión en victorias políticas significativas y cambios en las políticas públicas sin caer en ninguno de los peligros a los que el nacionalismo es propenso, podría ser algo muy bueno para el movimiento conservador y para la nación. Pero si el cálculo político para alinearse con Trump corroe su centro moral, el movimiento conservador nacional también podría ir muy, muy mal. El tiempo dirá”.

Tutelar el populismo

Conscientes de estos riesgos, los impulsores de este movimiento tratan de desactivar las connotaciones negativas del término “nacionalismo”. Lowry, por ejemplo, lo ve como un antídoto a la política identitaria: “El verdadero nacionalismo debería ser una lealtad que está por encima de la secta, la tribu, la raza, el partidismo, y algo que todos podamos sentir y detrás de lo cual estemos unidos, y obviamente Trump a menudo falla en esto”. Con todo, distingue entre los discursos oficiales del presidente, que elogia, y sus divisivas intervenciones improvisadas, que rechaza.

Lowry insiste en que el nacionalismo estadounidense no tiene nada que ver con la raza, sino con la cultura y la religión. “Tenemos una historia y un sustrato, pero cualquiera puede venir aquí y abrazar esas tradiciones. Seguimos siendo un melting pot [crisol de culturas], pero un melting pot que tiene que guardar cierta coherencia”.

Reno, por su parte, destaca la contribución que este movimiento puede hacer al conservadurismo. Según explicaba en un largo artículo que adelantaba la tesis principal de su libro Return of the Strong Gods, los traumáticos años que transcurren entre 1914 y 1945 sembraron la sospecha en Occidente de que las convicciones firmes y la lealtad a la patria, la familia y la religión abren la puerta al totalitarismo. Este recelo a los “dioses fuertes” se afianzó tras Mayo del 68. Y si hasta 1989 todavía se veía necesaria la firmeza frente al comunismo, tras el colapso de la Unión Soviética, las élites del mundo libre llegaron a convencerse de que el camino hacia la paz pasa por valores como la apertura, la inclusión o la diversidad, que Reno identifica con el relativismo. “Si no hay nada por lo que valga la pena luchar, nadie luchará [entre sí]”, dice glosando a Gianni Vattimo, padre del pensamiento débil.

Durante los años noventa, en plena globalización, se abren dos caminos: mientras la izquierda –dice Reno– enfatiza la apertura cultural, la derecha opta por centrarse en la económica. Con el tiempo, ambas acabarán fundiéndose en un “neoliberalismo” multicultural. Y es precisamente contra ese consenso liberal en el que se encuentran los partidos tradicionales de izquierdas y de derechas contra el que se alzan los populismos, en cuyo auge él ve “un deseo de que los dioses fuertes regresen a la vida pública”.

Reno toma partido por el populismo nacionalista. E incluso llega a prescribirlo como un imperativo para los creyentes: “Como personas religiosas, (…) necesitamos romper con el consenso de la posguerra. No debemos unir nuestras voces a las denuncias convencionales del deseo populista de la renovación de fuertes lealtades en la vida pública”. Pero los firmantes de la Carta abierta contra el nuevo nacionalismo –intelectuales de distintas confesiones cristianas y tendencias políticas– no se han dado por aludidos. A diferencia del patriotismo –dicen–, el nacionalismo de Trump está exacerbando las identidades étnicas y raciales. De ahí que lo rechacen.

El director de First Things cree que los riesgos del nacionalismo pueden mantenerse a raya con tres tipos de lealtades: la alianza matrimonial enseña a vivir para otros; la alianza cívica invita a preocuparse por la suerte de los conciudadanos; y la alianza religiosa funciona como “la protección más fiable contra una falsa y peligrosa sacralización de la ideología, la nación, el Volk o cualquier otra perversión populista”. Por todo ello, sostiene que, en el momento actual, los conservadores deben “apoyar el llamamiento populista a que vuelva [la confianza] en algo que valga la pena amar y servir, y debemos tutelarlo lo mejor que podamos”.

Es cierto que Brog, en la conferencia de Washington D.C., fue muy claro en su condena de un nacionalismo étnico: “Si hay alguien aquí esta noche que piense que ser estadounidense tiene algo que ver con el color de la piel, ahí tiene la puerta. (…) Sus ideas no son bienvenidas”. Pero lo que preocupa a los críticos de este movimiento es que el nacionalismo que ellos tienen en mente sea muy diferente de su práctica.

La necesaria UE

De esa desconexión entre teoría y práctica habla Titus Techera en su crónica para Law & Liberty sobre la conferencia organizada en Roma por la Fundación Edmund Burke. Techera constata la brecha que percibió entre el idealismo de los intelectuales y el realismo de los políticos: si muchos de los asistentes celebraron el Brexit como una victoria sobre Bruselas, Viktor Orbán aclaró que países pequeños como Hungría necesitaban el apoyo de la Unión Europea, por mucho que él fuera partidario de una Europa respetuosa con la soberanía de las naciones.

“Los intelectuales [participantes en la conferencia] querían sacar lecciones, si no predicciones, del futuro hundimiento de la UE por efecto de los movimientos políticos populistas, mientras que los propios políticos se resistieron a la tendencia y señalaron en cambio la necesidad de la UE, que sigue siendo demasiado poderosa para ser desafiada”. Lo que, en su opinión, deja al conservadurismo nacional sin objetivos políticos claros. “Comparado con el discurso de Hazony sobre la justificación bíblica de las naciones (…), Orbán mostró una ambición muy limitada”.

A Techera le entusiasmó la intervención de Marion Maréchal por varias razones. En primer lugar, fue la única que se hizo eco del despertar de la sensibilidad ecológica entre los jóvenes. Además, dio amplitud de miras al conservadurismo nacional, invitándolo a abrazar un humanismo capaz de plantar cara “al transhumanismo, la eugenesia, los ataques a la biología masculina y femenina”, entre otras causas. E insistió más que ningún otro ponente en la necesidad de remediar la crisis demográfica.

Pero su apasionada visión, concluye, fue parca en soluciones políticas viables, incluida la propuesta de forjar una alianza entre los países del Sur y el Este de Europa.

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