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Complicadas instrucciones de uso del «testamento vital»

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La ley sobre el «testamento vital», aprobada el pasado 21 de diciembre por el Parlamento de Cataluña, establece que cualquier ciudadano catalán podrá manifestar por anticipado qué tratamientos desea o no recibir en caso de incapacidad para prestar consentimiento. Algunos grupos políticos, partidarios de legalizar la eutanasia, interpretan la nueva disposición como un primer paso en esa dirección. Otros lo niegan.

Según la ley catalana, la declaración tiene que ser firmada ante notario o ante tres testigos, de los que al menos dos no tengan relación de parentesco ni patrimonial con el interesado. El declarante puede prohibir que se le mantenga en vida por medios artificiales, pero no pedir que se le acelere la muerte. Con esas condiciones, los médicos estarán legalmente obligados a cumplir el «testamento vital».

En todas partes donde está reconocido, el «testamento vital» (living will) tiene por finalidad primordial evitar el «ensañamiento terapéutico». En cualquier caso, ha de servir para que el médico tenga información fidedigna de la voluntad del paciente, si este se encuentra en estado terminal y no puede expresarla.

Todo muy positivo, en principio. Pero cabe preguntarse si las buenas intenciones del legislador tienen en cuenta las circunstancias reales de la práctica médica. En 1991 entró en vigor en Estados Unidos la ley de autodeterminación del paciente, que reconoce el «testamento vital». Con ese motivo, el Hastings Center, institución dedicada a estudios de bioética, sondeó el parecer de los médicos norteamericanos sobre la cuestión. Los resultados del estudio se publicaron en The New England Journal of Medicine (5-XII-91).

Los médicos encuestados manifestaron escepticismo y reservas con respecto al «testamento vital». Ante todo, subrayaron la distancia entre una declaración hecha en frío y con salud, y la situación real de un enfermo próximo a la muerte. Una persona, decían, no puede realmente saber cuáles serán sus preferencias en caso de enfermedad terminal, y la mayoría sabe poco de los procedimientos existentes para prolongar la vida. En consecuencia, el «testamento vital» es de dudosa utilidad.

Difíciles previsiones

Además, las instrucciones del paciente solo pueden ser o detalladas, o generales e imprecisas. En el primer caso, un «testamento vital» que proscriba un determinado tratamiento, por inútil, puede haber quedado anticuado cuando llegue la hora de aplicarlo: lo que hoy es un medio extraordinario, al cabo de los años puede ser una terapia bastante segura y eficaz. De ahí que los médicos encuestados temieran verse obligados a cumplir disposiciones manifiestamente inadecuadas.

Si las instrucciones son generales (por ejemplo, «no deseo que se me apliquen tratamientos inútiles, que solo sirvan para retrasar la muerte»), no van más allá de lo ya reconocido. El Código Deontológico de los médicos catalanes, de 1997, declara que, en situación terminal, «el enfermo tiene derecho a rechazar el tratamiento para prolongar la vida» (art. 57). Lo que deriva de este principio: «El objetivo de la atención a las personas en situación de enfermedad terminal no es acortar ni alargar su vida, sino promover su máxima calidad posible» (art. 58). También el vigente Código de Ética y Deontología Médica, del Consejo General de Colegios de Médicos de España, afirma lo mismo: «En caso de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales del paciente (…) evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas» (art. 28.2).

¿Quién interpreta?

La cuestión es dónde acaba el tratamiento y dónde empieza el ensañamiento terapéutico en cada caso particular. Compete al médico determinarlo con prudencia, basándose en sus conocimientos y de acuerdo con el paciente o los allegados. Pero si hay por medio un «testamento vital» que obliga por ley, señalaban los médicos consultados por el Hastings Center, hará falta una interpretación auténtica para aplicarlo en la situación peculiar del enfermo incapaz de expresarse. Los médicos temen que, si ellos cargan con ese cometido, los familiares podrían demandarles por tergiversar las instrucciones del paciente. Y si la misión de interpretar el «testamento vital» se da a los parientes o a un apoderado designado, el médico podría verse obligado a actuar contra su conciencia profesional o contra lo que él entiende que es la voluntad o el bien del enfermo.

La libertad del paciente se cifra en el consentimiento informado. Pero mientras uno aún no está enfermo, no hay, en realidad, nada de que informarle para que libremente consienta. De modo que las instrucciones de todo «testamento vital» son necesariamente hipotéticas.

El «testamento vital» es una buena idea en teoría, pero su aplicación suscita reservas. La menor es que no sea más que un legalismo que prescribe lo que ya está mandado y de hecho se practica. La más grave es que puede enturbiar la confianza en la relación terapéutica y condicionar la prudencia del médico.

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