Colombia: De la paz perfecta a la paz posible

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¿Es justo que quien comete un crimen no vaya a dar a una prisión de esas clásicas, de portón, patio interior y garitas de vigilancia? En puridad de verdad, no. Toda sociedad ha dispuesto tal procedimiento para que el infractor la resarza del daño. Pero no siempre sucede: en Colombia, ahora mismo, la estricta justicia tiene que ceder paso al pragmatismo, en pro del bien común y la reconciliación nacional.

En La Habana, el presidente colombiano Juan Manuel Santos y el jefe de la guerrilla de las FARC, Rodrigo Londoño, Timochenko, acaban de estrecharse la mano, y no por simpatía, sino por un acuerdo de 10 puntos que debe hacer posible anunciar el fin del conflicto a más tardar el 23 de marzo de 2016. Desde 2012, las partes han ido cerrando temas de un acuerdo global de paz, que incluye la reparación a las víctimas y sus familiares, una reforma agraria, y un mecanismo para la metamorfosis del grupo insurgente en una fuerza política que haga saber sus intenciones mediante la palabra y no con el tableteo de las ametralladoras.

Ha llegado el turno de determinar qué hacer en adelante con aquellos insurgentes, militares y paramilitares que torturaron, asesinaron o hicieron desaparecer a los del bando contrario. O a los de ningún bando. Unos 220.000 colombianos fueron empujados al sepulcro como resultado de medio siglo de guerra fratricida, y absolutamente todas las partes empuñaron la pala y echaron tierra sobre ellos. ¿Se puede encarcelar a todos? Quizás, pero ¿es efectivo para alcanzar una paz perdurable…?

Los negociadores han entendido que no. Por eso, el acuerdo del 23 de septiembre opta por un modelo de justicia alternativa que establece la creación de una Jurisdicción Especial para la Paz, formada por jueces colombianos y extranjeros, encargada de dictar sanciones para los involucrados en delitos de lesa humanidad, como el genocidio, el secuestro, la tortura, el desplazamiento forzado, las desapariciones, la ejecución extrajudicial y la violencia sexual. Se concibe además una gradación de penas según la mayor o menor voluntariedad del acusado para reconocer sus crímenes.

En todo caso, y esto es lo singular, dichas penas se desligan de la idea tradicional de lo que es una sentencia en prisión, y en cambio prevén un régimen de restricciones de libertad y de trabajo comunitario como compensación económica a las víctimas. Quienes acepten su responsabilidad en los hechos que se les imputen y prueben, accederán a estas condiciones especiales y permanecerán en ellas por no más de 8 años. Aquellos que, en cambio, tarden en admitir su culpa, o ni siquiera lo hagan, sí que podrán acabar entre rejas, en algunos casos hasta por dos décadas.

Nada más conocerse el arreglo, los diarios colombianos publicaron opiniones de personas tocadas de alguna manera por el conflicto. “Todas las víctimas podemos estar tranquilas”, dice una mujer cuyo hijo fue secuestrado por paramilitares de ultraderecha con tan solo 15 años y que, 17 años después, aún no ha vuelto a casa. Para ella, el anuncio es “lo más importante que nos ha ocurrido” durante la negociación, una importancia que le han reconocido los obispos colombianos, la UNASUR, y el secretario de Estado de EE.UU., John Kerry, entre otros.

¿Concesiones? Sí, las necesarias

Quien no lo ve es el ex presidente Álvaro Uribe. No admite, por ejemplo, que se premie con esa “indulgencia” a los jefes de la guerrilla, ni que los militares implicados sean “igualados” a los insurgentes, pues “han sido respetuosos con la democracia”.

Habría que apuntar que, con cientos de miles de asesinados, se ve que nadie ha tenido el monopolio exclusivo del respeto. Tampoco el ejército, que, por solo mencionar una historia reciente, de 2008, tuvo un Waterloo moral en la revelación de que asesinaba civiles y los presentaba como guerrilleros muertos en combate, para ganar ascensos y una remuneración extra. Fue el escándalo de los “falsos positivos”. Y gobernaba Uribe.

Respecto a lo “indulgente” de sentencias como las descritas, tal vez sea el mal menor que ayudará a cerrar el capítulo, pues está visto que la guerrilla no podrá jamás, por la vía de las armas, llegar a sentarse en el Palacio de Nariño y dictar un cambio de sistema político (que no se sabe cuál sería, pues a estas alturas del partido, su ideología originalmente marxista ha quedado bastante tocada por su violencia ciega y por sus coqueteos con el narcotráfico); pero tampoco las fuerzas armadas son capaces de vencer a una organización irregular que ataca lo mismo en la ciudad que en el campo, con coches-bomba o con asnos cargados de explosivos, y contra la que, agazapada en la espesura de la selva en cualquier parte del país, ya no queda, desde los años 60, cohete que no se le haya lanzado.

Así, las “condiciones especiales” para los actores del conflicto son, llanamente, “lo que hay”. Son concesiones, en efecto, y necesarias. Poco creíble sería que la paz saltara del papel a la vida real si, tras firmarla, el jefe rebelde fuera escoltado por la policía colombiana a una cárcel.

El desarme, pendiente de negociar

A donde sí tratarán de ir las FARC será al Parlamento, y por ahí viene el otro punto del documento de La Habana: la “dejación” de las armas, que deberá comenzar no más allá de firmado el acuerdo final. Es ese el término literal empleado: “dejación”, y el que puede suscitar algún resquemor porque ¿dónde “dejará” la guerrilla sus fusiles, lanzacohetes y abundantes minas antipersonales? ¿A quién se los “dejará”? ¿O los “dejará” en casa, listos para volver a tomarlos si las cosas no marcharan? No se dice. ¿Quién supervisará…? Ni una palabra. Es un tema aún por negociar.

En todo caso, el abandono de los medios de guerra es condición obligatoria para que los miembros de las FARC –si es que desean salir del bosque y afeitarse de una buena vez– se inserten en el proceso político. Y no es cosa por la que Uribe se tenga que alarmar, ni es nueva en la historia.

Basta mirar fuera y ver cómo un señor que otrora fue guerrillero tupamaro ha estado hasta muy recientemente al timón de Uruguay, o que otro antiguo insurgente se sienta hoy en el palacio presidencial de San Salvador, o que un comprometido ex militante del IRA, el mismo grupo que casi le corta definitivamente la respiración a Margaret Thatcher con una bomba en Brighton, es hoy viceprimer ministro en Irlanda del Norte y tiene además escaño en Westminster.

No; quizás la paz que se logre no sea la óptima y mucho sicario quede impune. Lo óptimo hubiera sido que la América Latina de décadas atrás, saturada de dictaduras y sacudida por golpes de Estado, no hubiera dado pie a tanta guerrilla. Pero el tiempo es lineal y no vuelve atrás. Toca ahora, en Colombia, construir la paz. Aunque los materiales no sean de primera.

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